Grabado que ilustra a las víctimas de la fiebre amarilla en la ciudad de Memphis, en Estados Unidos, a mediados de siglo XIX. La enfermedad se extendió también a nuestras costas en la misma época.
Grabado que ilustra a las víctimas de la fiebre amarilla en la ciudad de Memphis, en Estados Unidos, a mediados de siglo XIX. La enfermedad se extendió también a nuestras costas en la misma época.
Héctor López Martínez

El de 1868 fue un año aciago para el Perú. El 13 de agosto un verdadero cataclismo, un terremoto seguido de maremoto destruyó por completo a Arica, por entonces el segundo puerto del Perú después del Callao. Murieron cientos de personas y los daños económicos agobiaron aún más nuestra siempre exhausta Caja Fiscal. Por suerte, los dos corresponsales de El Comercio salvaron la vida y sus crónicas sobre la terrible tragedia son clásicas en la historia de nuestro periodismo.

Pero si lo de Arica fue pavoroso, lo que tuvo lugar en Lima fue todavía mucho peor. En diciembre de 1867 se presentaron en el Callao buen número de casos de fiebre amarilla. Nadie se alarmó pues eso ocurría casi todos los años. En enero de 1868 la epidemia, que eso era y de un carácter nunca visto, estalló en Lima con inusitada virulencia. A mediados de marzo las autoridades capitalinas y del primer puerto tuvieron que admitir que enfrentaban un fenómeno de severidad sobrecogedora.

El Comercio, desde un primer momento, coordinó con la Junta de Sanidad de la Municipalidad de Lima y en el taller de obras se imprimieron gratuitamente miles de volantes y centenares de carteles donde se recordaban las medidas y precauciones que debía observar la población para frenar la propagación de la epidemia. En un entonado editorial el director de El Comercio, Manuel Amunátegui, pedía a las autoridades que no ocultara la magnitud de la catástrofe sanitaria. “El silencio lejos de calmar a la población -escribía Amunátegui- no produce otro efecto que aumentar el pánico”.

Como sabemos la fiebre amarilla es una enfermedad viral trasmitida al hombre por el mosquito “Aedes aegypti” que con el calor se reproducía en los charcos cercanos a las acequias, en el mercado y en muchos otros lugares. Los infectados padecían fiebre alta, dolor de cabeza, dolores musculares y vómitos. Los médicos -lo sabemos por El Comercio- generalmente prescribían baños de pies con agua muy caliente, ingerir mostaza y una pócima en que se mezclaba vinagre y jugo de limón. Los pocos hospitales de la ciudad, regentados por religiosos y religiosas, estaban repletos y no había lugar disponible para colocar a los enfermos. Los cadáveres se acumulaban por la falta de coches y caballos para llevarlos al cementerio. Una sola idea bullía en las mentes de los angustiados limeños: evitar el contagio para no morir.

Entre otras consecuencias que dejaría la gran epidemia de 1868 estuvo la decisión de destruir las murallas de Lima que eran foco infeccioso y nauseabundo. Esta obra que se inicio en setiembre estuvo a cargo de Enrique Meiggs, el famoso constructor norteamericano del ferrocarril central y de los ferrocarriles del sur de nuestro país.

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