María José Osorio

La semana pasada, un gran amigo cineasta, Alberto Castro, estrenó su documental Salir del clóset, que, por cierto, está recibiendo nada más que cariño y buen recibimiento de la gente. Su estreno en cines fue el jueves 19, fecha que coincidió con el paro nacional y que cumplió con ser otro episodio más del largo hilo de días que nos tienen con el estómago hecho nudo y el corazón secuestrado en este país. Hablando por WhatsApp con él lo felicito por el estreno y le pregunto cómo se siente. “Con pena”, responde y su pena viene de vuelta porque sé lo que siente. No hay un día mas emotivo y grandioso para un cineasta que el primero en que se proyecta tu película en el cine pero a él le estaba tocando compartirlo con una coyuntura nacional triste, preocupante y sin aparente salida. Quiere poder disfrutarlo, pero no puede. Se siente raro bailar en la casa cuando afuera avanza el incendio.

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Semanas atrás, mientras el ex presidente Castillo anunciaba el cierre del Congreso en televisión nacional, yo almorzaba con el elenco y el equipo con quien filmábamos Soltera codiciada 2, secuela de la película que está en Netflix y que sigue siendo el más personal de mis proyectos. Con bastante esfuerzo, habíamos logrado llevar la producción a Arequipa, mi ciudad natal, lo cual era nada menos que un sueño. Los días que pasamos filmando entre volcanes nevados, calles de adoquines y nostalgia son de los más significativos que me han tocado vivir. Pero de pronto, el país trastabillaba de nuevo. Una vez más, el agujero negro de la política, jalando a su centro negro y frenético y amenazando con desaparecerlo todo. Por supuesto, verdaderas tragedias sucedieron a raíz de ese momento, pero también suceden, con cada uno de estos eventos, tragedias cotidianas, más pequeñas y contenidas pero dolorosas igual. No fueron pocas las consecuencias que tuvo esa debacle política en la grabación de la película pero más allá del impacto directo, me detengo a pensar en el indirecto, en esa intranquilidad que lo tiñe todo y que nos hace sentir que avanzamos, pero con el viento huracanado en contra.

Esto es algo a lo que tristemente nos hemos acostumbrado. Convivimos con la crisis. Seis presidentes en seis años, una pandemia que enlutó a medio millón de familias, una clase política vergonzosa y carroñera, una opinión pública que se esconde cada vez más en los extremos. La pérdida, la incertidumbre, el entrampamiento, la angustia, se sientan a la mesa todo el tiempo con nosotros, muchas veces ocupando casi todos los asientos y dejando poco espacio para las vidas que protagonizamos. El famoso estado de emergencia no es solo un recurso gubernamental, es la descripción del Perú. Nadamos en el denso río de las malas noticias y solo por breves minutos alcanzamos a sacar la cabeza para respirar. El problema es que cuando lo hacemos, hay culpa. El entregarse a la felicidad, el desentenderse, el intentar aferrarte a la normalidad se siente como una traición. Si no estás activamente allá afuera tratando de apagar el incendio, por lo menos te quedarás en la ventana viendo las llamas arder.

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La escritora Katya Adaui solía publicar en Twitter fotos de plantas que crecen en los lugares más inhóspitos, como a través del cemento, y siempre acompañaba la imagen con “y la vida persiste”. Y pienso en la necesidad de que la vida persista, en todos. Que la felicidad no sea sinónimo de indiferencia, sino de rebeldía. Que dejar entrar la alegría, los logros, las celebraciones, las buenas noticias es un acto de fe. Que a veces para avanzar hay que atravesar el cemento en búsqueda de la luz. //

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