Luis Miguel Castilla

Las protestas y la convulsión social no están cediendo. La declaratoria de emergencia, la aprobación del adelanto de elecciones en primera votación, las millonarias pérdidas económicas y, especialmente, los sensibles fallecimientos de las últimas semanas han resultado insuficientes para detener una escalada de violencia que tuvo como epicentro inicial al sur y que ahora amenaza con extenderse a otras regiones, incluida Lima. Si bien las consignas políticas son inmediatistas, pues priorizan la renuncia de la presidenta Boluarte y la realización de elecciones generales, el objetivo mayor continúa siendo forzar un “momento constituyente”.

Los agitadores responsabilizan a la Constitución de 1993 de la gran desafección ciudadana y la frustración ante un modelo que no ha favorecido a todos por igual. Sin embargo, los proponentes de esta salida subestiman el impacto económico adverso que tendría abrir esta caja de Pandora. De por sí, uno de los principales riesgos que enfrenta la economía es la incertidumbre de un proceso electoral en un clima polarizado. Por eso, el principal reto que enfrenta el Perú hoy es lograr una salida política que recupere la paz social sin comprometer el desarrollo futuro.

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En una columna publicada en este Diario el año pasado, titulada “¿Para qué cambiar la Constitución?”, concluí que la desafección ciudadana respondía más a la incapacidad del Estado de cumplir con las mínimas responsabilidades establecidas en la Constitución, y a la manera de generar riqueza. En ese marco, resulta sorprendente que en la actual coyuntura estén ausentes reclamos por cerrar brechas en las zonas más deprimidas, y que no se sienta la voz de la mayoría de ciudadanos cuyo bienestar material está seriamente comprometido por la convulsión social.

Más allá del reprobable aprovechamiento de grupos vandálicos y subversivos para generar caos, no se puede soslayar el hecho de que el Perú se encuentra fracturado socialmente, que hay una severa crisis de legitimidad de las autoridades elegidas, y que existen grandes bolsones de la población, especialmente en las zonas altoandinas, que se sienten marginados del progreso. En el caso de estos últimos, además, se han visto severamente afectados por las crisis consecutivas que tuvieron que enfrentar en el 2022 (la de los fertilizantes y la de la sequía) que no tuvo ninguna medida de mitigación por parte del gobierno anterior.

Esta situación se ha agudizado por un centralismo disfuncional y una descentralización fallida. En el caso del sur, la gran riqueza mineral ha generado crecimiento económico en los últimos años. Sin embargo, un importante grupo de sus habitantes no ha visto este crecimiento reflejado en sus niveles de calidad de vida. Por ejemplo, en el 2011 la pobreza de Puno llegaba a 39%, y para el año 2019 tan solo se había reducido a 35%.

La atención al desarrollo regional y la reducción de brechas sociales tarde o temprano deberá ser encarada, pues constituye el caldo de cultivo de la convulsión que hoy vivimos. Urge cambiar esta situación si se toma en cuenta que, incluso en las regiones que se han mantenido relativamente pacíficas, las brechas sociales son similares a las jurisdicciones más convulsionadas.

Pero la prevalencia de importantes brechas sociales es una característica de todo el país, no solo de las regiones donde hoy predominan las protestas. Según el INEI, de las 20 provincias más pobres del país, 10 pertenecen a Cajamarca, 3 a Áncash, 2 a La Libertad y 1 a Piura. Más aún, ninguna pertenece a regiones como Puno, Cusco o Arequipa. Indicadores como el acceso al agua las 24 horas al día es un caso emblemático de cómo las brechas sociales no se correlacionan directamente con las localidades donde las protestas hoy son más generalizadas. Mientras en Cusco y Arequipa, más del 65% de los hogares accede al agua las 24 horas; en La Libertad, Piura, Loreto e Ica este porcentaje no supera el 20%.

No obstante, superar la crisis actual demanda una salida política inmediata. La elevada desaprobación ciudadana del Ejecutivo y del Congreso les resta legitimidad para reconducir el país y recuperar la estabilidad social. Incluso la necesidad de aprobar reformas políticas para fortalecer la gobernabilidad pareciera no importarle a la población, que exige un inmediato borrón y cuenta nueva. No hay garantía de que las futuras autoridades tendrán la capacidad y el desprendimiento necesarios para alcanzar consensos mínimos y adoptar reformas en beneficio del colectivo.

Plantear salidas extremas como la convocatoria de una asamblea constituyente a como dé lugar solo logrará atizar las divisiones entre ciudadanos y empobrecer el país. Sería absurdo tirar por la borda una Carta Magna que ha permitido generar riqueza durante los últimos treinta años, y apostar por recetas estatistas trasnochadas. No es evidente cuál será el mejor derrotero que permita salir de esta crisis, pero claramente debe ir más allá de la simple renovación política. El objetivo central tiene que ser recuperar la paz social y optar por fórmulas sensatas que permitan recobrar la confianza de la ciudadanía. Esto pasa por alejarse de posiciones ideologizadas extremas que, felizmente, no representan a la mayoría de peruanos.

Las opiniones vertidas son estrictamente personales.

Luis Miguel Castilla Director de Videnza Consultores