Otros cinco...
Ahora van las siguientes historias: “Transgresión”, “El escritorio”, “Sin título”, “Relato de pórtico inconcluso” y Roberto Carlos”…Gracias a todos los lectores y lectoras que nos siguen enviando sus historias de 600 palabras.Transgresión
Iba la niña, hecha un regazo, y colindaba con las dos fuentes oscuras y viejas del patio otoñal, el vestido liso y planchado enternecía aún más su seriedad inocentada. Caminaba pisando y disfrutando de los sonidos de ruptura de las hojas, era tan pequeña que sus soplidos podían mover levemente algunas de ellas. Salía primera de todas, no porque no le gustara las clases que llevaba, lo hacía con el temperamento trascendente del talento, lo hacía por el disfrute con su primeriza autonomía. Llevaba una flauta dulce en la mano derecha, porque las otras estaban ya guardadas en sus estuches, los cuales su padre tenía cargados, y la llevaba consigo porque sabía que era su acompañante, su amiga, su comienzo.
Al costado de la pileta, muy pegada a ella estaba un banquillo empapado, Clara esperó allí mientras comenzaba una pequeña melodía. Cerraba los ojos y tras las delicadas largas pestañas intuía el cuerpo de la música que la abrazaba. Estuvo poco tiempo así, y un golpeteo sordo quebró su solaz, inmediatamente abrió los ojos y frunció el ceño intentando hacerle notar al viento que se habían metido con su eternidad, tenía la determinación de saber qué ocurría para denunciar la falta de respeto. Entre esos inconscientes dubitares, aún más cerca se rompió un gemido aterrado, se escuchó un ladrido de perro, se escucharon más perros y más perros. Esta segunda vez no tuvo silencio, continuó constante con altibajos alarmantes, continuó acercándose.
Clara no tenía reparo en pedir ayuda, ella quería encontrarse con sus infractores, hacerles un puchero intenso y con todas sus fuerzas, quería enseñarles su flauta y dejarlos sin habla para que nunca más interrumpieran su música y la de otras niñas. Se levantó decidida y con el vestido humedecido, se paró cruzando las manos a esperarlos para que no se le escaparan, ella no tenía miedo.
La turbación se apocó de manera misteriosa y los perros ante la ausencia ya no se percibían. Clara sabía que querían engañarla, que se estaban escondiendo de ella y de su flauta. Decidió utilizar una trampa para que volvieran a aparecer, se entregó la flauta a la boca y comenzó a tocar la melodía que más le gustaba, cerró los ojos con intención, y casi sin ella saberlo, en unos segundos empezó a olvidar por qué estaba soplando de nuevo y su cuerpo de un lado a otro, suavemente fue bamboleándose en una mecida angelical.
Su padre, dentro del conservatorio, absurdamente no había oído nada y hasta esos momentos recién acababa de conversar casi flirteando con la maestra. Aún con la ensoñación de su interludio deslizó la puerta del pasadizo, sabía que Clara jugaba con las hojas, las otras niñas jugaban en el salón principal. En ese preciso momento los disparos arremetieron contra los ventanales y las esquirlas lo atacaron rápidamente, vio su cuerpo instintivamente y casi de manera simultánea su hija brilló rojamente en su pensamiento.
En ese exacto segundo, Clara continuaba en su propia ensoñación y no tuvo ni siquiera la oportunidad de sacar la flauta de los labios, detrás de ella fulminaron las balas, una rosó su oído y la desvaneció, cuando abrió los ojos estaba cayendo y en ese caer su muerte estuvo intimada por la perforación de la flauta al tocar el suelo. Y tarareaba con soplidos lentos, molesta aún, intrigada por su falta de fortaleza, y llegó su padre, y quiso, ahora sí, pedir ayuda, y un líquido adentro de ella no se lo permitía, sintió dolor, angustia, no escuchaba, suspiró y los ojos de su padre fueron lo último que pudo comprender. Ta, ra, ra…ta…tt.
John Santillán Astecker
DNI 47523018
El escritorio
El escritorio que descansa en la biblioteca de la casona como sobreviviente de otro siglo, tiene su historia. Fabricado en cedro puro había pertenecido a la familia desde que el bisabuelo Antenor, en uno de sus tantos ires y venires, lo instaló de una vez y para siempre frente a la ventana colonial de la habitación atiborrada de libros. Viajó en barco desde Castilla, abandonado un tiempo a su suerte cuando su primer propietario falleció de amor en aquella mansión desolada que lo vio nacer. Luego de que el estado se ocupara de la mansión, destinaron los muebles como mejor pudieron. Algunos estuvieron en remate y fueron a dar a nuevas manos, como el camastro antiguo, ideal para parejas recién casadas que buscaban complicidad bajo los tules. Sin embargo, el escritorio del bisabuelo no corrió con la misma suerte. A un primer vistazo, decretaron que estaba inservible, pues la rémora de los años y el descuido de los últimos tiempos, cuando el amo ya no se sentaba a escribir cartas a su amada, le había dejado sellada la etiqueta de trasto sin oficio ni beneficio. Así pues, el mentado mueble con su deplorable estado fue a parar a un botadero a las afueras de la ciudad, hasta que una mañana afortunada una curadora de antigüedades lo descubrió. Asombrada ante su hallazgo lo rescató de la inmundicia donde se encontraba, comprobando la belleza de sus curvas, el tallado en la madera, la espaciosa superficie, sintiendo en sus manos que el mismo clamaba por ser rescatado. De tal manera que al poco tiempo de entregarle su absoluta dedicación, el escritorio había regresado con gloria a su esplendor de antaño.
Yo había escuchado desde niño la historia del escritorio del bisabuelo Antenor, y de cómo negoció el trueque de su vida al dejar a cambio unos telares de dudosa procedencia santa y un anillo con un único rubí, herencia por parte materna, para que la curadora de antigüedades le entregara el objeto de su deseo. Desde que llegó a la casona, cumplió las mismas funciones de antaño, ser cómplice silencioso de incontables cartas de amor. Primero entre el bisabuelo y Madame Marchant, de quien supimos después de su muerte, pues apareció al velorio del viejo como una sombra imprecisa a la que no fue necesario interrogar, pues su discreta presencia y su aire de naufragio nos delataron su condición de amante en duelo. Llegó a darle un silencioso adiós, se lo debía, pues ella ya tenía la certeza de que Antenor, se venía muriendo de a pocos cuando le espetó por escrito en su última carta que se acababa todo, que se olvidara de ella y de todos sus encuentros clandestinos.
Igual suerte corrió el abuelo Marcial Antenor, cuando la ausencia de mi abuela Matilde y su inesperada muerte en tierras lejanas mientras visitaba a una pariente , lo fue consumiendo lentamente y se fue balbuceando el nombre de su amada con su último aliento de vida. Mi padre también murió por amor, aunque su caso fue aún más triste ya que mi madre no respondió ninguna de sus cartas en las que él le pedía que lo perdonara, que volviese. Y yo, querida Leonor, miro el mueble y pienso que nada me salvará de igual destino. Que esta angustia que me oprime el corazón y me impulsa a poner en un papel lo que tu presencia provoca en mí, determinará el curso de los días que me quedan de vida. Acepto pues, las consecuencias de mi osada determinación y con mano trémula dibujo con la pluma mi sentencia, una palabra, tu nombre.
Paola Anahí Alcántara Ramírez
DNI 18132730
Sin título
Espíritu Champuñihua era un joven que estaba atormentado por la vida que tenía, siempre maldecía sus raíces y a su familia, cada mañana despertaba con su amargura sobre el hombro, sus padres ya no sabían que hacer, no hablaban con él, pues todo lo tomaba mal y siempre terminaba peleando.
Un día, agobiado por lo mismo, tomó una drástica decisión. Cambió de actitud radicalmente ya no era el insolente malcriado, se portaba bien y no rezongaba de su origen. Adquirió tal confianza que se encargó del negocio familiar, lo administraba y no rendía cuentas, pues ciegamente los padres lo apoyaban y estaban felices – ¡un milagro! – decían – ¡Dios nos ha escuchado! – era la noticia del momento; lo que no sabían era que Espíritu tenía malévolos planes.
Los mantuvo engañados unos largos seis meses aproximadamente hasta que, cierta tarde se acercó muy cariñoso hacia ellos, los besó y les pidió que firmarán unos papeles, sin pedir explicación ni mucho menos leer el contenido así lo hicieron.
Con el papel en la mano, salió casi huyendo de su casa, llegó a la esquina – ¡por fin!, ¡por fin! – sobrexcitado – ¡soy libre! , adiós a este mugroso barrio, adiós a esta gente – acercándose a su casa y calmado ya – adiós mamá y papá, Espíritu Champuñihua, su hijo, ha muerto hoy – diciendo esto, volteó y con la mirada altiva se alejó.
Espíritu había logrado cambiarse de nombre y apellido, sus padres sin darse cuenta firmaron la autorización. Ahora no era más Espíritu sino Enrique y su apellido que tanto odiaba lo cambió por Miranda de los Álamos, pomposo como a él le gustaba.
Dueño de una nueva vida y con el dinero que le sobró de lo que sustrajo a sus padres cambió de universidad pública a una privada; cuanto soñó se volvía realidad. Sin embargo, como dice el viejo refrán “todo lo que se hace en esta vida se paga”, Espíritu estaba a punto de pagarlo.
Pensó que con su apellido “pituco” y facha de niño “bien”, todos lo aceptarían, pero fingir algo que no era, le estaba costando, no compartía los mismos gustos que los demás, sus ganas de figurar lo hacían más antipático, se volvió más colérico e irritable y nadie quería estar cerca de él. De nada le sirvió el cambio, su verdadera naturaleza, su verdadero yo salían a relucir; no era dónde había nacido o qué nombre le habían puesto, no, era él, por dentro estaba podrido, sucio, lleno de odio y resentimiento por no aceptarse tal cual, por no hallar la forma de sobresalir por sus méritos y no por lo que tengas o quien seas. Pero Espíritu no lo quería aceptar y siguió por el camino errado.
Hasta que un día cuando se disponía a tomar su lugar en la clase, las miradas de todos se dirigían hacia él – ¿qué pasa?, ¿por qué me miran así? – se preguntó – en eso, un compañero se acercó y le entregó un periódico – no dijo nada, nadie dijo nada, todos salieron y se quedó solo –. Al leerlo, fue tanta la impresión que Espíritu cayó al piso desmayado.
Desde ese día, Enrique Miranda de los Álamos murió como apareció y de Espíritu Champuñihua nada se llegó a saber, pero semanalmente en la tumba de Isidora y Euclógenes Champuñihua rosas blancas se ven siempre con la misma nota: “A quienes me dieron la vida y no les pude agradecer; a quienes me dieron amor y no les supe corresponder, a quienes me dieron este nombre y apellido bendito del cual no me pude enorgullecer. El camino es corto y mi cruz es pesada. Perdón”
Mary Angélica Mendoza Zegarra.
DNI 30677274
Relato de pórtico inconcluso
Inventé el relato. Boqueaba fondo, alertaba el huevo, la forma emergente del pez hacia la boca abrevadera, aguas salvajes abajo, recrudeciendo la marina ecuestre, a sordas horas caminantes. Pero al fin lo inventé. Y el desliz de su existencia maquina una oscura puerta hacia el fondo de los fondos que a círculos ancestrales se remiten. El rugido pantanal avispero del cerdo gigantesco, la lunar colada por extinto. El cobro que la negritud abismal representa. Al borde ciego del pozo, argentada me recriminaba desfases solares traslapados por único eclipse posados bajo las aguas (qué húmido descaro), vicios pasados, recuerdos aquellos que hube desarenar con ayuda del órfico, centenario marciano viniendo a posar su mano sobre el piano de cola, cada núbil rareza que el tiempo descendía a manera de cal y lluvia cantada sobre lomas plantadas de campanillos de anchas hojas interceptando la niebla entre mis manos. Ahora él me enseña el juego de los relicarios de arena despojados sobre la palma que la tranquilidad traduce para los pórticos del alma rasgueada, una viola deseosa de volver a su ruedo de truhanes cantores, a sus fuegos de artificio derramando un ojo ebrio de toro ahí abajo, plantados alrededor de un olivo achacoso en el parque ebrio que el claror delimita sobre tantos distraídos. Hospicioso aquel juego, meter un barquito en un pomo cerrado. Él acaba con las dunas que mi mano levanta, galopante, reptílea, al batir corriente con tan sólo un soplo vengado. Y la matinal presencia recójese apenas abro los despojos de todo lo recobrado por inútiles intentos insomnes, que es lo que más se sacraliza en lo de desmitificar sombras abyectas por acción ficcionada de formas deslizadas, en inútiles palabras que el viento constelado sopla. Del negro abandono. Unas veces me reclino por la izquierda; otras, será diestro avistar la presencia del reclinado de nez a la ventana cerrada pegado. El noctámbulo entraña un extraño amor filial por quien lo degollaría tan presto sea descubierto, por la ánima hermana que lo pondría a los obrajes, por los cuales se recriminaba una vastedad indígena que de tanto llorar cundió de entierros fulgentes los rincones gentiles de las tapias. Pero mantiene la ciega maquinación de caballos emergidos del tricornio dorado, sirviente, desoír coralinos cabellos ante miasmas marinas, ni bien uno se desbarranca a ojos vistas de aquella rareza que el Pasamayo mendicante de bostezos brinda a los viajeros. Él ruge, pero dentro [mar], esa fuerza implica que el fadó femenino nos arrastra en sus quimeras. Hasta que obedecemos al sueño inconcluso que las mareas devuelven, hasta que somos arrullados por el truhan pitido de la voz que endulza hasta perder el quicio aterrador de cerebros estallados. Eso sí, las islas responsables de la triada ecuestre aditamentan tomitos en cada unos de los rincones a los que se viaja, si proclive es arrastrado el extraño hasta sus mismos duendes inspiradores de anillos con gárgolas circundados, en lo que va recrudecer el fortín de los aquí pegados, estatuas vampirizadas empedrando un caleidoscopio que la música bravía enloquece. Mientras, sólo mientras, la oficiosa, súcuba tarea (a horcajadas, cola de pez a un lado) de la sirena, riega sobre el marino durmiente su pálida figura que multiplicará en su simiente, coralinas huestecillas de hipocampos luminosos. Para ese entonces la marea habrá combado su hora azul sobre los párpados del mundo, lejos ya del quicio u osario que los pantanales representan. Hacia la memoria de las aproximaciones aforísticas del relato que hube deslizado bajo la ranura de una puerta abriéndose a la sombra del faro extinguido. Entre las luces negras del espanto.
Jack Farfán Cedrón
DNI 26698087
Roberto Carlos
Yo habría tenido unos 14 cuando ellos llegaron a mi casa. En nuestra chacra había harto trabajo por hacer, como por ejemplo replantar los pastos y replantear nuestras buenas costumbres. Serían unos ocho hombres, los recuerdo casi iguales, entre zambos, cholos y blancuzcos, todos machacados por la vida y calcinados por el mismo sol a falta de todos los factores de protección, el solar incluido.
Llegaban en micro todos los días a la misma hora, como a las siete de la madrugada y muchas veces yo legañosa, flacucha y en pijamas les abría y los hacía pasar. Algunos iban cabizbajos y tristes, algunos felices mostrándome todas las carencias en sus dientes. Al principio me sentía rara con tan distinguida compañía, después los llegue a querer.
Dios bendiga a mi madre y su filosofía de ´ya-que-chucha´ y sus prodigiosas manos para la cocina de batallón. Porque en mi casa se cocinaba en ollas gigantes incluida la del perro que entre carajos se servía por qué porque pues ella tenía que ser la encargada de tener toda la chamba encima siempre. En su infinita sabiduría mamá nunca nos enseñó a poner un solo tenedor en la mesa, mucho menos a hervir agua, en el fondo sé que quería una vida distinta para nosotros. Y lo logró, hoy fácilmente mis hermanos y yo de ser dejados a nuestra suerte podríamos morir de hambre.
Decía que los enfermos adictos en vía de rehabilitación llegaban puntuales a mi casa y a medida que pasaba el tiempo observaba como ellos se volvían una familia cada vez más unida –mucho más que la nuestra- y cómo tuvieron la generosidad de acogernos en ella.
Cuándo mamá llamaba a la tropa a la mesa para almorzar, nos sentábamos todos, nosotras comíamos lo normal y a ellos se le servía un cerro, un plato de sopa con sémola y cuatro panes a cada uno que devoraban casi sin dientes. Recuerdo con alegría esas tardes de verano, entre risas y bromas y las anécdotas más insólitas que incluían la muestra de cada una de las cicatrices que habían adquirido en las calles o en Lurigancho cuando estaban presos de la vaina esa. Algunos mostraban sus heridas con arma blanca, otros de bala, uno nos enseñó una vez que no tenía dos costillas y como si se tratara de un cristo frente a Tomas nos hizo meter los dedos en ese enorme hueco. Alardeaban así de las heridas de guerra, cada una contaba una historia de sobrevivencia y terquedad. Cada una era para ellos un milagro y una oportunidad de agradecer a Dios por un día más en este valle y en la chacra también.
Pero al que recuerdo con mayor cariño es a Roberto Carlos. Un cholón simpatiquísimo y macizo, desdentado y chistoso como sólo él. Era la felicidad andante, uno de mis héroes sobrevivientes favoritos y llevaba el nombre de uno de mis cantantes preferidos de la niñez. Inocente yo. Una vez entre bromas todos le decían Roberto Carlos y el hizo un ademán con la mano. Pregunté ¿qué es eso?. Volvió con el ademán cerrando dedo por dedo. Roberto Carlos me dijo en simultáneo. Roberto Carlos chiquilla…Ro-ber-to Car-los, de Robar. Yo me dedicaba a robar, Roberto Carlos es mi apodo. Me quede helada y después no me pude parar de reír.
No pare de reír hasta que el buen Roberto como nos había confiado una vez, le pedía todos los días a Dios no volver a caer y que si volviera a hacerlo tuviera el buen tino de llevarlo a su lado. El buen Dios así lo hizo, cuando Roberto se convirtió en una mini noticia 10 años después, de un asaltante encontrado biblia en mano, muerto de bala en un barrio de La Victoria.
Susana Luna Victoria Montes
DNI 10058605