Miguel Ángel Russo dirigió su último partido ante Inter de Porto Alegre de Brasil. (Foto: GEC).
Miguel Ángel Russo dirigió su último partido ante Inter de Porto Alegre de Brasil. (Foto: GEC).
Jerónimo Pimentel

ha sufrido uno de los peores males que puede afectar a un equipo peruano: hacer el esfuerzo de costear un fichaje rimbombante y tener a cambio a un divo que deja como saldo un papelón internacional, una derrota en el clásico y un club campeón naufragado en la parte baja de la tabla.

La idea inicial no era mala: contratar a un entrenador con galones que gestione un momento prometedor. Bengoechea hizo una transacción que a muchos hinchas victorianos aún les cuesta aceptar: resultados a cambio de estilo. Y al uruguayo el pragmatismo le funcionó. Dejó un concepto –resistido pero exitoso– y un plantel con figuras en crecimiento, como Quevedo y Manzaneda (este último contratado a poco de anunciar su salida), quienes debían completar su curva de aprendizaje rodeados de algunas figuras locales maduras como Butrón, Ramírez y Cruzado. Nada de esto ocurrió.

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El argentino no entendió al jugador ni al torneo, ni al país al que llegó, pero lo que es más penoso, tampoco al club ni mucho menos el sentir del hincha al que se debía. Sus decisiones futbolísticas fueron siempre caprichosas, como no hacer cambios en un clásico que pierde. A la vez, su manejo mediático fue catastrófico, pues se encargó de responsabilizar frente al micro a todo lo que le permitiera esquivar el bulto, desde el clima a la hora de juego y el fixture, hasta el talento de sus propios dirigidos.

Como es inaceptable pensar que un técnico experimentado desconoce los códigos de este deporte, solo se puede concluir que los rompió para apurar su salida y crear un ambiente de insostenibilidad que le permitiera salir en condiciones favorables. Al reconocer ante cámaras su decepción por el plantel, lo que reclama en el fondo es una negociación rápida y que le indiquen dónde se encuentra la puerta de atrás. Este desencanto no se construye de un día para otro y el jugador aliancista lo debe haber sufrido desde hace meses. Hay lugares de los que no se vuelve.

Su renuncia, previsible, está teñida de miserias: acusaciones de chantaje y represalias económicas, vale decir, la minucia por encima de la palabra y la codicia en vez del profesionalismo, lo que ha sido un festín para la prensa y una lágrima para el aficionado que se ilusionaba con la vitrina continental. Luego, no sorprende ver la ruina que deja atrás: sin resultados, respaldo ni complicidades, así como la duda de cuánto de este fracaso fue descontento e incapacidad, y cuánto ‘camita’. Sea como sea, la clave al momento de evaluar su paso por Matute es ver qué recibió y qué deja. El contraste es una respuesta suficiente.

En el fútbol tener una carrera nutrida no basta, mucho menos en el Perú. Nadie vive de las copas del año pasado, menos en un entorno al que cuesta calificar de profesional, cuyo sistema deportivo es incipiente, de infraestructura pobre y paisaje múltiple. Ese es el reto del fútbol peruano, y también su condena.

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