JORGE BARRAZA
Una cosa es segura: una Copa del Mundo sin mí no tiene nada de interesante, no hay razón para esperar algo del Mundial, declaró Zlatan Ibrahimovic a la prensa tras la eliminación de Suecia a manos de Portugal días pasados. La frase pasó a enriquecer su archivo de egocentrismos como una de las más selectas. Pero el sueco ya estuvo en dos Mundiales (2002 y 2006) y fue un fiasco: pasó inadvertido y además no anotó un solo gol en los 8 encuentros que Suecia disputó en ambos torneos. Allí, y en las Eurocopas y Eliminatorias, le nació la fama de que no mete goles importantes y no aparece en las citas trascedentes. “Le hace muchos goles a Malta y ninguno a Alemania”, dicen los periodistas suecos.
Nadie va a extrañar a Ibrahimovic mientras se dispute el Mundial 2014. Que podría haber sido el último de su carrera. De haberla untado de humildad o simplemente de una imagen menos pedante su trayectoria hubiese sido más valorada de lo que es, sin duda. El narcisismo no factura, espanta la clientela.
YO, EL FENÓMENO Cristiano Ronaldo sí alcanzó su máxima dimensión cuando el discreto equipo de Portugal más lo necesitaba: marcó los cuatro tantos con los cuales ganó el repechaje, cuatro goles sensacionales y, con toda seguridad, fue la más brillante actuación de su vida. Fue mortífero definiendo, pero también dio una lección de contraataque, de aprovechamiento de los espacios, de oportunismo, todo con una velocidad y una agresividad fantásticas.
La única mancha fue el festejo de sus goles, golpeándose el pecho, señalándose a sí mismo con ambos pulgares, haciendo gestos de torero que acaba de cumplir una tarea soberbia, mostrando el dorsal de su camiseta, gritando “Yo, Cristiano”, sugiriendo a sus compañeros que fueran a festejar donde estaba él.
Si hay una ocasión en la que el portugués merece el Balón de Oro, es esta, sin dudas. Pero esa inmodestia lo damnifica. En el ambiente del futbol (y los que votan mayormente son sus colegas y los entrenadores) tanta vanagloria cae mal. El célebre “vestuario” les da la espalda a los que se creen salvadores de la patria. Aunque lo sean. Cristiano es otro que, con menos presuntuosidad, recogería más Balones de Oro y, sobre todo, más cariño.
EL CANDIDATO GALO Pero el colmo es Ribery. El muy buen jugador francés (otro que se golpea el pecho como King Kong cada vez que anota y se señala su nombre estampado en la espalda) consideró que merece el Balón de Oro más que Cristiano porque ha ganado más títulos con su club y su actuación en el Bayern Múnich y en la selección ha sido tan decisiva como la del portugués.
Es cierto que Cristiano Ronaldo ha marcado goles, pero yo también. Es verdad que él ha marcado más, pero no tenemos el mismo perfil de juego. Puede que yo no marque tanto, pero incendio las defensas, le dijo a ‘Le Monde’ sin ruborizarse. Porque ahora parece que tener personalidad y mentalidad ganadora es gritarle al mundo “Soy un fenómeno”.
Ribery señaló que en la repesca frente a Ucrania su actuación fue determinante. Provoqué la expulsión de tres jugadores en dos partidos y estuve presente en dos de los tres goles de Francia (logrados por Sakho y Benzema). Le faltó decir “y también tiré un par de centros peligrosos Y robé dos pelotas en el medio”. Penoso.
José Mourinho no hace goles ni se golpea el pecho, pero suele aprovechar las conferencias de prensa para hacer autobombo. Con su arrogancia inconmensurable se autotitula el número uno. En todos estos años no nos ha regalado un concepto futbolístico, una frase que pueda enriquecernos en la comprensión del juego. Solo broncas y chulerías.
No estamos juzgando méritos, que todos los nombrados los tienen; se aborrece la jactancia, el mensaje petulante. En eso, el fútbol de antes era infinitamente superior, había honor, sencillez y humildad.
En 1995 entrevistamos a Juan Alberto Schiaffino en su casita de Montevideo. Considerado “el más grande futbolista que haya jugado en Italia” hasta Maradona, se quitaba cualquier mérito. Le preguntamos qué sintió cuando debutó en la Selección Italiana después de haber sido campeón del mundo con Uruguay en 1950. “Miedo”, respondió. “Me la pasé mirando a mi esposa, que estaba en la platea, para que me infundiera ánimo”. ¿Y cómo fue, Pepe, el golazo del empate ante Brasil la tarde del Maracanazo: “Bastante casual, le quise pegar al segundo palo pero el defensor me desacomodó un poquito y me salió ahí, al ángulo del primero”.
El paraguayo Arsenio Erico fue un coloso del fútbol y del gol. Según sus amigos y compañeros, “parecía que Arsenio nunca hubiera hecho un gol. Jamás ibas a escuchar de su boca que había metido tal o cual. Y cuando le preguntaban por aquel célebre tanto que le marcó a Boca tirándose en palomita y enganchando la pelota con el taco, respondía que no se acordaba. Nunca se acordaba”.
Erico fue el ídolo de juventud de Alfredo Di Stefano, quien jugaba en la Cuarta División de River y, apenas finalizado el juego, salía disparado para ir a ver al genio guaraní, que actuaba en otro estadio. Muchos años después, desde Madrid, Alfredo le envió una carta a Erico a través de un amigo (tenemos copia de esa misiva). En el último párrafo escribió con varonil ternura: “Reitero mi admiración hacia lo que has sido como jugador de fútbol, recordando tus tardes de gloria. Y yo, que he sido un pequeño imitador tuyo, me siento muy honrado al poder hacerte llegar estas líneas”.
Eso es hacer cumbre en la montaña de la condición humana.