“Cada quien guardará en su memoria una porción de la magia que regaló. La más minimalista, pero a su vez la más cargada de expresión es el doble regate que hace sin moverse ante Ricardo Carvalho”. (Foto: AFP)
“Cada quien guardará en su memoria una porción de la magia que regaló. La más minimalista, pero a su vez la más cargada de expresión es el doble regate que hace sin moverse ante Ricardo Carvalho”. (Foto: AFP)
Jerónimo Pimentel

Quienes maduramos nuestro gusto futbolístico en los noventa, luego de la fiesta de fútbol que fue la década anterior, nunca olvidaremos cuándo surgió Ronaldinho internacionalmente. Fue en la Copa América de Paraguay, en 1999. Entró en el minuto 70 ante Venezuela y cuatro minutos después lanzó un sombrero a Rey, se libró de Rojas con elegancia y fusiló a Renny Vega en su propio palo. No tenía 20 años. El mundo ya se había acostumbrado a la potencia de Ronaldo ‘El Fenómeno’ y a los pincelazos de genialidad que proveía Rivaldo, acaso el talento más subvalorado de la historia del fútbol. Pero con Ronaldinho, el fútbol pareció empezar de nuevo. Y de nuevo fue fiesta. Y algunos por mucho tiempo pensamos que siempre sería así.


Quienes lo vimos jugar semana a semana no podemos sino celebrar la más rara de las virtudes deportivas: la innovación. Uso el término en el sentido económico, es decir, el de la creación que, una vez implementada, se muestra útil, productiva. Sus lujos no fueron nunca retóricos ni decorativos ni innecesarios. Si hacía un cucharón o daba un pase con la espalda, o tiraba una chalaca o hacía tres huachas seguidas, era porque el juego requería esas soluciones técnicas. Hizo así que el deslumbre no pareciera nunca ofensivo ni humillante para sus rivales, sino natural; la expresión feliz de una cultura deportiva superior, ética y estéticamente. No sorprende que Nike se haya apropiado de esa idea y la haya convertido en branding, apoyándose en los atributos de la marca-país brasileña. El lema ya era viejo antes de que se lo apropien: ‘jogo bonito’.


Cada quien guardará en su memoria una porción de la magia que regaló. La más minimalista, pero a su vez la más cargada de expresión es el doble regate que hace sin moverse ante Ricardo Carvalho, en aquel lance de Champions League del 2005 que el Barcelona, a la postre, perdería. Para quien escribe, ese gol está tan cargado de sentido, destreza, identidad y efectividad que asemeja a un milagro: no permite determinar de dónde sale, cómo se crea ni qué curso sigue; solo sabemos que existe por su consecuencia, el gol, y que es letal. Pero toda antología, en el caso de ‘Dinho’, sería injusta. Su genio era goloso e invitaba a que el espectador sonría y se relama. Eso hacen los aficionados hoy: pasan una y otra vez sus jugadas y las enseñan a los nuevos así como se muestra un milagro, con sorpresa, alegría y contrición.


El fútbol, por supuesto, ha cambiado, y hoy es complicado que un ‘10’ pueda desarrollarse con la libertad táctica que gozaba el brasileño que se acaba de retirar. Ni siquiera Messi o Coutinho, o Neymar o De Bruyne o Hazard gozan de las licencias que tenía el Gaúcho en sus distintas formaciones, en las que no se le exigía relevos ni repliegues, ni sujetarse a la dinámica espacial del modelo holandés-catalán ni a las transiciones que demanda el fútbol reactivo. El juego ha cambiado, no es mejor ni peor. Pero sin él quizá sí es un poco menos alegre, menos solar.

Contenido sugerido

Contenido GEC