De chefs a estrellas: La cocina del gran espectáculo
De chefs a estrellas: La cocina del gran espectáculo
Juan Bonilla

No es difícil darse cuenta de cuándo está uno ante alta cocina: es aquella que se convierte en tema de conversación único mientras se degusta. Más allá de los precios de los platos y de lo escogido de los lugares donde se ubican los restaurantes, eso es lo que define a la alta cocina. Ha borrado el concepto de conversación aliado al hecho de comer: si se conversa de algo, solo se conversa acerca del modo en que se ha cocinado lo que se esté paladeando, de los matices del sabor, de la conjunción de elementos dispuestos sobre un plato. 
     ¿En qué momento empezó la alta cocina a virar, a ser considerada una disciplina más de las artes? Digamos que el rasgo antes referido de convertir los propios platos en el tema único de conversación sobre la mesa no es suficiente: también el fútbol sería entonces un arte, pues nadie va al estadio a conversar de otra cosa que no sea lo que esté sucediendo sobre el terreno de juego. Deduciríamos pues que, más que al arte, a lo que se ha ido aproximando la cocina es al espectáculo (lo que no significa en modo alguno que el arte mismo, para sobrevivir en la sociedad del espectáculo, no se haya tenido que disfrazar tantas veces de espectacular). 

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El primer paso se dio —en esto los historiadores estarán de acuerdo— en el 2007, cuando la influyente feria de arte Documenta, de Kassel, Alemania, eligió como artista invitado al cocinero Ferran Adrià, cuyo apartado restaurante El Bulli era considerado por aquellas fechas el mejor del mundo, el símbolo de la cocina de vanguardia. Ese mismo año, para que se viera que las ciencias y las artes podían ponerse de acuerdo en alguien, la Facultad de Química de la Universidad de Barcelona nombró doctor honoris causa al cocinero. Se abrió un gran debate en el mundo del arte... y una gran fiesta en el de la cocina: los artistas se decían humillados por la decisión de Documenta, y los cocineros la celebraban como un alto y justo honor. Hasta Ferran Adrià, cocina y arte solo habían tenido relaciones gracias a los bodegones o al ingenio de un pintor como Giuseppe Arcimboldo, que hacía retratos con frutas y hortalizas en el siglo XVI. El invitado de honor de Documenta debía preparar una obra para el evento, pero ¿qué pensaba hacer Adrià? ¿Qué iba a exponer en Kassel? Durante meses se hicieron chistes y deducciones. Al final, Adrià, con humildad de gigante y exquisita sabiduría, supo salir del embrollo: su obra consistiría en invitar a dos visitantes diarios de la Documenta, elegidos al azar, a su restaurante. Su cocina no podía exponerse, era un diálogo íntimo entre un plato y unos comensales: el plato se dejaba consumir y los comensales, a los que imaginamos cerrando los ojos para mejor atrapar la cascada de sensaciones, conversaban de lo que habían paladeado.

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Siempre hubo programas de cocina en televisión. Se retransmitían —y aun se retransmiten— una hora antes de la comida: los protagonizan cocineros dicharacheros, con don de gentes, que cuentan chistes mientras hacen el sofrito. Pero la costumbre era hacer platos sencillos o tradicionales o enseñar a la audiencia cómo maximizar recursos. Otro tipo de programa de cocina consistía en poner a un viajero probando los platos más grotescos del mundo: esto era muy propio del mundo anglosajón donde se ha visto a algún cocinero alucinando porque en Andalucía nos comíamos los chícharos crudos, recién sacados de la vaina, o porque ha probado insectos alienígenas en Camboya o suris gordos y reptantes en Iquitos. Lo extraordinario es que la cocina se convirtiera en concurso, y además en concurso de cocineros con currículum y restaurantes. En España, después de que la cocina se volviera, junto a la selección de fútbol y el flamenco, en el elemento más identificativo del país en el extranjero, dos programas concurso de cocina han obtenido máximas audiencias. "Master Chef" y 
"Top Chef" ponían a competir a una cabalgata de cocineros entre los que había incluso alguna estrella Michelin. Se sometían a pruebas auténticamente majaderas que no tenían mucho que ver con la alta cocina, a pesar de que el resultado que se les pedía era alta cocina: por ejemplo cocinar un plato en una pista de atletismo, corriendo 200 metros entre paso y paso de la elaboración. Para popularizarse la alta cocina necesitó bajar al barro de las grandes audiencias y salpimentar sus recursos con las ocurrencias más tortuosas del espectáculo de masas. Se supone que esos programas, además de alzar a algún cocinero que lo mereciera —dotándolo de una popularidad que hasta entonces no había logrado—, pretendían enseñar a los espectadores algunos trucos de magia. De repente todos sabíamos la utilidad del nitrógeno líquido, en qué consiste la deconstrucción de un plato tradicional o cómo hacer para conseguir un buen trampantojo. En efecto, todo remite de nuevo al precursor, Ferran Adrià. Pero detrás de la operación hay, naturalmente, intereses de mercadotecnia: la venta de gelatinas, productos exóticos, extraños aparatos de cocina profesional se disparó tras el éxito de esos programas, que en el colmo de la insaciabilidad han llegado a crear versiones infantiles, dejándose llevar por la magia de la película "Ratatouille". Ser cocinero hace 20 años era una humildad: hoy se propone a los chicos como un futuro que acaba en las portadas de las revistas y en las fiestas de alto copete. Las universidades europeas se han abierto a la cocina, que antes no pertenecía a la formación profesional. Los grandes cocineros son estrellas mediáticas; y sus libros, superventas. Todo esto es harto conocido en el Perú. Tanto ha crecido en respeto social la cocina que creo que es la única disciplina donde ahora se permite sin polémica el maltrato de animales: en España se está repensando la fiesta taurina gracias a las protestas de los animalistas, pero se emite en horario de máxima audiencia cómo se cuece viva una langosta sin que haya manifestaciones en contra ni recogida de firmas en las calles.
     Este viaje de la humildad a la élite y de la élite a la masa puede servir para diagramar el transcurso que utiliza inevitablemente el mercado para convertir en “dinero clase media” lo que fue pueblo por un lado y aristocracia por otro. El gazpacho o el lomo saltado son platos de pobre que al ser trastornados por un cocinero artista de repente cobran estatura oligarca: luego, mediante su transformación en producto televisivo, se le rebaja para convertirlo de nuevo en popular, aunque ya no pobre. Eso no obsta para reconocer que un cocinero artista logre el milagro de hacer de un lomo saltado un plato que no olvidarás o invente un gazpacho de albaricoque. La cocina peruana, tan llena de tradición e historia, ha sido de las que mejor ha sabido adaptar ese discurso para, desde abajo, alcanzar la cima, gracias sobre todo a Gastón Acurio, gracias a la estrella Michelin de Lima, el restaurante de Virgilio Martínez en Londres, y más casos de rutilante éxito global. Su internacionalización parece ya imparable. La cocina se vuelve seña de identidad de un país. A cada quien al que le digo que estoy viajando al Perú me dice: “Ah, he oído que allí es donde mejor se come de toda América”. Por otro lado, si me presento a un extranjero diciéndole que soy español, enseguida vuelan los nombres del tenista Rafa Nadal, el sol, las playas... y la cocina española. 
     La pregunta acerca de si los cocineros son artistas no deja de tener su punto interesante para los teóricos y los filósofos. Uno de ellos, Fernando Savater, ha sido de los más combativos en ridiculizarla. Pero si una de las misiones del arte es emocionar nuestros sentidos, poblarnos de recuerdos con obras realizadas por otros pero consumidas por nosotros, golpearte las meninges con una sensación inédita, no se ve por qué puede haber más arte en una instalación conceptual que en la esferificación de té verde de Adrià. Se diría que un plato es la concepción más pura de la definición de arte como comunicación íntima entre dos seres mediante una obra generada por uno de ellos y recibida por el otro. Lo cierto es que una de las ambiciones más razonables del arte fue siempre la de conseguir llegar a un número mayor de personas, no quedarse en las tapias del propio gueto donde vivían artistas y entendidos. La alta cocina ha operado exactamente igual: y la época ha dictado cuál debía ser su recurso para expandirse y convertir en personajes populares a sus principales representantes. Convertirse en espectáculo... aunque ello signifique en cierta medida abandonar sus alturas, rozar lo ridículo y someterse al riesgo de causar tanta hartura que uno regrese al lugar del que partió todo: un trozo de pan con música, un tomate fregado sobre él, unas gotas de aceite y una lámina de jamón del bueno. 

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