El pleno del Congreso aprobó la cuestión de confianza con 77 votos a favor, 44 en contra y 3 abstenciones. Foto: Anthony Niño De Guzmán / GEC
El pleno del Congreso aprobó la cuestión de confianza con 77 votos a favor, 44 en contra y 3 abstenciones. Foto: Anthony Niño De Guzmán / GEC
Redacción EC

(Por José Carlos Saavedra, socio de estudios ecónomicos de Apoyo Consultoría) El crecimiento económico promedio durante este gobierno (2016-2021) será, probablemente, el más bajo desde el período 1995-2000. Como van las cosas, nuestra crecerá a un ritmo promedio anual cercano a 3,5% en ese período, insuficiente para lograr mejoras importantes en el bienestar de la población. Esto es un cambio significativo frente a lo que hemos vivido los últimos 25 años.

El rápido crecimiento ha sido una característica de nuestra economía desde la aplicación del modelo de libre mercado, aplicado desde 1994 y apoyado en cuatro pilares: responsabilidad macroeconómica, apertura comercial, promoción de la inversión privada local y extranjera, y el rol subsidiario del Estado. Antes de eso, entre 1980 y 1993, nuestra economía no creció, a pesar de que la economía global lo hizo a un ritmo anual de 3,0%. Ese estancamiento se debió al excesivo intervencionismo y al rol del Estado empresario. En cambio, a partir de 1994 la historia fue muy distinta: entre dicho año y el 2016, nuestro crecimiento promedio fue de 5,0% anual, incluso mayor que el del mundo (3,8%).  



Lo importante es que ese fuerte crecimiento permitió mejorar significativamente el nivel de vida de la población. Solo en los últimos 15 años pasamos de ser una economía de US$2.500 a una de US$7.000 anuales por habitante, sacamos a más de 10 millones de personas de la pobreza y la clase media se expandió considerablemente. Ese fue un éxito que haríamos mal en olvidar o, peor aun, menospreciar.  

El problema es que las reformas que sentaron las bases de nuestro modelo económico fueron incompletas y no implicaron el fortalecimiento de instituciones que mejoren también el sistema político y judicial. Por el contrario, durante ese período vivimos el colapso del sistema de partidos y la expansión de la corrupción, que fue evidente con los ‘vladivideos’, y más recientemente con Lava Jato y los audios del Poder Judicial.  

Así, nunca llegamos a tener el “paquete completo” que ha permitido que otros países se desarrollen: un modelo de libre mercado apoyado en una democracia liberal sólida. Y eso fue culpa de todos, no solo de los políticos. Debemos reconocer que la sociedad civil y el sector empresarial no han empujado ni defendido la mejora institucional, ni ha criticado sus retrocesos, con el mismo ímpetu con el que sí lo ha hecho cuando el modelo económico estaba en juego.  

Eso tiene que cambiar si queremos volver a ser un país de crecimiento económico fuerte, pero principalmente para que una mayor parte de la población se beneficie del modelo económico, y lo defienda. Sin un mejor sistema de partidos políticos ni el fortalecimiento de nuestras instituciones, tampoco tendremos un Estado que promueva la competitividad, ofrezca mejores servicios públicos o que ataque la desigualdad. No hay un dilema entre modelo económico y la reforma política planteada por el Poder Ejecutivo. En realidad, dicha reforma –perfectible por supuesto– es una pieza clave para darle sostenibilidad y mayor potencia a nuestro modelo económico.