(Fotos: El Comercio)
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Gonzalo Carranza

La semana pasada el país se sumó con entusiasmo a la guerra del . La discusión en medios y redes sociales superó los alcances del fallo del que encendió la mecha, y se centró en los “precios excesivos” de la canchita y en el “fallido modelo de negocio” de los peruanos.

Sin embargo, el pop corn del cine no es caro por alguna conspiración abusiva, sino porque hay suficiente gente dispuesta a pagar ese precio. Nada tienen que ver los costos de producción o las comparaciones con precios en el supermercado: es simple oferta respondiendo a una demanda.

En ese sentido, tampoco es cierta la profecía de una inminente subida de precios de las entradas al cine o de la inminente bancarrota de las cadenas. La prohibición de ingresar con alimentos y bebidas que eliminó el Indecopi es solo una de las fuentes de la demanda por los productos de las dulcerías. Otras son la conveniencia y practicidad, el gusto por los productos y las condiciones en que se ofrecen (bebida helada, canchita caliente), o alguna necesidad específica de índole familiar o social (satisfacer un crío revoltoso que quiere el último vaso de ‘Black Panther’ o no quedar como tacaño frente a un grupo de amigos).

En el caso de los cines, la disposición a pagar por la canchita les permite a las cadenas desplegar una estrategia de diferenciación de precios, gracias a la cual identifican a los usuarios dispuestos a pagar más dinero por la experiencia. Con ello, logran al mismo tiempo dos metas loables: maximizar sus utilidades y atraer más gente a los cines con precios de entradas más bajos. En simultáneo, operan otras formas de diferenciar precios basadas en la entrada misma: hay clientes que pagan más por ir en días más convenientes (la prima de fin de semana es la otra cara del 2x1 de los días laborables), hay cines ‘prime’ que cobran una fortuna por el privilegio de reclinarse, y hay salas con efectos especiales de audio y video a cambio de un significativo pago extra.

De hecho, lo más probable tras el fallo de Indecopi no es que los cines “suban los precios” de las entradas, sino que aprovechen este mix de opciones de diferenciación de precios para mejorar el ticket promedio en boletería ante el golpe que sufrirán en dulcería.

En cuanto al modelo de negocio de los cines locales, sus estrategias no son creación antiheroica del abuso criollo, sino un exitoso calco y copia de lo que hace cualquier cine en el mundo. La prohibición de ingresar alimentos y bebidas existe en muchos otros mercados, aunque en varios también es controvertida. Y en todas partes, con restricciones o sin ellas, los márgenes de los cines dependen en gran medida de sus caras dulcerías, donde empiezan a aterrizar marcas como Starbucks, Juan Valdés o Baskin Robbins, con la promesa de tickets aun mayores y más rentables.

Y, también ocurre que, a pesar de Netflix, la piratería y los ‘torrents’, las salas de cine siguen siendo un buen negocio, con márgenes Ebitda de entre 20% y 30%, y una de las formas de entretenimiento fuera del hogar más baratas frente al teatro, los parques de atracciones o los deportes.

Así es que larga vida al séptimo arte (y al pop corn), a pesar de los ‘trolls’ desinformados y del activismo del Indecopi.

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