(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Caroline Gibu

Increíble. ¿Se puede sembrar y cosechar agua? Es la pregunta que hice la primera vez que escuché sobre esta técnica prehispánica que, apoyada con tecnología moderna, hace que el agua que cae durante la época de lluvia en la ladera de los cerros altoandinos pueda ser direccionada y acumulada en fuentes naturales o represas, evitando que se pierda o evapore, y así asegurar el acceso al agua en época de sequía. Es decir, tener agua todo el año para la familia, para la agricultura y la ganadería, allá arriba donde nuestra geografía representa un gran desafío.

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Sin embargo, lo increíble de esta historia vino después. El funcionario público que lideró la implementación de una de las experiencias más exitosas de siembra y cosecha del agua me contó que su principal desafío no fue la geografía sino la tramitología: parte de su proyecto incluía la construcción de una represa a 3.700 metros sobre el nivel del mar, y para ello se requería la autorización de una entidad estatal, la misma que le pidió un estudio de impacto ambiental del desvío del agua del río a la represa. 

El funcionario público dijo sorprendido: “¿Cuál río?, no hay río, es agua de lluvia que se abrirá camino por debajo de los cerros y pasará a la represa luego de unos meses”. La respuesta que recibió fue casi “bueno, si no hay río, no hay licencia”.

No hubo mala intención o algún guiño de corrupción, sino que la entidad estatal no estaba preparada para autorizar algo que no existía y consideraba estaba fuera de sus funciones. El funcionario público tuvo que gestar varias reuniones para explicar el proyecto ante sus pares de la entidad estatal que al final pudo encontrar una fórmula legal para otorgar la licencia.

Hace unos días participé en la instalación de la Mesa Ejecutiva de Innovación que congrega a instituciones del sector público, privado, academia y sociedad civil. Tiene por objeto “impulsar acciones en los temas de innovación y emprendimiento, a fin de contribuir con mejorar los niveles de competitividad del país”. 

Reducir duplicidades y requisitos innecesarios para impulsar la innovación fueron las principales consignas en los distintos discursos.

De ellos destaco dos aspectos: primero, que las instituciones del Estado deberán estar preparadas para dar institucionalidad (autorizaciones, permisos o licencias) a algo que no han visto antes –por ejemplo, un nuevo tipo de superalimento, nuevos insumos o nuevas formas de producción– y así asegurar su desarrollo.

Segundo, se requiere también innovar en la coordinación al interior del propio aparato público, para que el Estado responda con mayor empatía y eficacia a quien asume el reto de innovar.

Lograr que todo ello pase no es sencillo, requiere de mucho esfuerzo y diálogo, pero no hacerlo nos mantendrá rezagados en competitividad e impedirá que surjan soluciones innovadoras para problemas públicos.