(Foto: El Comercio)
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Janice Seinfeld

Todo fumador es consciente del daño que dicha afición le produce y, sin embargo, sigue haciéndolo. En contraposición, el deporte genera indudables beneficios en la salud, pero no siempre optamos por practicarlo. Esto porque tomamos decisiones irracionales, priorizamos el corto plazo y buscamos retribuciones inmediatas.

Siendo ese el escenario, ¿tiene algún efecto en los consumidores el que alerta sobre altos contenidos de azúcar, sodio, grasas saturadas y grasas trans en productos procesados? Como sabemos, el Gobierno observó la norma aprobada por el Congreso de la República conocida como el semáforo nutricional de tres colores: verde, ámbar y rojo. Este método, diseñado por la Food Standard Agency del Reino Unido y más extendido en Brasil y en Europa, no está exento de críticas. De hecho, según sus criterios el aceite de oliva y los frutos secos —probadamente beneficiosos— quedan dentro de la categoría roja de alimentos.

En contraposición, el Ministerio de Salud (Minsa) defiende el etiquetado con sellos en forma de octógonos, similar al que se usa en Chile. Si bien este formato viene demostrando ser una mejor herramienta para informar, vayamos más allá.

¿Fomentará que los peruanos restrinjamos el consumo de carbohidratos, dulces y grasas, e incorporemos más verduras en nuestra dieta diaria? ¿Tendrá como resultado disminuir la obesidad, la diabetes, el cáncer y demás enfermedades que derivan de la ingesta excesiva de comida chatarra?

Intentar cambiar los hábitos de los consumidores desde etiquetas nutricionales obligatorias es una solución parcial porque, volviendo al corto plazo, lo que priorizamos es el sabor. Hasta la fecha no hay una relación causa-efecto comprobada entre el etiquetado nutricional y la adopción de dietas más saludables. Y para diseñar políticas públicas efectivas necesitamos evidencia.

El economista Michael L. Marlow, autor del texto “Label Nudges?”, sostiene que para demostrar que el etiquetado nutricional mejora la salud pública se deben dar los siguientes cuatro hechos sucesivos: que los consumidores lean las etiquetas, las entiendan, mejoren sus elecciones de alimentos como consecuencia de ello, y que esta decisión genere mejoras objetivas en su salud.

Un estudio en Nueva York sobre la ley que exige que las cadenas de restaurantes publiquen la cantidad de calorías de sus platos demostró que esta medida no varió el consumo. En la Unión Europea, incluir el detalle de la información nutricional es obligatorio, aunque puede presentarse en formatos distintos: tabla de composición, semáforo nutricional o cantidades diarias orientativas. Finalmente, en el Reino Unido el uso del semáforo alimenticio es voluntario y tiene el respaldo de grandes cadenas de alimentos.

Entonces, ¿cómo avanzamos hacia esquemas de alimentación más saludables en nuestro país? Un modelo interesante de política entre Estado y sector privado lo encontramos en Singapur. Implementado por el Health Promotion Board y conocido como Healthier Choice Symbol, otorga sellos de calidad a alimentos procesados que cumplen con ciertos parámetros técnicos. Para obtenerlos, las empresas aplican voluntariamente y muchas incluso han adecuado sus productos para cumplir con estándares más saludables. Sugeriría que en el Perú empecemos por respetar los estándares propuestos por la Organización Mundial de la Salud, casi tres veces más estrictos que los del Minsa.

Provocar cambios en los hábitos alimentarios de los ciudadanos es el gran reto que tenemos por delante. Y para encontrar la opción más efectiva queda mucho por hacer y mucho por estudiar. Necesitamos predictibilidad.

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