Alan García
Alan García
Editorial El Comercio

El (PAP) celebra este fin de semana su XXIV Congreso Nacional Ordinario, en el que 340 delegados de todo el país deberán elegir a la nueva comisión política y al secretario general de la organización. Es posible, dicho sea de paso, que en lo que concierne a este último cargo, se mantenga el desdoblamiento entre secretario general institucional y secretario general político que ha existido durante el período de vigencia de la dirigencia saliente.

El evento, como se sabe, ha sido postergado varias veces alegando motivos de diversa índole, pero para nadie es un secreto que entre estos se cuenta la tensión surgida entre quienes reclaman un cambio tras la aparatosa derrota que sufrió ese partido en las elecciones del año pasado y quienes, más allá de las alusiones retóricas a la necesidad de renovación, buscan conservar el statu quo en Alfonso Ugarte.

Llama particularmente la atención, en ese sentido, que quien encarnó esa derrota –el ex presidente – se haya dirigido en estos días a los asistentes al referido congreso en una carta que sortea la autocrítica y parece prolongar su vocación por ejercer una cierta tutela sobre el PAP.

Como candidato presidencial, en efecto, García obtuvo en los últimos comicios el quinto lugar, cosechando apenas el 5,83% de los votos válidos: un resultado incluso más modesto que el de las listas parlamentarias de la coalición por la que postuló –la Alianza Popular–, que fue de 8,31% a nivel nacional. Esto, ciertamente, no tendría por qué inhibir al ex mandatario de expresar su parecer en la víspera de un acto partidario de tanta importancia, pero sí debería enmarcar su discurso en un contexto y un tono del todo ausentes en su carta.

Para empezar, no hay en ella, como cabría esperar, una reflexión sobre lo que se hizo mal o dejó de hacerse en el 2016. Y más bien sí evocaciones grandilocuentes a “la fuerza arrolladora de 1985” y “la marcha victoriosa de 2006”.

Hay, por otro lado, un saludo a los apristas que “no se avergüenzan ni retiran ni reniegan” de su militancia partidaria, pero se omite las razones por las que tales actitudes podrían haber sido adoptadas por quienes ya no están en la organización. Y, en lo que parece un largo rodeo de autorreferencia, se sugiere también una serie de atributos –las raíces y la sangre, la persecución, “la cárcel familiar”– que darían legitimidad al aprismo de unos frente al de otros, más bien tocados por los “derrotismos y los apetitos”.

Sentencia asimismo García que ha llegado la hora de “un vigoroso rumbo juvenil, social, sindical” y “de una afirmación popular y de izquierdas” del PAP, lo que, más allá del eventual acierto de la receta, merecería una explicación previa de por qué esos ingredientes se echaron de menos durante la campaña que él encabezó o mientras el ejerció la presidencia del partido…

Y si bien en la carta dice estar transmitiendo este mensaje a sus compañeros “como un viejo hermano”, la naturaleza prescriptiva y discriminadora del mismo sugiere que lo hace en realidad como un hermano mayor o un ‘gran hermano’, que a pesar de la distancia geográfica que ha tomado de la vida partidaria, sigue monitoreándola y, en cierto modo, teniéndola bajo control. Una circunstancia que abonaría los argumentos de algunos de los que se han alejado recientemente de Alfonso Ugarte.

Se podría pensar que, finalmente, estos son asuntos internos del PAP en el que el resto de la ciudadanía no debería meterse. Pero, en la medida en que el partido que fundó Haya de la Torre ha sido y es una de las piezas fundamentales del funcionamiento de la democracia en el Perú, su suerte de alguna manera nos incumbe a todos. Y hacer votos por su efectiva renovación y resurgimiento es una legítima práctica de civismo.