Johanna Hamann y Andrés Zevallos: la escultora y el pintor
Johanna Hamann y Andrés Zevallos: la escultora y el pintor
Jorge Paredes Laos

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Cuando el 2015, presentó una muestra antológica de su trabajo creativo, Johanna
Hamann me dijo que más que mirar el tiempo transcurrido a ella le interesaba “ver su obra en ese tiempo”. Mientras revisaba cada una de sus esculturas, su memoria volvía a 1983 cuando en la galería Fórum sorprendió a críticos y espectadores con ese pedazo de vientre colgado en un gancho de carnicería. Un trabajo extremadamente frío y desolador sobre algo tan celebrado como la maternidad. Ahí, en la escultura de ese torso había —en palabras del crítico Jorge Villacorta— un signo de interrogación: “Era una obra que no te daba ninguna respuesta, ni sobre la concepción ni sobre el embarazo ni sobre el aborto, aunque estaba presente el sentimiento de desgarro que producía la maternidad o aquello que tenía que ver con ella”.     

Y lo planteaba una artista que no era feminista ni pretendía serlo. Alguien que pertenecía a la clase media limeña y que había egresado de la facultad de Arte de la Universidad Católica, y que desde esos espacios —podría pensarse cómodos— iniciaba una trayectoria desafiante y singular. Sus siguientes exposiciones marcaron otros referentes en los que otra vez la figura del cuerpo femenino le permitió establecer un diálogo con la realidad circundante, con el quiebre del país por la violencia política, como en su segunda muestra de 1985; o con la desmaterialización de lo físico en esas cuatro esculturas que tituló El cuerpo blasonado, en 1997, y que eran como un tránsito liberador hacia la finitud de la muerte.

“Siguiendo a Heráclito, se podría decir que ella nunca bebió dos veces el agua del mismo río”, agrega Villacorta. Hamann no le tenía miedo al riesgo y en cada exposición se atrevía a desafiar lo que había producido anteriormente. De muy pocos artistas en el Perú se puede decir eso. “Se dedicó a plasmar una especie de humanismo, no como el común de la gente lo entiende, sino desde una capacidad de análisis que le permitía escudriñar la existencia a la luz de nuevas formas de pensar el ser humano”, afirma el crítico. Por eso su arte fue ante todo un ejercicio de valentía, en el que destacaba ese entrelazamiento entre lo figurativo y lo abstracto, como en esa escultura de madera en la que un cuerpo femenino se va transformando en algo incierto como dos alas que se extienden al vacío. 

La partida de Johanna Hamann, a los 62 años, nos impide no solo seguir aprendiendo de una artista única, sino de una maestra e investigadora comprometida con el papel que podía cumplir la escultura en la construcción de ciudadanía; de ahí sus esfuerzos por entender esa etapa desmesurada —el famoso oncenio de Leguía— cuando Lima vivió una de sus mayores transformaciones urbanísticas.  

 

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Solían llamarlo el último indigenista. En diciembre había cumplido 101 años y bordeaba la leyenda: era el último de los artistas que había conocido a mediados de los años 30 a José Sabogal, Julia Codesido, Camilo Blas, Teresa Carvallo, Camino Brent, en la mítica Bellas Artes, y que había iniciado su carrera en medio del auge del indigenismo. Nacido en Cajamarca, en 1916, Andrés Zevallos de la Puente hizo de esta región su patria artística y ahí plasmó, en pinturas de luminosos cielos serranos, una serie de personajes —sobre todo campesinos— idealizados  en sus faenas agrícolas, fiestas y procesiones. “Es muy valioso todo lo que significa don Andrés para Cajamarca y sus pintores, por su constancia, tenacidad, disciplina, pues él pintó hasta el último de sus días”, cuenta su amigo, el escritor William Guillén Padilla. Él lo recuerda como un hombre conversador, amable y de espléndida memoria, que siempre estaba rodeado de discípulos y conocidos que llegaban a visitarlo en su taller, en la calle Garcilaso. 

Otra de sus facetas fue la de escritor.  Uno de sus libros más conocidos, Cuentos del Tío Lino, lleva ya 11 reediciones — la última de Lluvia Editores está traducida al quechua y al inglés— y recrean las historias de un personaje que el pintor conoció en su infancia, en Contumazá. “Yo lo he visto vestirse de Tío Lino, con poncho y sombrero, y contar cuentos a los niños”, recuerda Guillén.  Otro de sus seguidores, el pintor cajamarquino José Chávez Tejada, cuenta que Zevallos era un luchador incansable de la cultura e identidad ‘cajacha’. “Su propuesta pictórica se caracteriza por un estilo único y colorido”, dice. Una estética alejada, después de todo, del indigenismo clásico, y que en opinión de Guillén “trasciende corrientes y tiempos”. Zevallos fue el último exponente de una generación irrepetible. 

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