(Foto: El Espectador)
(Foto: El Espectador)
Ricardo Montoya

Sí, ya sé lo que me van a decir pero, la verdad, yo no entiendo toda esta histeria colectiva que se ha despertado en la gente y en las redes sociales, porque una revista, “El Gráfico”, ha cumplido su ciclo. No es que yo sea irrespetuoso, pero eso de bautizarla como ‘la biblia del deporte’ me pareció siempre una analogía desmedida. Y no es que la haya leído con poca frecuencia, que no me haya emocionado con varias de sus notas, o que no le reconozca su valor histórico (así nomás ningún medio se acerca al centenario), pero convengamos en que les jalaba mucho el corazón y perdían habitualmente la mentada objetividad de los periodistas serios. Además, digámoslo con todas su letras, así como eran rigurosos en la investigación y cubrían todos los rubros del deporte, también fabricaban ídolos que no daban la talla.

Por ejemplo, alguna vez capitaneados por Hugo Maradona, hermano de Diego, los jóvenes albicelestes, ganaron un Sudamericano Sub 15, y en la tapa junto a la fotografía del equipo, titularon: “Benditos sean, pibes”. Una inaceptable exageración.

A quien sí le ha afectado el cierre de la revista es a mi viejo. Todavía recuerda que de niño aprendió a leer para poder entender lo que allí se escribía. Mi abuelo la compraba siempre. La edición llegaba a Lima con una semana de retraso, y mi papá, embobado, observaba allá por los setenta las fotos en blanco y negro de un jugador de Boca que se apellidaba Mastrángelo. Como él todavía no sabía leer, le tenía que pedir a sus hermanos mayores que le descifraran el enigma. Con el correr del tiempo, y hartos de contarle qué era lo que estaba escrito debajo de esas fotos impresionantes, en las que el goleador proclamaba su espíritu en la canchas, sus hermanos le dijeron que ya iba siendo hora de que lo hiciese por sí solo. Así fue como aprendió a leer.

Y hablando de fotos, hay una en especial que recuerdo siempre. Es la mejor de todas las que ha publicado la revista. Una que, aún ahora, cada vez que la veo, se me escarapela la piel. En ella, un hincha sin extremidades se acerca y abraza a dos jugadores que se acaban de consagrar campeones del mundo. ¿Cómo lo hizo? No sé, pero por alguna razón inexplicable los estrechó con alguna parte del cuerpo que no tenía. “El abrazo del alma”, la nombraron. Guiado solo por su intuición artística, el fotógrafo supo capturar la epifanía de aquel instante. Un capo.

En lo otro que tiene razón mi viejo es en que “El Gráfico” poseía una heterodoxia creativa fabulosa. Era una revista de literatura que se ocupaba del deporte y no al revés, como se cree. Por su redacción pasaron cronistas capaces de abismarse tanto ante las tragedias deportivas como de embelesarse frente a los milagros que de vez en cuando nos regalan el fútbol, el boxeo, el tenis, etc. “El Gráfico” no tenía nacionalidad. Le pertenecía al lector que convertía en suya cada historia que se publicaba. Ahí están Ardizzone, Juvenal, ‘El Negro’ Fontanarrosa, Cherquis Bialo, El Veco, Barraza, etc. Todos contadores de historias vinculadas al deporte, todos capaces de conferirle sentido a lo que en apariencia son solo juegos y competencias.

“‘El Gráfico’ no va a cerrar nunca”, ha escrito Peredo en Twitter. Tiene razón. La revista, aunque no se imprima más, va a seguir siendo “El Gráfico”. Para eso existe la memoria deportiva y los anaqueles donde se guardan las revistas de colección a las que se regresa siempre.
Empiezo a entender por qué no me siento tan mal.

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