Bancos centrales en la mira. (Foto: Difusión)
Bancos centrales en la mira. (Foto: Difusión)
Jaime Aritio

Durante décadas los académicos han explicado a sus alumnos en las aulas de la universidad el papel de los .

La lección suele ser breve y sencilla: un banco central es un agente que interviene en la economía a través de la modificación de tasas para promover la estabilidad de precios. Quienes hayan seguido de cerca a los bancos centrales durante la última década podrían ampliar la lección hablando de sus herramientas no convencionales como las tasas en niveles negativos, o del programa de Quantitative Easing, y la conclusión sería que la creación de nuevos estímulos se justifica ante la creciente magnitud de los problemas estructurales de una economía moderna.

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No obstante, el ámbito de actuación de los bancos centrales ha empezado a trascender de lo económico y financiero para empezar a abordar nuevos campos antes reservados al ámbito político. Recientemente podemos observar cómo los Gobiernos de EE. UU. y Europa acuden a los banqueros centrales para intervenir en cuestiones como la creación de empleo, la reducción de la desigualdad social o el cambio climático. Sin duda, muchos gobiernos quisieran contar con el apoyo de un banco central para combatir estos problemas, pero antes quizá convendría preguntarse si la inyección masiva de liquidez es la herramienta adecuada para resolverlos – o si alguna vez consiguió resolver algún otro.

En respuesta a la quiebra de Lehman Brothers en el 2008 el banco central de EE.UU. adoptó una política monetaria ultra expansiva para evitar el colapso del sistema financiero estadounidense mediante la inyección masiva de liquidez. Si bien el banco central evitó el colapso, algunas de las consecuencias que nos deja como legado son una economía incapaz de crecer a un ritmo que permita alcanzar su meta de inflación sin estímulos, así como un mercado de deuda adulterado donde empresas de baja calificación crediticia se financian a tasas inferiores al 3% para un plazo de 10 años – la misma tasa a la que se financiaba el gobierno de EEUU en 2015 para el mismo plazo.

Durante esta última década hemos presenciado cómo los bancos centrales han ido saliendo de esa “zona de confort” en la que llevan desenvolviéndose desde principios del siglo XX, donde combatían una inflación descontrolada que podía oscilar entre más 15% y menos 10% en unos pocos años – con bastante éxito por cierto – hasta estabilizarla por debajo del 5% desde la década de los 90. La ampliación de sus competencias sin duda ha dado estabilidad a los mercados financieros en los momentos de mayor estrés, pero no exento de consecuencias económicas que podríamos calificar de inesperadas, perversas y duraderas.

Esta nueva área de desempeño de los bancos centrales de EEUU y Europa incluye materias difícilmente cuantificables, para los que no basta encender la impresora del dinero barato a perpetuidad – la herramienta favorita de los mercados financieros. La falta de habilidad diplomática de los gobernantes para resolver problemas de corte político, social y global es la que invita a los bancos centrales a tomar cartas en el asunto, lo que no solo merma su propia independencia, sino que amenaza con incorporar estas materias políticas bajo nueva zona de confort.

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