María José Osorio

Estás en tu escritorio mirando la computadora en la tercera reunión por Zoom del día. Hace ya varias horas (días, meses) que dejaste de escuchar lo que sucede. Lo oyes pero no lo escuchas. La cháchara ejecutiva, los objetivos, las nuevas políticas de la empresa que dejan sin efecto las otras nuevas políticas de la empresa, los caprichos de toda la vida, el compañero de trabajo que hace siempre chistes sin gracia, las arengas sosas, los “buena semana, equipo” son ruido blanco, son un fondo que no tiene peso ni significado. Has, además, perfeccionado el arte de estar y no estar. De participar cuando se te requiere, de poder retomar el punto en el que estaba la persona que habló antes, de seguir cocinando los mismos platos todos los días, como una máquina bien engranada, aunque ya no te sepan a nada.

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Estás pero no estás porque el costo de realmente estar ha probado ser demasiado alto. Tu cabeza, tu energía, tu felicidad está puesta en otro lado y, cada vez, vas redirigiendo más tus caminos hacia allá. Esto es lo que se ha popularizado como ‘quiet quitting’ o renuncia silenciosa. Un fenómeno que se ha puesto de moda, sobre todo, después del remezón de prioridades que nos trajo la pandemia, por la gran cantidad de gente que está optando por dejar de priorizar el trabajo, sin dejar aún ese trabajo: evitan preocuparse, invertir tanta energía en él, dejarse tocar y remover por lo que pasa ahí, cargar esos problemas como suyos, dar más de lo que se les pide o por lo que se les paga.

Están pero no están, como fantasmas a los que aún se les siente, aún mueven cosas, aún ocupan espacios, pero su presencia es cada vez más imperceptible. Esto prueba ser conveniente por varias razones: el trabajo aún paga, la certidumbre sigue ahí. No tienen que lidiar con el conflicto de anunciar una salida, ni tomar decisiones radicales, no tienen que saltar al vacío, pero sí pueden empezar a liberar espacio en el disco duro interno para aquello que sí les interesa. Un fenómeno que, por muy de moda que esté, no tiene nada de original porque es de una humanidad innegable.

La vida está llena de renuncias silenciosas porque a veces despedirse es un portazo y otras, la mayor parte, es un desapego lento, pausado, un proceso de demolición a puertas cerradas. Algo o alguien nos deja de hacer sentido en un punto y, a partir de ahí, una voz interna empieza a elucubrar argumentos, a señalar salidas de emergencia, a hacer sonar alarmas de evacuación que somos hábiles en ignorar porque nuestro siempre pánico al cambio acompañado de nuestro fiel pánico al conflicto nos mantienen estáticos.

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Entonces, en vez de salir corriendo, desenganchamos. Seguimos ahí, pero aquello que disfrutábamos, que nos hacía vibrar, que tenía forma y color empieza a perder valor y nuestra mente y nuestro corazón empiezan su proceso migratorio. Cortamos la extremidad, pero ahí queda su fantasma, aún se siente, aún tiene presencia aunque no esté realmente ahí. Nos vamos, antes de irnos. Qué tanto conviene hacer esto es una discusión irrelevante. Despedirse es un proceso complejo, a veces se beneficia de un corte limpio, otras veces el ferrocarril necesita tiempo para frenar sin descarrilar. Lo que sí: es inevitable.

Las renuncias que empiezan adentro encuentran siempre su camino hacia afuera, así estemos frente a una computadora escuchando a nuestro jefe o echados al costado de, alguna vez, el amor de nuestras vidas. Es un viaje lleno de paradas, a ratos en las sombras, y que no nos da claridad sobre cuánto demorará; sin embargo, no tiene retorno porque va impulsado por la certeza de que algo mejor espera en el destino final. //

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