"La verdad es que los economistas rara vez tienen el control de la narrativa, incluso en temas fundamentales", dice Morales. (Foto: Getty Images)
"La verdad es que los economistas rara vez tienen el control de la narrativa, incluso en temas fundamentales", dice Morales. (Foto: Getty Images)
Armando Morales

Los economistas contamos historias sin querer o queriendo. A veces como llamadas de alerta, como cuando John Maynard Keynes escribía sobre su temor a que las sanciones impuestas a Alemania en el tratado de Versalles luego de la Primera Guerra Mundial atizaran un resentimiento fatídico en el pueblo alemán. Otras veces, estas historias describen dramáticas experiencias pasadas, como la historia de la hiperinflación de los 80 en el Perú, tan repetida por tantos que ahora cualquier peruano medianamente informado la puede narrar tan bien como el economista más reputado. Pero más frecuentemente, las narraciones económicas surgen o se modifican según los vientos de la realidad.

En las narrativas de hoy, los déficits fiscales no siempre son los villanos, y la política monetaria se ha convertido casi en héroe de historieta, siempre listo para el oportuno rescate de la de las garras de la desaceleración. Hasta la historia de que el exceso de dinero causa inflación –que mi generación daba por suficientemente arraigada en el subconsciente colectivo– ahora es cuestionada por exponentes de las generaciones Y y Z ante la tercamente baja inflación global, apadrinada por una corriente pretenciosamente autodenominada “teoría monetaria moderna”.

Robert Schiller, el Premio Nobel de Economía del 2013, propone integrar el manejo de la narrativa a la teoría económica en su libro “Economía Narrativa” (Narrative Economics: How Stories Go Viral and Drive Major Economic Events, 2019, Princeton University Press). En su opinión, integrar técnicas narrativas a la diseminación de principios económicos puede ser un poderoso mecanismo para amplificar la influencia de la ciencia económica en el comportamiento colectivo y la toma de decisiones. Expone como ejemplos historias recientes que han tomado vida propia: utilizando elementos de la teoría de las epidemias, Schiller hace paralelos entre la evolución de la popularidad del Bitcoin con el difunto bimetalismo del siglo XXI. En otros casos, la narrativa económica es hábilmente manejada por la clase política: el presidente Ronald Reagan popularizó la idea de que el Estado, mientras más pequeño, mejor; afirmando entre otras cosas que una de las frases más terroríficas que un ciudadano puede escuchar de un funcionario es “Soy del gobierno y vengo para ayudar”.

La verdad es que los economistas rara vez tienen el control de la narrativa, incluso en temas fundamentales. Sin mirar muy lejos, la animosidad ante la posibilidad de inversiones mineras en el Perú se explica por la narrativa de que la minería causa más perjuicios que beneficios a la población, ante lo que la contranarrativa de los expertos ha tenido a veces poca efectividad. Otro ejemplo: la creencia de que los precios de los inmuebles solo pueden ir hacia arriba explica muchas veces un patrón subóptimo del gasto de las familias a lo largo del ciclo de vida. Por otro lado, cuando los economistas tratan de tomar las riendas de la historia, el resultado no siempre es feliz.

El desgaste de la narrativa del se explica por el creciente divorcio entre expectativas y perspectivas en tiempos de desaceleración económica. Aunque útil inicialmente para ilustrar que nuestra realidad de estabilidad y crecimiento ha obedecido a cierto orden y equilibrio entre algunos elementos importantes, los méritos defendidos por la narrativa del “modelo” se hacen dudosos cuando algunos de sus defensores abogan por elementos “intocables”, que muchas veces tienen que ver tienen que ver más con sus preferencias políticas. Para mis colegas economistas, la pregunta es si ante los nuevos factores de incertidumbre, serán necesarios mejores narradores antes que más modelistas.