Combatientes que llegan con el rostro desencajado, heridos en buscan de oxígeno libre de pólvora, aguarunas con ropas de soldados, hospitales de campaña en los cuarteles. Como telón de fondo, el peregrinaje de las madres de los combatientes no habidos. Entre el aeropuerto El Valor, el cuartel El Milagro y el poblado civil, Bagua es, en estas horas de distensión, el núcleo urbano que concentra las dolorosas consecuencias de una guerra. Somos estuvo allí
Saliendo de Chiclayo y tras permanecer siete horas sobre una carretera que atraviesa los departamentos de Lambayeque, Cajamarca y Amazonas, serpenteando entre árboles nudosos, casitas de adobe, rumores de jungla y sol abrasador, de pronto se abre, majestuosa y brillante, una lengua líquida color barro: el río Marañón. En su confluencia con el Utcubamba está Bagua, poblado que hasta el 26 de enero era un apacible enclave de agricultores arroceros. Sin embargo, desde que los cañones empezaron a tronar sobre la cordillera del Cóndor, la vida pueblerina se dislocó: raids de helicópteros artillados, cazabombarderos cruzando su cielo, soldados saturando sus cuarteles, periodistas buscando refugio en sus contados hostales. Hasta que, con los primeros heridos, la muerte empezó a llegar en oleadas hasta su pequeño nosocomio.
Ahora, ni el alto al fuego ni los anuncios de paz pueden devolverle su quietud: Bagua fue el núcleo de las operaciones militares y será siempre el corazón de las heridas de posguerra.
Buscando el milagro
Bajo el quemante sol que pareciera descolgarse desde una cúpula de acero incandescente, una apesadumbrada hilera de familiares llega desde Tacna, Jaén o Huánuco, en virtual peregrinación, para conocer la suerte de los combatientes. La “Oficina de Informaciones” es una amarillenta carpa que el ejército ha improvisado frente al cuartel El Milagro (a cuatro kilómetros del pueblo). La necesidad es la misma: hallar noticias esperanzadoras... de las cuales, sin embargo, nunca se fían. “Les damos el registro actualizado de muertos, hospitalizados y personal activo, pero los familiares no creen, ellos esperan lo peor”, dice el oficial encargado, mientras exhibe los 3.000 nombres de las guarniciones cercanas al teatro de operaciones: Chaves Valdivia, Ampama, Mesones Muro, Ciro Alegría y Teniente Pinglo.
Cae la tarde y las últimas en abandonar el recinto siempre son las madres de los soldados del cuartel de Pinglo, desde donde salió la fatídica Patrulla Roosevelt. El 27 de enero, tras recuperar Base Sur, sus treinta integrantes recibieron el fuego graneado de helicópteros y baterías enemigas. Nadie supo más, hasta el vigésimo día, cuando trece de ellos lograron salir del monte con una huella de horror en los ojos. Los que no cayeron prisioneros fueron asesinados a mansalva, explicaron. Un tajo de dolor cruza el rostro de las madres de los soldados que desaparecieron entonces. Ahí, frente al cuartel El Milagro, ven caer la noche y solo la sombra de la Luna acompaña su retorno.
Infierno verde
“Allí es fácil perderse o ser emboscado por francotiradores”, dicen Carlos Luthor y Volcán, oficiales del batallón antisubversivo 314 de Huánuco que un día, sin pensarlo, estaban rastrillando sus FAL y AKM a orillas del Cénepa. “A cada rato estábamos cara a cara con el enemigo. Pero cuando se planteaba la batalla franca, emprendían la huída. Para llegar a Tiwinza en cambio, peleamos un día y una noche. Al día siguiente, en territorio recuperado, las radios de Machala decían que Ecuador no había cedido ni un centímetro. Reímos. Pero el hambre nos mataba. Devorábamos raíces y tallos, pues los yachis (aguarunas encargados del abastecimiento) no llegaban hasta los puestos de avanzada. Una mañana hallamos a un soldado sentado en la orilla con orificios de bala en la clavícula. No podía hablar, pero lo reconocimos: era de la patrulla Roosevelt. Dos soldados de nuestra columna lo acompañaron hasta la altura que nosotros llamamos ‘Cota de salvación’, intersección entre Base Sur y Tiwinza. En medio de tantas minas, era puro sobresalto. A cada sonido lejano nos preguntábamos ¿mortero o tormenta? La respuesta era un atronador estallido. La triangulación de fuego desde Coangos, Banderas y Mirador, los bombardeos de la aviación y ese lanzador múltiple de 40 bocas del otro lado producían un terremoto acompañado de una lluvia de plomo, lodo y serpientes. Pero uno se acostumbra a comer culebras, lo único sólido que probamos. Allá no existe el tiempo, solo cadáveres y minas. Cuando salimos habían pasado 25 días. En nuestras casas deben creernos muertos”.
El cielo fue testigo
Pero la historia abarca a otros protagonistas, entre ellos, los pilotos. “Primero leemos el rosario y recién encendemos motores. Y antes de una misión jamás debes tomarte fotos. A 15 mil pies de altura, los caramelos bajan las tensiones. Para relajarnos, a veces sintonizábamos la banda HF 1000 para escuchar el duelo entre radioaficionados de ambos países. Son un chiste. Acercándonos al punto de ataque, la cabina vibra horrible. Sobre el blanco, el tiempo no corre. ¡Levanta, levanta!, grita la tripulación. Entonces el helicóptero eleva la cabeza, cae y, de cara al enemigo, descarga el arsenal. Los destellos que salen de los cerros son misiles térmicos. Hay que protegerse con cohetes Shaft, señuelos que crean falsos blancos en el aire. El problema es que tú no sabes si son realmente térmicos los misiles que vienen hacia ti”, nos dice el comandante Rayo, piloto de un Sukhoi.
“Después de cada misión entramos en un estado de shock: hemos visto a la muerte. Antes de dormir nos reunimos, comentamos las acciones, recordamos a nuestros hermanos. No quiero decirte lo que sueño”, dice ‘El monstruo del Cenepa’, piloto de 39 años que pareciera tener 50, recordando el bombardeo a PV1 mientras la Cruz Roja operaba a soldados peruanos. “La muerte es nuestra compañera. Cuando te toca, te toca. Nadie muere en la víspera”, habla mirando su helicóptero MI 25, su ‘tanque volador’ que reposa en el aeropuerto El Valor. Al sacarse el casco observa matas de cabello que caen. “Es el stress, hermano”, explica. El rostro perlado por el sudor.
La cota de salvación
“Nuestro mayor problema siempre fueron las minas”, dice el Dr. Augusto Baldoceda, uno de los médicos del PV1. “Después que explotan, los soldados ajustan la zona rústicamente y aplican un torniquete, pero tan ajustado que se necrosa y lo único que nos queda es amputar más arriba. Otros llegan con rabia por mordedura de murciélagos, hepatitis B, tétanos, hongos, micosis, luxaciones o enfermedades de poca monta. Convencer a los militares de que un soldado con dolor de muelas o diarrea necesita atención es un trabajo aparte. Para ellos un paciente es importante cuando tiene que amputársele una pierna. Antes no”. “Es que sus prioridades son: municiones, personal, alimentos y, al último, salud. Contra viento y marea armamos las carpas. Prefieren llevar un avión lleno de misiles antes que sangre y plasma”, dice el Dr. Augusto Wong, director del hospital de Bagua.
“El Ministerio ha transportado 10 toneladas, entre antibióticos, suero, vacunas, unidades de sangre y plasma. Solo en vacunas la inversión es de dos millones de dólares (cada vacuna contra la fiebre amarilla cuesta 13 dólares y se han enviado 100 mil dosis a toda la frontera). Actualmente hay ocho médicos y siete asistentes entre Ciro Alegría y PV1, lo que fue el teatro de operaciones”, explica el Dr. Ciro Ugarte, Director de Defensa Nacional del Ministerio de Salud. Además, señala que está en preparación un trabajo de salud mental. Hay combatientes bloqueados, con reacciones emocionales desproporcionadas. “Nadie que sale de la guerra puede hacer una vida normal”, concluye.
Apocalipsis No
Soldados, aviadores, médicos, nativos, deudos y familiares, se han convertido, de pronto, en protagonistas de una espantosa historia. Su relato —tenso, catártico, abrumador— con frecuencia desemboca en alguna de las variedades del llanto. En aquella densidad que inunda las riberas de sus ojos aparece, llameante, el germen del desastre, ese sentimiento de vacío que generan los comportamientos tribales, aquellos que desnudan la incapacidad humana de convivir en paz. Ese aura de orfandad imprime un conmovedor rictus en los rostros: la marca de la tragedia. Bajo aquella lluvia silenciosa solo habita el tumultuoso drama del dolor. El mismo drama que ocurre al otro lado de la frontera.
Heridas que no sanan
Deudos y familiares de la fatídica Patrulla Roosevelt
“No sirve de mucho tener un hijo héroe”, dice el padre del suboficial Víctor Minchán Infante (25), enfermero militar de la patrulla Roosevelt. En su última carta, el 5 de enero en el cuartel Pinglo, el combatiente escribe: “Nuestro comando nos encarga una delicada misión que compromete la soberanía nacional. Si algo malo me llegara a pasar, será por el amor y cariño que siento por mi Patria, mi ejército y mi familia”.
Su padre tiene una versión de lo sucedido con su hijo: “Dicen que cuando el teniente Roosevelt (los comandantes adoptan un nombre de batalla) fue herido, mi hijo rompió su polo y estaba haciéndole un torniquete. Entonces estalló un mortero. Así como él cumplió con su patria, que su patria cumpla con entregar su cadáver. Es lo único que reclamo”, señala, compungido.
En mayo de 1994, José Severo Alvarez Rojas (23) fue reclutado mientras pilaba arroz, y destinado al cuartel de Pinglo. “Dicen que caminaron tres días rumbo a Cueva de los Tayos hasta que fueron atacados. Todo lo que nos dicen es que hace 45 días está perdido. No figura entre los muertos de su patrulla, la patrulla Roosevelt”, señalan sus padres.
“Sin noticias de mi hijo, lo único que hacía era rogar por su alma. Hasta que una mañana, frente a mi puesto de fruta, apareció una enfermera de la Cruz Roja. Pensé que me traía su cadáver. Pero no: era un fax procedente de Quito con la letra de mi hijo”, dice la madre de Enrique Daniel Mires Sánchez (19), hecho prisionero en la fatídica expedición de la patrulla Roosevelt. Pero las reacciones siempre son inesperadas. “Prefiero que haya sido prisionero por su patria que prisionero de las drogas y los vicios”, dice emocionada.
El soldado Germán Caballero Bardales (28) fue reclutado en abril de 1994 mientras trabajaba como albañil y trasladado a Ampama, un frente abierto en la desembocadura del Santiago. Para su septuagenario padre, lo peor de todo es la incertidumbre. “Necesito saber si está vivo o muerto” exclama, sollozando.
Enfoque
Durante los tres primeros meses de 1995, el Perú y Ecuador se vieron enfrentados bélicamente en lo que se denominó la guerra del Cenepa. Aunque nunca se produjo una declaratoria oficial, las acciones militares se sucedieron en el lado oriental de la cordillera del Cóndor y cesaron tras la intervención de los países garantes del protocolo de Río de Janeiro. Los 78 kilómetros de la frontera en controversia quedaron finalmente demarcados con la firma del Acta de Brasilia en 1998.