25 años sonando
25 años sonando
Juan Carlos Fangacio

Para comenzar, esta efeméride un tanto maligna: en 1991 murieron Miles Davis, Serge Gainsbourg y Freddie Mercury. Ese mismo año, nació Ed Sheeran. Habrá quienes no vean nada extraño —ni trágico— en ese enroque de existencias musicales, pero puede hablarnos de cómo ha cambiado el panorama desde entonces. Aquel 1991 fue un año importantísimo en la producción de álbumes dentro de la industria pop. Algo especial debe de haber ocurrido para que surgieran artistas, discos y movimientos clave de cara a los años siguientes.
     Pero ¿qué fue ese “algo especial”? Si nos ponemos históricos y sociopolíticos, deberíamos entender el contexto de principio de los noventa: la caída de la Unión Soviética y el fin de 45 años de guerra fría. Los sueños de una juventud mayormente adherida a ideales socialistas y de izquierda se iban opacando sin dramas ni gestas épicas. El ocaso era más bien melancólico y decepcionante. Además, en los dos principales polos creativos del rock y el pop —Estados Unidos y el Reino Unido— aún se sentían los estragos de los gobiernos ochenteros de Reagan y Thatcher, regímenes neoliberales que provocaron una buena cantidad de manifestaciones confrontacionales, pero terminaron aplastadas en el desaliento.
     ¿Algún otro factor determinante para la época? La televisión ya había matado, enterrado y vuelto a matar a la estrella de radio y, tras esa década de ensayo y error en lo audiovisual que fueron los ochenta, MTV y el videoclip estaban en la cúspide. Solo basta recordar la hegemonía alcanzada por Chris Cunningham, Jonathan Glazer, Michel Gondry y Spike Jonze, directores de videoclips y reyes absolutos del formato reducido (algunos de ellos incursionaron luego en el cine, aunque con menos fortuna). Y en ese escenario noventero de frustraciones políticas y manía por el control remoto es que la música buscaba su lugar.

La distorsión como bandera
En 1991, Estados Unidos se lució con producciones estupendas como el "Out of Time", de R.E.M., y el "Blood Sugar Sex Magik", de Red Hot Chili Peppers, pero no parió álbum más emblemático que el del bebé bajo el agua. El "Nevermind", de Nirvana, fue el pico más alto de la banda de Kurt Cobain y representó su definitivo salto a la fama que, eventualmente, lo quemaría hasta el suicidio. Musicalmente hablando, "Nevermind" no era tan corrosivo como el "Bleach" (1989) y, para algunos, menos logrado que el "In Utero" (1993), pero junto al "Ten" de Pearl Jam (también de 1991) supo capturar la esencia del grunge y llevarla incluso hacia sus confines más comerciales. El grunge recogía la angustia y los arrebatos del punk, pero con menos estridencias y más desaliño. Ya no había tiempo para las tachas ni los peinados, digamos. Y aun con esa actitud desinteresada, supieron tender puentes hacia un público masivo.
     Mientras eso ocurría en Estados Unidos, al otro lado del Atlántico se consolidaba el britpop, U2 se reinventaba con "Achtung Baby" —uno de sus mejores trabajos— y a la par se consolidaba otro subgénero fundamental pero mucho menos difundido que el grunge: el shoegazing. Este estilo, que imponía el ruido y la distorsión sobre melodías suaves y cantos casi susurrados, también arrojaría en 1991 su disco más representativo: el "Loveless", de My Bloody Valentine. Y esta obra —a diferencia del irregular "Nevermind"— sí rozaba la perfección, aunque su gestación fue tan misteriosa como maldita pues prácticamente llevó a la bancarrota a su discográfica, Creation Records, además de sumir a la banda en un hiato creativo de 22 años hasta su siguiente producción. El shoegazing fue concebido por otros grupos extraordinarios, como Slowdive y Ride; tomó influencias de The Velvet Underground y Cocteau Twins; y sentó las bases para algunas de las propuestas de vanguardia y posrock más arriesgadas que vinieron luego. Y aunque corrió diferente suerte que el grunge, compartía su tendencia a la aspereza y la ‘suciedad’ como reflejo de la época.

Del trip hop al hip hop
Hoy por hoy, en que aún se debate si acaso el rock ha muerto, el rap y el hip hop aparecen más pletóricos que nunca. Si no, que lo digan Kanye West, Kendrick Lamar y compañía, indiscutibles amos y señores de la música pop del siglo XXI. Si queremos entender esa supremacía, deberíamos rastrear a quienes marcaron el legado. Y entre esos pioneros están A Tribe Called Quest y su notable disco de 1991 "The Low End Theory", una obra que bebía del jazz y equilibraba sus ritmos con letras poderosas. We put hip hop on a brand new twist, sentencian en “Jazz (We Got The)”, uno de los mejores temas de la placa.
     Cruzando el charco también encontramos un paralelo: en Bristol, Inglaterra, empezaba a formarse el trip hop, un movimiento tan o más innovador que tuvo como álbum bandera al "Blue Lines", de Massive Attack; y que alcanzaría su plenitud con Portishead, los primeros discos de Unkle y de Morcheeba; y que luego se extendería en fusiones y adaptaciones que incluyen a Björk o a Goldfrapp. El trip hop es una electrónica con esteroides de jazz, soul, funk y otros géneros con altos niveles de experimentación.
     ¿Fue 1991 solo una fecha clave que parió álbumes definitivos? ¿Pueden los contornos de la música definirse por años o espacios geográficos? Probablemente no, pero, a 25 años de su aparición, sus ecos no parecen haberse desvanecido y siguen oyéndose en la música de hoy. Como ocurre con los mejores clásicos.

[Juan Carlos Fangacio (Lima, 1988) es periodista. Fue editor de Godard! Actualmente dirige la revista Buensalvaje y es editor general de Poder]. 

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