Tras un difícil comienzo, hoy Gastón ostenta uno de los mejores restaurantes de la capital.
Tras un difícil comienzo, hoy Gastón ostenta uno de los mejores restaurantes de la capital.
Jaime Bedoya

Hace un domingo, serían las cuatro o cinco de la tarde, hora de la modorra y ansiedad preventiva ante la llegada del lunes, casi unas mil personas bien bebidas y comidas celebrábamos a Gastón Acurio y señora, la chúcara, dulce y querida Astrid. Una alemana con corazón de chocolate amazónico.

Incondicionales, privilegiados, meritorios y también —cómo no— advenedizos, siempre con el pie presto para cuando se requiera un cabe, juergueábamos en desaforada comunión como hermanitos
de leche. El restaurante Astrid y Gastón cumplía 25 años.

Pero el aniversario trascendía el cantarle feliz cumpleaños a un negocio, trance que en otro caso podría referirse como disfunción fenicia. Aquí celebrábamos algo mayor. Tangible pero inasible. Propio y, a la vez, común. Comestible de todas maneras, pues tiene que ver con la certeza de lo ingerible como elemento de identidad, estructura y afecto.

Hace 25 años Astrid y Gastón, con plata prestada y en un vetusto local miraflorino que venía de ser café-teatro, tuvieron la peregrina y alienada idea de abrir un restaurante francés en Lima. Escargots y foie gras ocuparon el lugar de plumas y lentejuelas. Todas las noches cruzaban la avenida Benavides a la altura de La Paz llevando un atado con la vajilla y manteles sucios que lavaban en casa. En ese atado iban también temores y sueños. Una noche tras otra. Y el negocio no despegaba.

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La obsesión por lo afrancesado llevó indirectamente a la revelación. Él quería hacer los platos franceses tal como se hacen en Francia, incluidos los ingredientes, que no habían todos acá. Para suplantar insumos, Acurio encontró algo más que alternativas. Encontró un universo. Y los sabores, lejos de necesitar importarlos del otro lado del océano, los habíamos tenido en las narices toda la vida. Ese restaurante nunca más volvería a querer ser francés.

Esa epifanía que hoy resulta obvia, pero entonces era disruptiva Gastón la hizo causa común. No había receta secreta como la que innecesariamente oculta la grasa del Kentucky, ni recelo gremial tan afín a la peruanidad. Reemplazó aquello por lo que él llamaba un ejército de cocineros armados con cucharas y ollas. Sonaba ingenuo. Probablemente lo era. Pero se convirtió en un apostolado laico: el Perú, ya sabemos, sufre y está jodido, pero también come. Y por ahí es que el forastero aprende a quererlo y el nativo a entenderlo como un punto de encuentro entre diferencias.

Para algunos era un demagogo con mandil.
Para no pocos un presidenciable urgente. Para la mayoría, un referente natural, como la Inca Kola o la Costa Verde. Él siempre repitió que era solo un cocinero.

El éxito personal fue un añadido. Cuando era niño y le preguntaban qué quería por su cumpleaños, él pedía un chifa. La cantidad de gente que ha encontrado trabajo, un oficio, algo que hacer y querer en la vida a través de la gesta impulsaba por Acurio es una legión que se multiplica y extrapola en cada almuerzo familiar, en cada vez que un peruano come solo en el extranjero y se pregunta: “¿Y si le pongo ají a esta miserable lata de atún y la hago feliz?”.

En momentos en que es detenido otro expresidente corrupto, el mismo que encima le dio mala fama al muy digno derecho a la celebración bien merecida, esas mil personas que nos acercábamos a la euforia hace una semana en realidad encubiertamente hacíamos también otra cosa.

De una manera elíptica y desbordada —haciendo añicos el domingo—, le dábamos las gracias a un cocinero que supo compartir una receta simple y sabia: lo primero que tienes que aprender a
cocinar es tu felicidad y la de los tuyos.

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