Mas cuentos para leer
Disfrute enseguida de las siguientes narraciones de 600 palabras: Nadie, Hasta el día que nos volvamos a ver, Una madre herida, Una mañana y Sueños húmedos. Nadie
José levantó los puños furiosos y los estrelló contra la mesa: “¡Basta!” Ya no sabía ni quién era él mismo en esa lejanía. Estaba decidido a abandonar ese afán que lo había convertido en una sombra. El trabajo, la soledad, el temor a la policía y la masturbación furtiva sobre un inodoro común lo estaban matando lentamente. Sin entender las lenguas de esas gentes y sin derecho a estar ahí, sentía que agonizaba amordazado.
Al día siguiente, comenzó frenéticamente los preparativos del regreso. Regaló entre los otros trabajadores la ropa de invierno que jamás le serviría en Chiclayo. Separó su mejor abrigo para el indonesio, sólo en éste había confiado. Fue el indonesio, cuyo nombre no sabía pronunciar, quien lo había llevado cinco veces al bar con prostitutas.
En el regreso, lloraba en los aeropuertos por los sufrimientos que tuvo que tragarse por años sin hacer una mueca: alergias que le arañaban los ojos, fiebres que le partían el cerebro, fríos que le doblaban los huesos, semanas sin ver el sol, gritos ininteligibles de sus jefes, días de silencio abrumador. También lloraba de alegría imaginando los besos que le daría a su madre, los sabores de la comida casera, las reuniones con los viejos amigos, las fiestas en las que bailaría como un trompo.
Cuando ya la travesía le parecía inacabable, se vio frente a su casa. Su madre abrió la puerta y lo llenó de abrazos, besos y lágrimas. Ella habló por horas de los años felices de la familia confundiendo las travesuras de José con las de sus hermanos y mezclando acontecimientos que pasaron en la chacra con los que pasaron en la ciudad. No pudo darle razón de sus amigos porque los tenía confundidos con los de su padre, muerto muchos años atrás. La pobre había perdido también la sazón en la cocina y todo le salía insípido o excesivamente salado. Algo desilusionado, José salió a caminar. A los pocos minutos se sintió perdido. Había casas y edificios nuevos, los negocios eran otros, la gente era otra, el bullicio era ensordecedor. No supo como regresar a casa. Tomó un taxi: “¿Está haciendo turismo?” –“No, yo nací acá” –“No parece, habla raro”. –“¿Ya llegamos?” -“Si, sólo eran 300 metros”.
En casa empezó a leer la guía telefónica como un creyente buscando revelaciones en la Biblia. Cuando encontró a uno de sus mejores amigos en esas páginas, se calmó. Lo llamó y acordó una cita esa misma noche. Un taxi lo llevó a un bar. Entre muchos rostros desconocidos vio uno que parecía ser el de su amigo. Se dirigió con los brazos abiertos: “¡Juan Zapata!” –“Se ha equivocado” –“Disculpe”. Volvió avergonzado a la barra y esperó por cuatro horas. Creyó haber confundido el lugar o el día. Regresó a casa y llamó nuevamente a Juan: “No pude ir. Me tuve que quedar cuidando a mi hija”. En los días siguientes, llamó a más amigos pero no pudo encontrarse con ninguno. Nadie llegó a las citas porque en el camino se les malograba el auto, tenían que responder un pedido urgente de la oficina, los hijos salían de vacaciones, un familiar moría, recordaban el cumpleaños de la esposa, les robaban el celular o la tarjeta de crédito, el perro se enfermaba, tenían indigestión, se inundaba la casa o cosas así.
A pesar de sus llamadas durante semanas, no vio a nadie ni nadie lo llamó a él. Su madre igual hablaba estando sola sobre un pasado donde todo se mezclaba como en una sopa recalentada. Él seguía siendo nadie como lo había sido en el destierro.
Luis Martín Valdiviezo Arista
DNI 07216318
Hasta el día que nos volvamos a ver
El aroma a té verde recién preparado y la suave brisa de tu sonrisa me despiertan de este ensoñado verano. Marzo ya se fue y empezamos a colorear los días del señor Abril. ¿Eres una ilusión o has vuelto? Entreabro los ojos y sonrío tontamente, podría jurar que te vi hecho bosquejo entre las sombras. Despierto un poco más en esta tarde templada, te busco ansioso, te busco pero una vez más me he perdido en tu recuerdo. Hasta el día en el que nos volvamos a ver, seré feliz. Lo prometo.
En mis manos siento la textura del gras fresco, que divertido encontrarte en todo lo que toco. Diría que de tus ojos copiaron este verde intensamente apacible. De tus labios, las nubes rosadas que se mueven lentamente sobre nuestras cabezas. A las seis de la tarde es cuando más te pienso.
Uno, una fugaz mirada hace unos meses. Dos, tú y yo caminando por un camino sin un mañana. Tres, las veces que pronuncié tu nombre. Cuatro, las promesas que el invierno nos robó. Cinco, los minutos que demoramos en enamorarnos. Cinco, ya no había marcha atrás. Cuatro, debíamos volver a nuestros senderos. Tres, despedidas entre tu corazón, mi cabeza y el destino. Dos, soltando esa mano efímera. Uno, hasta el día en el que nos volvamos a ver, seré feliz.
¿Has visto como la tarde pasa entre celestes, naranjas y rosados? ¿Puedes ver esta tarde desde dónde estás? En tus ojos dejé mi sonrisa y en tu sonrisa dejé mi nombre. Nos volveremos a ver, susurraste antes de hacerte memoria, nostalgia y magia.
En mi cabeza danzan las notas musicales de tu piel, mientras el tiempo pasa a través de mí. Un milagro, tú has vuelo. Suspiro hondo, calmo la habitual taquicardia que evocas y miro alrededor: estoy solo. No has vuelto, te soñé tanto que casi te hago mentira y la creo.
Las hadas blancas me abrazan, llaman mi nombre y entre las flores me dan miel. Prometen que volverás, solo debo permanecer en silencio. Convertirme en nube y pasear con Morfeo. Sus voces a lo lejos me adormecen, la textura se hace pesada y los ojos se entrecierran de nuevo. Los colores se mezclan y se hacen noche. Soñaré contigo hasta el día en el que nos volvamos a ver.
Cansado, el doctor movió la cabeza mientras observaba a su paciente dormir con una sonrisa plácida. Llevaba años en ese delirio que solo trataban con somníferos. Ya no tenía los veinte años de cuando lo trató por primera vez, ni el cinismo, ni la rebeldía que en algún momento diagnosticaron como psicopatología. No tenía cura, solo un prolongado vivir entre sueños y realidad. Solo le quedaba el exilio en aquel asilo. Nadie lo libraría de su culpa, nadie le explicaría por qué vivía ahí o por qué aquella persona nunca volvería. Lo mantenían con promesas falsas de lo que, algunas vez, su cabeza creó. Nadie le revelaría que un frío invierno, en asesino se convirtió. Con cuarenta y cinco puñaladas le arrebató el aire a ese ser al que tanto esperaba. Nunca recordaría que aquella boca, que tanto llamaba un nombre perdido, gritó insanamente haber secuestrado y matado. El doctor acomodó su bata blanca y dio la última orden: aumentar la dosis diaria de antipsicóticos. Pronto sus familiares lo vendrían a visitar y debía tenerlo estable.
‘Hasta el día en el que nos volvamos a ver.’ –susurró el doctor antes de cerrar la puerta de la habitación 1315 de aquel sanatorio.
Sharon Enciso Figueroa
DNI 44858896
Una madre herida
Encorvada y delgada, la mujer cruzó el umbral de la puerta con los ojos clavados en el piso, casi descalza. La acompañaba otra mujer mucho más joven. Su rostro delataba una inquietud interior y sus húmedos ojos parecían dos planetas tristes. Llevaba los brazos pegados al cuerpo, horizontales y sus delgadas piernas parecían sostenerla de milagro. La hija, delgada también pero mucho más erguida, fácilmente podría haberse confundido con una niña, de no ser porque llevaba un hijo cargado a la espalda: sus rasgos mostraban una lozanía natural, su figura era ligera y su mirada penetrante e inquisitiva.
La mujer mayor me miró con consternación, tímida. Sus labios dibujaron palabras que de momento me sorprendieron: “Ya no me lo pasen, señor, por favor, porque él ya no está”, suplicaba, mientras la tristeza afloraba acuosamente en sus diluidos ojos. Sus manos se juntaron y miró hacia el techo. Sus escondidos dedos recorrieron la raída ropa que llevaba puesta y un papel amarillento tomó forma entre ellos. La hija cogió el documento y me lo entregó, desafiante, dando golpecitos con el revés de la otra mano al pequeño que dormitaba.
El pueblo entero había escuchado el nombre de Suriano Olmedo a través de las ondas radiales durante más de una semana. Se le instaba a presentarse en nuestra improvisada oficina electoral para recoger sus credenciales, se le decía que tenía que cumplir con su deber cívico, que no podía fallarle a su país, que lo hiciera de inmediato, pues de no acudir la sanción económica sería drástica y ejemplar.
La mujer se secó los ojos y me miró suplicante, una vez más. En aquel momento comprendí su dolor y el modo como cada aviso emitido en la radio repetidas veces laceraban su corazón de madre. Le dije que no se preocupara más, que su hijo sería borrado de la lista y que otro poblador ocuparía su lugar. Seguramente, media vida se le fue con el hijo muerto.
La madre agradeció, regresó su mirada al suelo y exhaló un hondo suspiro, tosió secamente mientras las primeras gotas de lluvia empezaron a golpear los tejados con fuerza. Aquella tarde y muchas más, el cielo se portaría igual, descargando su contenido sobre todos los caseríos cercanos.
Recuerdo a muchas personas de San Ignacio, que era como se llamaba este lugar, pero recuerdo sobre todo a esta mujer, arrebozada en su pañolón, tan noble y humilde, guardando la memoria del hijo mayor muerto. Jamás dejó ver sus manos, tal vez deformadas por el duro trabajo en la chacra y en la crianza de los hijos y también nietos, como es costumbre en las zonas pobres de nuestro país. La recuerdo luego, mirándome por última vez. No se me ocurrió otra cosa más que sonreírle y poner mis manos sobre sus hombros, tal vez como una amable forma de demostrar mi adhesión y respeto hacia el finado.
El cielo llorando. El cieno formándose. Yo, de pie en la puerta de aquella oficina, veía a las dos mujeres alejarse lentamente hacia el calor de su hogar. Las obras se ejecutaban con parsimonia en las calles de este centro poblado. Algunos obreros conversaban y reían, se alistaban para regresar a sus casas después de una jornada más. Algunas luces tenues se encendieron en las adormecidas calles. Un volquete se balanceó zigzagueante enderezándose luego con rapidez, levantando una gran nube de polvo que envolvió a las dos figuras de alambre que se alejaban presurosas, casi corriendo, mientras cogían sus sombreros y daban pequeños saltos al superar los charcos recién formados. La nube polvorienta desapareció luego y para siempre con ellas.
Jorge Luis Moreno Rodríguez
DNI 17870882
Una mañana
Las manecillas del reloj alcanzaron las ocho de la mañana. Un aire denso se asomaba en la ciudad colándose por los resquicios de la ventana. Contrariando la lógica, aquel mismo aire narcótico con aroma a sueño y parsimonia, despertó al hombre. Nada más abrir los ojos, sintió el ambiente enrarecido. Buscó el rastro de lo extraño olfateando compulsivamente a su alrededor. No era el mismo amanecer de siempre.
Logró ponerse en pie a pesar del escalofrío que le recorrió la espina, desde el cuello hasta la baja espalda. Trastabilló alcanzando la ventana que daba hacia la calle. Su curiosidad pudo más que el temblor helado, como de miedo, que le inundó las piernas.
Habitualmente, al despertar por las mañanas, el hombre acostumbraba descorrer las cortinas dejando circular el aire por la habitación mientras, acodado sobre el alféizar, se entretenía contemplando el hormigueo humano bajo sus pies. Pero, esta vez, la extraordinaria vista a la calle que tenía desde su departamento, en el octavo piso, se tornó estremecedora. Una inusual tiniebla se expandía de a pocos sobre el cielo de verano: una mancha gris cubría lentamente el paso de los transeúntes, borrando gestos en su marcha, vaciando de expresiones los rostros. La mancha, avanzaba a paso lento y pesado, dejando una estela de desolación tras de sí, cubriendo cada vez más espacio de cielo en aquel pedazo de ciudad.
Tras unos minutos de observar demudado lo que ocurría bajo sus pies, el hombre detuvo la mirada, entornando los ojos, en aquello que le pareció todavía más extraño: la mancha parecía detener su camino únicamente sobre cabezas adultas, sobre las personas de saco y corbata, sobre los perdidos en sus pensamientos, a esos, a esos les robaba hasta el brillo de los ojos, los dejaba inertes, sin expresión, sin hálito de vida pero vivos aún. Doblemente muertos.
El hombre contemplaba absorto esa especie de marcha fúnebre de la que solo algunos niños que andaban por el lugar y unos pocos adultos salían librados, los que no, los “dominados”, no parecían siquiera darse cuenta. Todo era muy raro para una mañana que debió ser como cualquier otra.
Desde su posición expectante, solo el hombre era capaz de ver la mancha desplazándose parsimoniosamente, borrando los gestos de los rostros, robándole el alma a las extraviadas gentes. No se explicaba como nadie allá abajo reaccionaba con terror, con asombro, ni siquiera con incomodidad ante una situación a todas luces terrible, al menos para él, como si fuese común que les arrebatasen el soplo de vida, los gestos, la alegría, como si lo que les sucedía fuera tan familiar y cotidiano como el pan por las mañanas.
Mientras la gente traspasaba las puertas de las oficinas, la mancha desaparecía junto a ellas, sobre sus cabezas, devolviendo la claridad al cielo de verano. El reloj marcaba las ocho de la mañana y algunos pocos minutos más. El olor adormecido se fue desvaneciendo, del aroma a sueño y parsimonia, quedaba poco, ya casi nada.
La mancha desapareció completamente, el hombre la vio atravesar el umbral de cada una de las puertas de las oficinas, que rodeaban el edificio en que se levantaba su departamento. La calle quedó limpia, clara, llena de luz, como la mañana de un verano cualquiera.
Al hombre, luego de haber sido testigo de excepción de la mancha (o lo que quiera que ello hubiera sido) transformando la mañana, esparciéndose aterradoramente sobre las cabezas de ciertas personas y aún consternado y con el temblor en las piernas cediéndole de a pocos, se le antojó una hipótesis: rutina – pensó –…costumbre – dijo –…frustración – sentenció –.
Erick Mavila Quelopana
DNI 41492976
Sueños húmedos
Llovía, subí las escaleras hasta el último piso donde se encuentra su estudio. La puerta estaba entreabierta; el olor a pintura mezclado con el aroma del café recién pasado, me dieron la bienvenida.
Era agradable estar ahí; me bastaba ver sus cuadros para darme cuenta la pasión que esconde en su alma, y que se esmera en ocultar bajo esa fachada de hombre frío que lo aleja de ser considerado el amante perfecto que toda mujer desea tener en su lecho.
Me estremecí al recordar sus caricias. Al principio suaves, provocadoras, sabiendo cómo despertar las emociones que están dentro de mí, y que han hecho que me convierta en prisionera de sus deseos y de los momentos que paso junto a él.
Me encanta sentir su fuerza y el atrevimiento que tiene al considerar mi cuerpo como suyo, el mismo que moldea cual arcilla entre sus dedos hasta dejarme abandonada a una pasión que enloquece mis sentidos.
De repente lo vi y me estremecí bajo el calor de su mirada. Quería quemarme y arder en las llamas prometedoras de sus manos que deslizaban el cierre de mi vestido. No podía controlar mi respiración; mis senos subían y bajaban en una clara invitación a ser besados, pero solo su mirada viajó a lo largo de mi cuerpo encendiendo la pasión que calentaba mi sangre.
Quise acariciarlo, pero con suavidad me sujetó por las muñecas alargando la tortura de no sentirlo junto a mí.
Me llevó hasta un diván donde me acomodó sin quitarme la mirada, y prometiendo un mundo que ya ansiaba disfrutar entre sus brazos.
Se alejó para esconderse tras el lienzo y empezar con una tarea que se me hizo interminable. Movía las manos mientras sus ojos me estudiaban. Yo hacía un esfuerzo por mantenerme en la posición que él me dejó, cuando en realidad quería levantarme y entregarme sin reserva a sus besos.
De pronto dejó el pincel y mi corazón se anticipó a lo que estaba a punto de ocurrir. Lo vi quitarse la ropa y caminar hacia mí. Me mantuve inmóvil soportando el cosquilleo que atizaba el deseo, pero esperando el momento de fundirme en su piel.
Sentí sus labios sobre los míos y nos enredamos en una hambrienta batalla que apagaba la conciencia. Se acostó sobre mi cuerpo y sentí su pasión que igualaba a mis ganas de convertirme en parte de su alma, pero él volvió a torturarme mientras deslizaba sus labios por mi cuello hasta detenerse en mis senos. Los mordía y los rozaba con suavidad como queriendo ser perdonado por esa caricia que lejos de dañarme, me producía placer.
Con sus manos trazó un camino de fuego que terminó bajo mi cintura incitándome a moverme hacia él, ahogándome en el calor de sus caricias hasta lograr que estallara cual relámpago en medio de la noche.
De pronto abrí los ojos y vi la pasión filtrándose por su mirada; había llegado el momento de traspasar la barrera hacia la dimensión donde el deseo muestra su poder en medio de gemidos.
Su cuerpo cubrió el mío y juntos continuamos en la loca carrera hacia la cúspide, en un movimiento que lejos de calmarnos avivaba nuestras ganas. Parecía un sueño estar así, sintiendo su peso, su excitación, su aliento mezclándose con el mío. Quise gritar su nombre, pero entonces desperté. Estaba sola en la habitación, pero con el recuerdo de ese hombre que me hizo reparar que aún respiro, y que debajo de mi piel sigue viva una mujer que desea que la besen, la acaricien y la amen como si fuera la primera vez.
Pilar Cueto.
DNI 10316723.