Mark Wahlberg, Michelle Williams y Ridley Scott en premiere de "All The Money in the World". (Foto: Reuters)
Mark Wahlberg, Michelle Williams y Ridley Scott en premiere de "All The Money in the World". (Foto: Reuters)
Gonzalo Carranza

En los últimos días, los medios internacionales difundieron con entusiasmo que, a partir del 1 de enero, por primera vez en el mundo un país volvería obligatorio que las empresas privadas y públicas certificaran la para hombres y mujeres, gracias a una ley aprobada con el respaldo de todas las fuerzas políticas.

Si esto le suena parecido a la ley de igualdad salarial promulgada a finales de diciembre por nuestro Congreso de la República, lamento contarle que se trata de una coincidencia: el país que ha captado la atención y admiración de la prensa extranjera no es el Perú, sino Islandia.

Ahora, los medios y redes sociales se escandalizan ante las diferencia de salarios de Mark Wahlberg y Michelle Williams para volver a grabar escenas de "All The Money in the World", cinta con grandes posibilidades para las nominaciones a los Oscar 2018 y que requirió un nuevo rodaje luego de que su estrella, Kevin Spacey, fuera reemplazado ante la ola de denuncias de acoso sexual.

Según USA Today, mientras Wahlberg recibió US$1,5 millones por volver a grabar sus escenas, Williams cobró solo US$ 80 por día de rodaje; es decir, cerca de US$1.000 en total.

¿Podría una ley como la aprobada por Islandia haber evitado esta brecha salarial y la polémica que ha generado? ¿Resolvería el problema que también se da en Perú pues las ejecutivas ganan 12% menos que los hombres con sus mismos cargos? Depende.

La ley aprobada en Islandia es curiosamente parecida al proyecto que aquí impulsó la congresista y hoy primera ministra , pero conlleva una crucial diferencia: en la isla nórdica, la ley se va a cumplir. Allí casi no existe empleo informal y la institución pública encargada de otorgar las certificaciones –el Centro para la Igualdad de Género– tiene mucha mayor credibilidad que nuestra Sunafil.

Aquí, por el contrario, los requisitos impuestos por la ley promovida por Aráoz –con excelentes intenciones, seguramente– se volverán un saludo a la bandera para los dos tercios de la fuerza laboral que viven en la informalidad, y para el resto constituirán un nuevo e impredecible flanco en las inspecciones laborales.

Otra distinción crucial es que, en , la ley no es una iniciativa aislada. Por el contrario, esta norma es el último paso de una política pública integral que lleva décadas en marcha y que ha situado a este país por nueve años consecutivos en la cima del ránking de igualdad de género del World Economic Forum, lista en la que el Perú se situó el año pasado en la posición 48.

En cuanto a la brecha salarial, Islandia ocupa el quinto lugar del ránking, con una diferencia de 5,7% atribuible a la discriminación, mientras que el Perú está en el puesto 128, con una diferencia que, según estima el IPE a partir de cifras del INEI, es de 36,3%.

Pero, a pesar del entusiasmo mediático por la ley islandesa, ya han surgido críticas que bien pueden servir de advertencias para el caso peruano. El columnista de “Bloomberg View”, Leonid Bershidsky, apunta que la ley puede ser contraproducente para la participación laboral femenina, pues existe una causa –si bien subjetiva– para que los empleadores paguen menos a las mujeres que a los hombres por el mismo trabajo: la percepción de que la maternidad alterará sus prioridades, pues, incluso en las sociedades más igualitarias, se asigna preponderantemente el rol de cuidar a los hijos al género femenino.

Prueba numérica de ello, prosigue Bershidsky, es que, en aquellas economías que otorgan tiempo de licencia de paternidad transferible entre los padres, solo una minoría de hombres aprovecha este descanso: 19,6% en Islandia, 24% en Dinamarca, apenas 1,6% en España.

Un verdadero paso hacia la igualdad, según este argumento, sería repartir de manera más equitativa los días de licencia de paternidad entre hombres y mujeres. En el Perú, la diferencia en este aspecto es abismal: cuatro y 98 días, respectivamente. Ello no solo volvería más competitivo el empleo femenino, sino que ayudaría a reducir el sesgo colectivo que pone al hombre como proveedor de recursos y a la mujer como proveedora de cuidado familiar.

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