Martín Vizcarra asumió la presidencia del Perú el pasado 23 de marzo. (Foto: AFP)
Martín Vizcarra asumió la presidencia del Perú el pasado 23 de marzo. (Foto: AFP)

La llegada de a Palacio ha motivado que todos quieran darle consejos, indicándole qué debe priorizar en los más de tres años que su presidencia tiene por delante. El problema no pasa tanto porque las recomendaciones sean malas, sino por definir las prioridades. Y es ahí donde se observan dos líneas de pensamiento.

La primera plantea retomar un ciclo virtuoso supuestamente abandonado en los últimos años. Señalar que se necesita “profundizar las reformas de los noventa” se ha vuelto un tema común; sin embargo, una mirada crítica a los factores detrás del alto crecimiento pre-2014 (altos precios de los metales, fuertes flujos de capital a mercados emergentes, etc.) deja claro que con eso no alcanza. Una segunda vertiente, de una forma poco específica, resalta en cambio profundizar reformas institucionales o de segunda generación. En otras palabras, una reforma política.

Por varios meses en estas páginas he enfatizado la importancia de la diversificación productiva, la reforma educativa y la flexibilización laboral. Sin embargo, la principal lección de la debacle de Kuczynski es que la reforma más importante de todas es la política, y la razón es muy sencilla: sin ella, todas las otras reformas son mucho menos viables.

¿En qué debe consistir la reforma política? Los reflectores se concentran en un eventual retorno a la bicameralidad, pero esto equivale a poner la carreta por delante de los caballos. El número de cámaras parlamentarias no resuelve los problemas asociados a la infiltración de dinero ilegal e influencia de intereses particulares, ni tampoco se ocupa de los problemas de gestión existentes en los gobiernos subnacionales.

La reforma política debe consistir tanto en una renovación de las reglas electorales (incluyendo el financiamiento de partidos) como en una renovación del Estado; la primera es para mejorar el financiamiento y representatividad de los partidos políticos, que son los que deben plantear reformas, y la segunda es para fortalecer la burocracia pública, que es la llamada a diseñar e implementar las reformas de manera efectiva.

En distintas magnitudes, el Perú ha pasado por dos ciclos reformistas: uno a principios de los noventa, que implementó las bases de una economía de libre mercado, y otro en los primeros años del nuevo siglo, que aunque en menor escala (y con resultados mixtos) implementó una reorganización territorial y restauró instituciones previamente abandonadas.

En cada caso, una situación de crisis (económica y política, respectivamente) sirvió de catalizador para poder empujar una agenda de reformas.

En la ausencia de significativo estrés económico y político, sin embargo, el Perú ha sido incapaz de emprender iniciativas importantes (flexibilización laboral) o, en su defecto, sostenerlas en el tiempo (diversificación productiva, reforma educativa).

La razón es que dichas reformas cargan demasiado peso dada la situación actual de nuestro sistema político y burocracia pública.

La opinión generalizada es que el Perú requiere de una nueva ola de reformas para avanzar económicamente, pero también que sus representantes no están en capacidad de sacarlas adelante. El hashtag #QueSeVayanTodos apunta, quizás justificadamente, a renovar el reparto de actores; sin embargo, la clave pasa por cambiar el guion o seguiremos viendo la misma película.