[Ilustración: Mind of robot]
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Jerónimo Pimentel



No es fácil despedir a un amigo.

Daniel Peredo fue el periodista deportivo más emblemático de su generación, condición que alcanzó enarbolando una virtud rara en la cultura peruana: la moderación. En un país donde se celebra la exaltación y se repite el exabrupto, Peredo fue capaz de ser analítico cuando la caída exigía llorar una catástrofe y optimista cuando el sentido común aconsejaba dudar. Cuando ocurría un gol o un triunfo, por supuesto, se permitía la euforia, y su exaltación era una licencia para disfrutar sin culpa. Pero a su manera Daniel logró ser ecuánime, incluso en el desborde. No es fácil mantener el temple en un país de convivencia difícil, socialmente crispado y condenado al exitismo por haber acumulado décadas de frustraciones. Más complicado aún, a Peredo le tocó desarrollarse en un sistema deportivo quebrado y en un gremio donde la pasamanería, el insulto y la calumnia son moneda corriente e, incluso, formas de alcanzar “prestigio”.

Nada para él fue fácil. Llegó a ser el rostro de un canal de televisión de paga a pesar de que no representaba el estándar de belleza posicionado por el cable peruano; sin ser un escritor especialmente dotado, logró participar en los proyectos más importantes de los noventa, como la revista Once o el diario El Bocón; no tuvo un gran timbre de voz ni un registro vocal prodigioso, pero su relato fue siempre emocionante, cálido, divertido e inteligente, de tal forma que hizo sentir a millones de peruanos que nos acompañaba. Esta, quizás, sea la razón por la que miles de hinchas lo despidieron en el Estadio Nacional con vítores honrando un lazo que se alimentó cada domingo, y cada Eliminatoria, a lo largo de más de una década. Si me apuran, Peredo fue la última estrella popular que creó la televisión peruana. A los demás les falta nobleza o mérito, o han construido su lazo por otros medios, como los influencers. Quizás eso es lo que estamos despidiendo también.

Si tuviésemos que encontrar su lugar en la tradición periodística, probablemente sea en un espacio de equidistancia con Pocho Rospigliosi, el Veco y Humberto Martínez Morosini. Con el primero compartía la sensibilidad de la tribuna y la astucia verbal de la calle; del segundo, alimentado por su portentosa memoria, el gusto por el apunte técnico, uno de los grandes legados de la prensa rioplatense; de HMM, la elaboración de frases —memes en toda regla— que hacían ameno el partido y, en la reiteración, se instalaban en el imaginario futbolístico peruano con naturalidad.

Conocí a Peredo hace varios años en tres canchas: la televisiva, la sintética y la amical. La última fue la más provechosa.

Cierta tarde, gracias a otro de los grandes aficionados al fútbol que tiene este país, nuestro común amigo y editor Carlos Salas, nos reunimos en La Gran Fruta del óvalo con la única excusa de hablar de nuestro deporte favorito. Pocas veces he disfrutado más una charla. Aquella vez, no recuerdo por qué, íbamos obsesionados con la Colombia del 94, quizás como consecuencia de la pregunta, tantas veces planteada, de cómo hubiera sido el fútbol nacional si se hubiese desarrollado tácticamente con conceptos modernos. Peredo, me parece estar viéndolo, se detenía en los cambios de ritmo del equipo de Maturana y encontraba en ello un estilo común al Perú de los setenta. Carlos notaba lo mal que se había leído el 0-5 en Buenos Aires en virtud del resultado: hasta el gol de Rincón era imposible imaginar el desastre posterior. Yo, por un capricho que ya he olvidado, estaba obsesionado con el desempeño del lateral Luis Fernando Herrera, quizás el mejor carrilero del balompié colocho, a quien atribuía los mismos méritos que a Asprilla o Valderrama. En un exceso nemotécnico espontáneo, Peredo recitó la alineación completa de Córdoba a Valencia, permitiéndose una valoración individual en cada caso. Como ha dicho Umberto Jara, Peredo era Google antes de que a Page y a Brin se les ocurrieran los algoritmos del motor de búsqueda.

Esa fijación por el detalle y la sobriedad lo distinguieron incluso en el césped. Era un delantero técnico con complejo de armador que gustaba recostarse por izquierda, o al menos así lo recuerdo en las tardes que jugábamos en el AELU. No tenía potencia, pero sí buen pie. De mí se burlaba, como corresponde, por mi rudeza, pero debo confesar que me hizo buscar videos en YouTube cuando, más por el look que por el juego (entonces tenía pelo), me apodó Eric Gerets, back de la Bélgica de los ochenta. Digamos que era generoso con los amigos.

Esa generosidad, trabajar en algo que te apasione y el amor por la selección deben ser las tres grandes enseñanzas que dejó Daniel en su paso por este mundo. En un medio donde es difícil ser auténtico sin poses ni disfuerzos, y donde ser exitoso sin dejarse ganar por el cinismo es una rareza, su vida brilló como una lección humilde. Así son las lecciones verdaderas.

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