Guayasamín y su último paso por Lima: a 20 años de su muerte

Su apellido significa “ave blanca volando” y su pintura reflejaba el espíritu del hombre americano. Murió hace 20 años, en una ciudad-puerto norteamericana.

(Foto: Archivo El Comercio)
(Foto: Archivo El Comercio)
Carlos Batalla

Ese fatídico 10 de marzo de 1999, cuando se encontraba con su hija Berenice en el vestíbulo de un hotel en Baltimore, Estados Unidos, Oswaldo Guayasamín sintió un golpe en el pecho. Estaba sentado en un sofá tan cómodo como el sueño que siguió al dolor.

Muy poco pudo hacerse porque ese sueño era el paro definitivo de todo. Entonces, Guayasamín pasó de ser un gran pintor a ser un verdadero héroe de la cultura del siglo XX. No es una frase gratuita. Su visión del mundo, sensibilidad cromática y estructura mental de artista estaban marcadas por una particular fuerza humana, de carácter universal y enfrentada al horror de la decadencia y la muerte.

Hombres, mujeres y niños, en sus facetas monumentalmente “picassianas” eran parte esencial de su universo pictórico. En los últimos años de su vida, ese hijo del Ecuador andino y sólido, tenía una obsesión vitalista: levantar, con sus propias manos y las de sus amigos, “La Capilla del Hombre”.

Se trataba de un edificio, un escenario gigante, de tres pisos en un espacio de 2.500 m2, ubicado en el barrio Bellavista, en Quito, Ecuador. Allí reuniría lo mejor de su creación. Cerrar el siglo XX con la apertura de ese recinto, el 1 de enero del 2000, con un legado para la humanidad era su sueño. Pero quedó inconcluso. Solo el apoyo de sus amigos logró concretar ese anhelo artístico en el 2002.

Cuando murió, hace 20 años, Guayasamín se sentía orgulloso de haber compuesto más de 7 mil cuadros. Pero su orgullo pasaba a ser disfrute con su proyecto de “La Capilla del Hombre”, donde su obra podría observarse como un todo armónico, orgánico y poderoso.

Lo precolombino prevalecería en el primer piso; en el segundo, sobresaldría el drama de la conquista española y en el tercero, la complejidad del mestizaje. Así lo pensaba Guayasamín. Con esas ideas ya en marcha llegó a Lima, por última vez, esa mañana del 7 de agosto de 1997.

El pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamin posa con el fondo de la "Capilla del Hombre" un museo diseñado por él, en Quito, en noviembre de 1998. [Foto: AFP]
El pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamin posa con el fondo de la "Capilla del Hombre" un museo diseñado por él, en Quito, en noviembre de 1998. [Foto: AFP]

Cuando vino a Lima por última vez

Tenía muchos amigos peruanos, especialmente el artista plástico Víctor Delfín, a quien consideraba un hermano del arte. En el inmenso local del Museo de la Nación, en San Borja (hoy Ministerio de Cultura), se estaba implementando su retrospectiva titulada “De la ira a la ternura”, que se inauguraría el 11 de agosto de 1997.

Al llegar a Lima, el 7 de agosto, el artista dio una conferencia en el museo. “El Comercio” accedió a él minutos antes de hablar para todos. Fue una deferencia especial de alguien que regalaba al Perú una retrospectiva tan amplia que ni en Ecuador habían podido apreciar. 

Aquella gran exposición incluía 150 obras, que abarcaban los tres periodos del creador: el primero estaba compuesto por la serie en quechua ‘Huayccañam’ (“El camino del llanto”); el segundo, la serie denominada “La edad de la ira”; y el tercero y último, “La edad de la ternura”.

En esa última visita al Perú, Guayasamín estaba muy hablador e inquieto; con la amabilidad que lo caracterizaba, pero a la vez con la concentración de todo artista frente a su trabajo reunido en una espectacular muestra.

(Foto: Archivo El Comercio)
(Foto: Archivo El Comercio)

El “ave blanca volando” andaba presuroso, intenso y voraz entre acuarelas, serigrafías, litografías y retratos, que pocas veces había expuesto. En medio de esas idas y venidas, comentó a “El Comercio” que recordaba con mucho cariño una pequeña exposición que inauguró el presidente Fernando Belaunde en una galería debajo del Puente de los Suspiros, en Barranco.

Guayasamín amaba al Perú de una forma particular. En ningún otro país extranjero sentía esa conexión emocional y cultural. Emocionado  nos contaría que en su juventud, en los años 40, vivió en Lima por más de un año y allí hizo amigos como Víctor Delfín y conoció también al escritor indigenista José María Arguedas, con quien hablaba en quechua.

La exposición en el Museo de la Nación nos revelaba a un artista adolorido, triste, pero aún esperanzado, con una gran empatía hacia la gente y las “venas abiertas” al drama humano y universal. Tantas miles de piezas concebidas en su taller fueron el resultado de una vocación que lo llevaba a pintar entre 12 a 14 horas diarias, salvo los domingos en que -confesó- daba descanso a su cuerpo y mente.

El artista ecuatoriano seguía hablando, gesticulando, moviendo las manos y los brazos como aspas de molino, mientras sus cuadros ya montados en ese museo de piedra, ejemplo de la arquitectura “brutalista” en San Borja, dejaban boquiabiertos a sus ocasionales visitantes.

Ese gigantismo humano expresionista, esa elasticidad de la figura humana tan de Guayasamín eran una mezcla de expresiones vanguardistas y del arte tradicional precolombino como el de Sechín, al norte del Perú, que el artista admitió como una clara influencia a su visión plástica. La exposición era él mismo encarnado en sus figuras y proyectando sus demonios interiores en cada centímetro de tela o papel.

Durante la inauguración limeña del 11 de agosto, Guayasamín estaba feliz. El Museo de la Nación se convirtió en su casa, pues estaba acompañado de esa vez de sus hijos Saskia y Pablo. El Perú fue suyo esa noche en que se abrió al mundo su historia personal, enmascarada en los mil rostros que dibujó o pintó.

Un año y medio después, el 10 de marzo de 1999, Oswaldo Guayasamín murió en Baltimore, en esa ciudad portuaria norteamericana que no era ni Guayaquil ni el Callao, otros puertos más amigables, más entrañables, donde quizás hubiera deseado pasar el umbral hacia el más allá.

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