Hilary Putnam: El elogio de la duda
Hilary Putnam: El elogio de la duda
Francisco Melgar Wong

Amediados de los años cincuenta, dos filósofos se sentaron a conversar en una cafetería de la Universidad de Princeton. Uno era Rudolf Carnap, el último positivista lógico, quien había llegado a América a fines de los treinta huyendo de los nazis. El otro era Hilary Putnam, un joven estadounidense que admiraba a Carnap, aunque criticaba muchas de sus teorías. Durante la conversación —que probablemente giró en torno a temas como los datos de la percepción sensible y la verificación de los enunciados de las ciencias naturales— Carnap le dijo a Putnam algo que este jamás olvidaría. 
    Así lo recuerda el propio Putnam, 30 años después, en la introducción de su libro "Representación y realidad": “Jamás olvidaré con que énfasis subrayaba Carnap —un gran filósofo que tenía un aura de integridad y seriedad casi sobrecogedora— el hecho de haber cambiado de posición filosófica más de una vez. ‘Antes creía… Ahora creo…’ era una expresión típica de Carnap. Y Russell, que influyó en Carnap como Carnap influyó en mí, también fue conocido por cambiar sus ideas. Si bien no coincido con las teorías de Carnap en ninguno de sus períodos, para mí es el ejemplo más sobresaliente de un ser humano que pone la búsqueda de la verdad por encima de cualquier vanidad personal”.
    Desde ese encuentro en Princeton, Putnam hizo suya la actitud de Carnap, y construyó su carrera basándose en ella. Hasta el día de su muerte, ocurrida en marzo pasado, el estadounidense elaboró, asumió y refutó sus propias tesis en áreas tan diversas como la filosofía de la mente, la del lenguaje y la de la ciencia. Quizá el caso más notorio sea el del funcionalismo, una teoría sobre la naturaleza de los estados mentales que Putnam postuló con enorme éxito a comienzos de los años sesenta y que él mismo se encargó de refutar a mediados de los ochenta. Al igual que Carnap y Russell, Putnam asumió desde muy joven que la actividad del filósofo no consiste en defender una tesis hasta sus últimas consecuencias, sino en abandonarla si los argumentos así lo requieren. Esta es, sin lugar a dudas, una de las más grandes lecciones que nos deja.
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Con la misma severidad con que puso a prueba sus propias teorías, Putnam también polemizó con algunos de los filósofos más reconocidos del siglo XX. Algunas de las tesis que atacó con mayor determinación fueron los postulados positivistas de que los objetos materiales son construcciones lógicas basadas en los datos de la percepción sensible, y que las teorías científicas son solo herramientas para predecir nuestras experiencias subjetivas. También discutió con los teóricos del sense-data, que señalan que los datos sensibles son una interface que separa nuestras mentes de los objetos del mundo exterior. Finalmente, atacó la teoría de que los significados existen únicamente en la mente. En este último punto encontró un aliado en Saul Kripke, quien postuló una tesis similar en las conferencias que ofreció en Princeton en 1970 y que fueron publicadas, diez años más tarde, bajo el nombre de "El nombrar y la necesidad". Por todo ello, suele decirse que los debates filosóficos en los que Putnam se involucró a lo largo de su vida constituyen una lista de las discusiones más importantes en la historia de la filosofía del siglo XX.
    Hacia el final de su vida, Putnam rechazó de forma enérgica la dicotomía entre los hechos y los valores, a la que calificó, según sus propias palabras, como “el legado más peligroso del positivismo lógico”. Aquí hay una referencia a una tesis que Putnam nunca aceptó: que el valor es subjetivo. En una época en la que un candidato a la presidencia de los Estados Unidos afirma que su país necesita más gasfiteros que filósofos, y en el que las especialidades de filosofía cierran por falta de presupuesto, Putnam echó mano del debate sobre la objetividad de los valores para volver a poner sobre la mesa la importancia de la filosofía en la vida pública. 
    Putnam tomó como ejemplo al famoso economista Lionel Robbins, quien se opuso a la redistribución de la riqueza durante la gran depresión de 1929, argumentando que las comparaciones interpersonales no tienen significado porque presuponen juicios de valor, y los juicios de valor están más allá de cualquier argumentación racional. Esto, señala Putnam, es un ejemplo de cómo una tesis filosófica positivista, llena de presuposiciones no evidentes, supera el ámbito académico para influir en la vida pública. Y el problema es que si los filósofos dejan de hacer filosofía, la mala filosofía seguirá existiendo. Los novelistas, los biólogos y los músicos no dejarán de hacer filosofía y acabaremos sumergidos en discusiones sin dirección. Necesitamos voces especializadas que nos digan cuando algo tiene sentido y cuando algo no lo tiene. Ahora que Putnam no está más entre nosotros, esta es una lección que tampoco debemos olvidar.

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