Otros cinco relatos
La segunda entrega de Un cuento Dominical, con los relatos de 600 palabras enviados por nuestros lectores y lectoras. En este bloque van los cuentos Un día de sol, La niña, Tres cuartos, Sin retorno y Al filo de la hora. Sigan enviándonos sus historias. UN DÍA DE SOL
A Jazmín
La vi llegar desde lo alto del torreón de vigilancia. Destacaba del resto de chicas por su porte estilizado y su rostro de ángel. El sol reverberaba en su castaña, lacia y larga cabellera.
Fue una de las primeras en salir de los vestidores. Se había puesto un bikini celeste. Alrededor de la breve cintura tenía atado un pareo de múltiples colores. Tenía tatuada una rosa roja de espinudo tallo debajo del ombligo.
Tendió su toalla sobre la perezosa, embadurnó su lozana piel con crema bloqueadora, se puso unos anteojos oscuros y unos audífonos y se echó de cara al sol. Sus pequeños senos parecían querer derribar al rey del verano. Los pétalos de la rosa se abrían y cerraban al compás de su respiración.
Las chiquillas se pusieron a jugar a Miss Universo.
–Ven, Ilse –la llamaron–. ¿A ver quién es la más linda?
Se llamaba Ilse. Il-se. Ilse, Circe, cisne: un nombre musical.
No hizo caso al llamado de sus amigas.
Mientras las otras se metían a la piscina o conversaban debajo de las sombrillas, Ilse parecía estar en otro lugar. ¿Qué pensamientos ocuparían su mente? ¿Qué mundos visitaría con la imaginación?
Parecía una bella durmiente. Una Julieta. ¡Despertarla con un beso!
Ninguna novedad en la piscina. Era un día tranquilo.
Ilse pareció despertar de su letargo solo para darse la vuelta y poder recibir las caricias del sol en esa espalda que parecía ser un vasto desierto dividido en dos por un río de celestes aguas. El Nilo cruzando el Sahara. Navegar en ella.
Hasta que al fin sintió el llamado de la piscina. Se puso de pie, se despojó del pareo, se quitó los lentes y los audífonos y se arrojó al agua. Cruzó mares, se hundió en busca de perdidos tesoros y al fin emergió a la superficie en busca de aire. Parecía Venus naciendo.
Volvió a la perezosa. Bebió un trago de su botella de agua Cielo.
El sol lamió el rocío de su piel. La rosa había perdido color.
Parecía tararear una canción. ¿A quién escucharía? ¿A Lady Gaga, a Justin Bieber?
Sus amigas se habían olvidado de ella. Ilse parecía ser la última habitante de un planeta en extinción.
Varios minutos después, volvió a ponerse de pie, se quitó los audífonos y anteojos y caminó hacia el trampolín.
Subió. Un peldaño, otro peldaño y otro peldaño hasta casi tocar el cielo con las manos.
Allá, en lo alto, parecía una estatua de bronce recién sacado de su molde.
Extendió los brazos y se lanzó en picada como un arpón sobre el lomo de Moby Dick.
Hizo unas cuantas piruetas en el aire antes de hundirse en la piscina. Buceó, nadó de un extremo a otro, chapoteó, flotó.
Volvió a salir chorreando agua. La rosa se deshacía en su vientre.
Se echó de nuevo sobre la perezosa de cara al sol.
Allí estuvo hasta la hora en que el sol perdió vitalidad y la rosa se marchitó. Agarró su toalla, entró a los vestidores para cambiarse, salió y se marchó con sus amigas.
Harol Gastelú Palomino
DNI 07685897
La niña
La vimos apoyada en una esquina, raquítica, pobre en años de vida y lujos. La niña, porque aún lo era, no esperaba solo la noche, sino también al hombre, que son todos los hombres, para irse con él, con ellos, a una pestilente habitación de hotel y vender unas cuantas caricias, suaves y frías, nacidas de un ridículo histrionismo que muchos creían o querían creer verdaderas. Pasamos a su lado y alcancé a verle el maquillaje; excesivo teniendo en cuenta el pequeño rostro, los tímidos ojos, la fragilidad de la boca. Su dignidad no era como las otras; en ella podían postergarse los pudores, los miedos, los peligros, los escenarios. Ver a un grupo de cinco hombres caminando muy cerca de ella no hizo que moviera un solo pelo, que sus pupilas se apartaran de la avenida principal, de cuya lejana y parcial oscuridad podía avistar sin problemas las luces de los autos, los perfiles de los hombres afanados por alcanzarla y poseerla. La dejamos atrás y un impulso desconocido me instó a voltear y alcanzar a verle solo la nuca, las finísimas piernas y la diminuta falda. Un taconeo nervioso contra el piso me hizo suponer su apuro, su irrefrenable necesidad de moverse de la esquina, de salir a la conquista de la sensualidad y el dinero, ese que le faltó desde siempre y con el cual compraría sabe Dios qué cosas.
Caminando lento, masticando un chicle, mirando de cuando en cuando un reloj pulsera de plástico color rosa, la niña pasó delante de la mampara del bar a donde habíamos llegado media hora después de verla en aquella esquina ennegrecida, de admirarla con cierta piedad. Su gesto era el mismo: algo cínico, tierno, impaciente. Me distraje de la niña y su andar cadencioso, admirando la nube gris que empezaba a formarse sobre nosotros, respondiendo a una broma que hicieron sobre mi corte de pelo y su efecto adverso para con las mujeres, para con la sociedad entera. De pronto un golpe seco y un grito hicieron que nos detuviéramos y dejáramos por unos segundos nuestros vasos, nuestras bromas deleznables, y casi nos obligó a que viéramos perplejos hacia la calle. Entonces vi a la niña semidesnuda, despeinada; me desgarraron los oídos sus gritos, afónicos y como ahogados en llanto. Un tipo, desde un auto amarillo, alargaba un brazo velludo y la jalaba con fuerza, se aferraba a duras penas de sus hombros huesudos, de la diminuta blusa que cubría su débil torso y el escaso busto. Acorralada como un pequeño animal salvaje, la niña, desesperada y sin ayuda, mordió la mano del tipo y echó a correr, pegada a la pared y sin zapatos, desapareciendo en la infeliz noche, iluminada apenas por la luz ambarina de los postes y mojándose con la garúa mediocre de la ciudad.
—Tranquilo, viejo —me dijo Arturo, sentado a mi derecha, observándome ofuscado—. Volverá en una o dos horas, como si nada hubiera pasado. Así son estas polillas; cada vez las hacen más niñas, menos débiles.
Salimos del bar ahogados en alcohol. Arturo, embrutecido por el exceso de cerveza, me palmeo la espalda y dijo:
-¿Lo ves? Solo una hora. No bastó más.
Apoyada de nuevo en la esquina, mirando despreocupada su reloj pulsera color rosa, la niña esperaba cubierta por la noche, acercándose a uno, dos autos que pretendieron hacerse de ella. Con el aplomo aprendido quizá en casa o en la calle, se subió por fin a un auto rojo, algo viejo. Lo último que vi de ella fue la manera curiosa que tenía de acomodarse el pelo.
JRL
DNI 44215560
Tres/Cuartos
Cuarenta y cinco minutos lleva Mihail observando esa maleta de cuero caqui que yace sobre una de las bancas del andén. En la estación no se escucha más que el murmullo de una escoba lejana que limpia el metro de París. Tarea absurda pues, al día siguiente muy temprano en la mañana, estará igual de sucio que todos los días. Hace cuarenta y cinco minutos, los vagones de las enormes serpientes preñadas de los hijos de la Marianne descansan juntas en sus cuevas Porte Clignancourt y Mairie de Montrouge. En las paredes de hospicio antiguo, que protegen a Mihail del frío en el andén de la línea 4 de la estación de Châtelet, el DJ Bob Sinclar promociona unos audífonos con la cara garabateada por algún joven anticonsumo.
El silencio es roto abruptamente por carcajadas que provienen de algún lugar de la laberíntica estación Châtelet pero Mihail no las percibe. Está obsesionado con esa maleta que lo espera, serena, cruzando las vías. Ha olvidado cerrar el estuche de su viejo violín Cremona en el que descansan, casi olvidados, los 5 euros que ha ganado durante el día y que no le permitirán dormir en otro lugar que en las bancas de fibra de vidrio rojo de la estación.
Mihail, nervioso, se acomoda una y otra vez los mitones descosidos con sus largos y arrugados dedos que han comenzado a pelarse a causa del frío parisino. Quiere ir por esa maleta pero un viejo recuerdo lo presiona contra el asiento. Ni siquiera se acuerda de pestañar a raíz de este debate interno que no le permite pararse y revisar por fin esta maleta que podría contener foie gras, un Stradivarius o quizá muchos vinos. Mihail se incorpora. Aún no ha cerrado el estuche y attention Mihail. Nuevamente toma asiento. Vuelven esas imágenes del día en el que, privado de su libertad, perdió su antiguo violín cuando la policía lo llevó a la comisaría por haber recogido una cartera olvidada en la estación Saint Lazare.
Allez Mihail. El Reloj de la empresa de transportes parisina anuncia, ya, la 1 de la mañana. Ha pasado una hora desde que alguien olvidó la maleta cuando el violinista decide ir por su presa. No hay policía a esa hora. Esta vez nadie se lo llevará y podrá tener entre sus manos todo lo que está en la valija. Regalo de un Dios en el que Mihail dejó de creer hace mucho tiempo. Un Dios al que, sin embargo, luego de algunos vinos, le reprocha el triste desenlace de su vida.
Sube las escaleras del puente que lo lleva al corredor donde se toman los trenes que van en sentido contrario. Allí descansa hace varios minutos la maleta. Luego de tanto vino no se siente seguro y ha preferido no arriesgarse a sortear el hueco de metro y medio por donde pasan los rieles. Mientras cruza el puente que une los andenes de las dos direcciones se percata de las risas que antes no escuchó. De pronto, tres jóvenes inundan con sus voces la silenciosa y fantasmal estación. Gorras de colores, chalecos gruesos y jeans remangados. Están en el andén donde dejó su Cremona de segunda mano junto a sus inseparables cachivaches. La sensación de impotencia le resulta terriblemente familiar y aunque apresura la marcha, las tres botellas de vino que tomó esa tarde le dificultan la tarea. Piensa saltar desde el puente pero no se atreve.
Los jóvenes cogen las pocas monedas y patean violentamente el estuche del viejo violín hacia las vías del metro. Uno de ellos toma el Cremona y lo observa algunos segundos con indiferencia. El tercer joven ve a Mihail y grita advirtiendo a sus amigos de la presencia del violinista que tropieza en los últimos escalones antes de llegar al andén. Los tres chicos se echan a correr con los 5 euros y el viejo Cremona. Debajo de las amarillentas partituras de violín ha sobrevivido una botella con tres cuartos de vino tinto.
Ricardo Sarria Gomi
DNI 43244827
Sin retorno
Abrió los ojos con las ganas de quedarse en la cama y continuar durmiendo… no pudo, caminó hasta la puerta, el frío intenso paralizó su cuerpo negándose a dar un paso más hacia “el baño”, un destartalado cubil que cubría el silo donde deseaba dejar su vida miserable y olvidar que estaba cerro arriba, en medio de la nada, con la persistente garúa y el frío despiadado que corta el cuerpo como un cuchillo que no tiene filo.
Se lavó con el agua casi congelada y corrió a la casucha de esteras y plásticos para encender la cocinilla y calentar agua para el té, buscó pan y sólo había uno, el hambre lo mataba pero al mirar al camarote su corazón se estremeció y un nudo en la garganta le impidió tragar la saliva, dos niños dormían acurrucados uno contra el otro abrigándose del frío invernal.
-¿Qué esperas que no te vas, tan tarde y no sales todavía?- La voz de su mujer, la que alguna vez le había prometido pelear juntos en la vida pero con el pasar de los años lo único que aportó fue su mal humor, fastidio por la situación en la que vivían, molestia por los hijos que cuidar, atender y sobre todo por el dinero, que nunca alcanza, dinero que lo obligaba a trabajar en dos turnos haciendo taxi y colectivo de cono a cono en esta Lima decadente.
-Sí, ya me voy- -Déjame dinero para la plaza- -Ayer te dejé 10 soles, era para dos días- – ¿Acaso que va alcanzar para comer los cuatro, ¡Ah!?- grito, él sólo la miró, vio que los niños despertaban, guardó silencio, tragándose la ira se les acerco los beso, acarició y arropándolos tuvo esa rara sensación de dolor y tristeza en el corazón; metió la mano al bolsillo y sacando diez soles los dejó en la mesa.
El dinero era para comprar una muñequita flaquita y ese camioncito rojo que sus hijos le habían pedido el domingo, hoy… un día frio, triste, en la que pensaba mucho en su madrecita fallecida, los compraría al fiado.
-Buenos días don Carlos.- -¡Muchachón!, ¿y esa carita de preocupación?- -Nada don Carlos problemas de siempre, dígame ¿todavía tiene la muñequita flaquita y el camioncito rojo?- -¿Los quieres?- -Sí don Carlos, se los pagaría al regresar ¿puede ser?- Don Carlos lo miró, sabía todo el infierno que tenía en casa -¡Claro muchachón! Me pagas cuando puedas- contestó poniéndolos en una bolsita negra.
Con la esperanza de ver la felicidad en sus niños, corrió a sacar la “combi” para empezar otro día y con la bolsa en la mano se dijo a sí mismo… vale la pena vivir.
–“Causita” ayúdame con un par de vueltitas- -¿Conseguiste los juguetes para tus enanitos?- -Sí “Causita” al crédito.- Estaban esperando que cambiara el semáforo a verde. -No hay problema “manito”.- El semáforo cambió de rojo al ámbar, -Mis enanitos se lo merecen, sacaron buenas notas esta semana- la luz paso de ámbar a verde, -No sé cómo haces pero tus hijos te adoran “manito”- Se sonrió para sí… un sonido infernal de claxon lo trajo de sus pensamientos, puso primera y avanzó lentamente… ¡de pronto sobre su izquierda vio una mole naranja que venía contra él! Una fuerte explosión y luego todo iba en cámara lenta… en silencio; su cuerpo dio contra el techo, la bolsita negra salió volando por la ventana… el camioncito rojo y la muñequita yacían tirados sobre la pista entre los vidrios rotos… todo se hacía borroso… -¡Madrecita… madrecita…!- -¡Mi muchachón! Ven conmigo- -Madrecita… dame tu mano- -Tómala hijito…-.
Fernando Esteban Zenteno Ríos
DNI 10374140
Al filo de la hora
Faltan 30 minutos
Exactamente queda media hora para que ataquen. Según el plan, entrarán por la puerta trasera, la que colinda con la pequeña habitación, ahí donde el General lleva a sus hembras para divertirse. Justo cuando esté con uno de ellas daremos el golpe decisivo. Ese huevón ni se dará cuenta; además, le mandaremos una de las chibolas más ricas de la ciudad; así como le gustan al adefesio.
Ella sabrá lo que tiene que hacer durante el tiempo que permanezca en el lugar; pues ya lo hizo en ocasiones similares y esta, no será la excepción.
Faltan 20 minutos
Han transcurrido casi diez minutos y yo aquí bañado en sudor hasta los calzoncillos, mis piernas están adormecidas por la posición, ni las puedo mover. ¡Carajo! que estarán haciendo los demás en el jardín de la casa, seguramnete están reptando hasta las ventanas de los cuartos de invitados. Lo peor que no puedo comunicarme sigilosamente con este aparato de mierda porque hace una tremenda bulla .
Faltan 10 minutos
El General la está pasando bien, menos mal que por este agujero puedo ver algo. Este es un desgraciado, como ató los pies y manos de la chiquilla contra la cama y la está vistiendo con el uniforme militar que utilizan para campaña en los desiertos. Ella está en silecio, se nota un poco asustada y temerosa. Está temblado y sus ojos se muestran llorosos.
Parece que ya se dio cuenta.
Apagó la única linterna con luz que tiene la habitación, no puedo ver, y esos gritos de la chiquilla son insoportables. Se calló. Un disparo. Golpean bruscamente la puerta. Ta mare ¿qué hago?
Faltan 8 minutos
Se callaron.
Faltan 6 minutos
Este lugar es pequeño, llevo dieciocho horas sobre este cielorraso de triplay, menos mal que está reforzado con fierros. Si me muevo, segurmente me descubren.
Parece que él Salió de la habitación, solo logro ecuchar algo de llanto de ella.
Faltan 4 minutos
Están disparando, han hecho detonar las granadas que colocamos en cada marco de los portones de metal. Oigo que rompen las puertas de los cuartos cercanos a este, Ya están todos en la casa. Claro ya pasó más de un minuto.
Faltan 2 minutos
Ella está desesperada y grita que la saquen de la habitación pero nadie la escucha, ahora intenta golpear con fuerza la puerta pero no se abre, coge una silla y se dirige al otro lado que yo no logro ver. Suenan los vidrios, acaba de romper la ventana que da con el pasadizo. Ella está sangrando, su rostro desfigurado rebela la brutalidad de este maldito militar. Sale corriendo mientras se encuentra con uno de mis amigos. Se dirigen hacia la salida.
Ya nos los veo.
Falta 1 minuto
Aún no puedo entrar, no puedo bajar ahora, tienen que darme la señal para poder hacerlo. El Capitán fue muy claro al darme las indicaciones: cuando todos se hayan marchado de la casa presidencial, desiendes de tu posición y te diriges hacia la bóbeda -sitio preferido del General y donde, además guarda una tonelada de cocaína pura- que está en el zótano; para llegar a él, retiras la única alfombra roja que se encuentra bajo la vieja cama del General. Cuando estés frente al motín, digita la clave que ya conoces, la que hemos ensayado muchas veces, y apenas se abra la puerta de acero forjado introduce la pequeña granada y ciérrala con tanta fuerza que impida que este sinvergüenza pueda salir. Recuerda que tienes treinta segundos para huir del lugar, sino lo haces perecerás junto al General.
Pablo Moreno Valverde
DNI 19701511