Carlos Oquendo de Amat: Se prohíbe estar triste
Carlos Oquendo de Amat: Se prohíbe estar triste
Christian Reynoso

“Hombre, no creo que el muerto se vaya a enojar”, me dice Aquilino Calleja, trabajador de construcción y conserje del cementerio de Navacerrada los días sábados y domingos. Con más confianza, entonces, arranco un ramo de flores del nicho vecino, para enseguida colocarlo a los pies de la lápida de Carlos Oquendo de Amat. “Se prohíbe estar triste”, respondo, trayendo a cita uno de sus versos. Aquilino sonríe.
He llegado a este pueblo del centro de España, tras dos horas de viaje en tren desde Madrid hasta Cercedilla, y a 20 minutos adicionales en bus, con el propósito de visitar la tumba de Oquendo de Amat (Puno, 1905 – Navacerrada, 1936), autor del mítico poemario "5 metros de poemas" (Minerva, 1927). Él había llegado en medio del padecimiento de la tuberculosis, sin saber que la muerte lo alcanzaría aquí. Dejó atrás el Perú en el afán de curarse; no había cumplido los 31 años, pero había publicado ya el que sería su único libro, hoy una joya de la poesía vanguardista en Hispanoamérica. Es lo que le cuento a Aquilino. Me responde que este cementerio suele ser muy visitado por artistas y “gente intelectual”.

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Un día como hoy. Un 17 de abril de 1905, Carlos Oquendo de Amat nacía en Puno. A los 19 años definía su biografía: “Tengo 19 años/ y una mujer parecida a un canto”. No hacía falta decir más. Su infancia estuvo marcada por el cinematógrafo, el primero que hubo en Puno traído por su padre, el médico Carlos Belisario Oquendo. Cuando este murió, las falencias económicas azotaron a la familia. El poeta tuvo que dejar a su madre María Zoraida y trasladarse a Lima para inscribirse en el colegio Nuestra Señora de Guadalupe, gracias a una beca, y luego continuar estudios en la Universidad de San Marcos. Estudios que abandonaría, insatisfecho, para empezar a visitar la Biblioteca Nacional. Allí su imaginación empezaría a borronear sus primeros versos, al mismo tiempo que abrazaría los ideales socialistas. Como discípulo de José Carlos Mariátegui haría trabajo político en el sur peruano y en Bolivia, y asumiría la secretaría general del Partido Comunista de Arequipa. Sería perseguido y una vez enfermo emprendería viaje a Panamá, México, Costa Rica, Francia y España, adonde llegaría para morir el 6 de marzo de 1936.

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Le enseño a Aquilino Calleja el ejemplar de "5 metros de poemas" que tengo entre manos. Lo observa con curiosidad. Lo desdoblo dada su característica de acordeón y él se sorprende. “Es un libro-objeto”, le digo. Asiente y me dice que se lo preste. Lo hojea y le llaman la atención los versos que están subrayados. Los lee en voz alta: “Tuve miedo/ y me regresé de la locura/ Tuve miedo de ser/ una rueda/ un color/ un paso/ PORQUE MIS OJOS ERAN NIÑOS”. “Parece que lo ha escrito un niño”, me dice, y sigue leyendo con interés, pidiéndome, acaso, con sus manos callosas, que se lo regale.

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"5 metros de poemas" (1927), junto con "Trilce" (1922) y "La casa de cartón" (1928) son los libros fundamentales de la vanguardia latinoamericana de la década del veinte. Década en la que se publicaron varios otros títulos que no lograron sobrevivir y que hoy deberían ser reeditados y leídos (ver, por ejemplo, "9 libros vanguardistas". Ediciones El Virrey, Lima, 2001).
    En "5 metros de poemas" la exploración del yo poético transita entre lo melancólico, lo cosmopolita y una bella intensidad de imágenes: “abra el libro como quien pela una fruta”, nos recomienda el poeta en las primeras páginas. Sus versos frescos, escritos de forma horizontal, vertical y oblicua, en recuadros y de manera peculiar en cuanto a la distribución y tipografía de las palabras, dan una idea de su carácter vanguardista.
    Fue Mario Vargas Llosa, en 1967, al recibir el Premio Rómulo Gallegos quien llamó la atención del mundo sobre Oquendo de Amat. Años antes lo habían hecho en el ámbito local unos jóvenes poetas puneños. Desde entonces, la obra oquendiana empezó a ser revalorada, reeditada y estudiada en su justa dimensión.

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Me despido de Aquilino, nos damos un apretón de manos y dejo atrás el cementerio. Me dispongo a caminar por el pueblo. Sus calles angostas y empedradas, un tanto silenciosas, soportan mi mirada curiosa. Sus piletas de agua pura, característica por la que se conoce a Navacerrada, me incitan a beber de ellas. De pronto, hacia el final de una calle, descubro a lo lejos el color azul de una laguna acuartelada en la orilla de un claro paisaje de árboles. Asocio inmediatamente la imagen con el paisaje del lago Titicaca en algún pueblo del sur de Puno. Pienso, entonces, que Oquendo de Amat también vio esa laguna y ese paisaje, y quizá recordó un momento de su niñez antes de morir, a la hora en que “los árboles cambian/ el color de los vestidos”, como escribió.

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