Kafka transformado
Kafka transformado
Juan Manuel Chávez

De todas las anécdotas acerca de Franz Kafka, la más popular es aquella que refiere el destino de sus textos inéditos. A través de una carta, Kafka le pidió a su amigo Max Brod que no tuviera piedad con sus manuscritos, sus diarios, sus “garabatos”; que los quemara luego de su muerte. Brod no le hizo caso. Por el contrario, los difundió. 
     Si tan importante era para Kafka acabar con su producción literaria, ¿por qué no arrinconó con su último suspiro la enfermedad e interrumpió la revisión de sus textos (tres meses antes de morir terminó un cuento) para emprender él mismo la tarea de incendiar sus páginas? Esta podría ser una cuestión trivial, sobre todo bajo el perfil general que se propagó del autor: un individuo tan abstraído como torturado. Lo cierto es que esta imagen, además de parcial como cualquier otra, tiene trazas de ficción. Por lo menos, parece incongruente con el supuesto que desliza el novelista John 
Banville: “Durante la Primera Guerra Mundial contrató los servicios de una agencia de recortes de prensa para no perderse ninguna mención, por fugaz que fuera, de su obra”.
     En una entrevista propagada por The History Channel, Max Brod recordaba lo que le respondió a Kafka: “Si piensas que voy a destruir tus cosas, estás equivocado”. A su juicio, esta solicitud “no debe ser considerada su último deseo”. Pocas desavenencias han sido tan favorables para la cultura universal.

¿Quién fue Franz Kafka?
Sabemos que Julia, su madre, provenía de una familia acomodada, a diferencia de su padre, que era comerciante y llegado del campo: Hermann, el célebre destinatario de su carta más célebre (“Hace poco tiempo me preguntaste por qué te tengo tanto miedo…”), escrita en 1919 pero que nunca remitió. Praga, ciudad del Imperio austrohúngaro, fue el lugar donde creció la familia, en una casa de la calle U Radnice. En la actualidad, de la vivienda original solo se conserva la fachada, ya que el resto fue consumido por un incendio. Esta pérdida, ocurrida antes de que Kafka ingresara a la universidad, no es tan significativa como otras dos: su hermano Georg falleció cuando tenía cuatro años, y Heinrich en la primavera siguiente. Franz fue el primogénito que sobrellevó la instalación de la muerte en su niñez. Quizá estas tragedias fueron el germen de una de sus actitudes más radicales: no soportaba la soledad, como prueba Pietro Citati en su libro "Kafka". 
     El hijo de los judíos Hermann y Julia Löwy entró al nuevo siglo con ansias. Se matriculó en la carrera de Química, que abandonó por Derecho, y a la par siguió 
Literatura Alemana e Historia del Arte desde 1902. En octubre de ese año conoció a Max Brod; para entonces ya conservaba unos manuscritos y desechaba otros. 
     No escribía en yiddish, el idioma de sus ancestros, ni hizo del checo su lengua literaria (fue la escritora Milena Jesenská-Pollak, quien tuvo una platónica relación con el autor, la que tradujo posteriormente "La metamorfosis" a este idioma); optó por el alemán, una asimilación que se encuadra en la administración austriaca de Praga dentro del imperio. La traductora Christiane Quandt, de la Freie Universität Berlin, identifica que “el alemán también tiene la función de separar el autor de la obra”, lo cual contribuye a que sea más “fantasmagórica todavía”.
     Años después, en noviembre de 1912, Kafka ya había publicado cuentos y prosas, comenzado su novela "Der Verschollene" (lanzada póstumamente como América) y afianzado la escritura de sus diarios (1910-1923). Una noche de ese otoño acabó "Die Verwandlung" (que en español es conocida como "La metamorfosis", si bien significa “La transformación”). Esta obra, que ahora cumple un siglo, se lanzó en una revista tres años después (Vladimir Nabokov sostiene que en octubre). 

Ocultamientos y significaciones
El libro comienza con una ruptura: el joven Gregor Samsa se despierta convertido en un insecto. La situación es tirante sobre pasmosa. Samsa no puede ir a trabajar y corre el riesgo de perder su empleo, con lo que dejaría de ser el sostén económico de la casa; esto impacta en sus vínculos con todos. Sus días se ensombrecen como una flor que se marchita hasta morir.
     Nabokov, el autor de "Lolita", abordó "La metamorfosis" en su célebre "Curso de literatura europea". Lo hizo no solo como escritor sino también como entomólogo profesional. Era un hombre que sabía de insectos, fuera de ser un artista del estilo narrativo. Por un lado, subraya la nitidez de la prosa de Kafka, “la riqueza tenebrosa de su fantasía”. Por otro, trata con gravedad científica lo más simple y oscuro de "La metamorfosis": ¿qué bicho era? Nabokov sostiene que un “escarabajo pardo, convexo, del tamaño de un perro”; complementa diciendo: “ni Gregor ni Kafka lo ven con excesiva claridad”. Un misterio hasta para el autor y su protagonista. 
     Lo inexplicable está en la base de esta obra, plagada de cotidianeidad. Así como a Kafka parece no inquietarle el tipo de insecto que concibe, tampoco le interesó consignar en sus páginas personales la escritura de "La metamorfosis" o su publicación. Nada comenta al respecto en su diario de 1912, que interrumpe en setiembre; ni en 1915. Kafka está más preocupado por sus dolores de cabeza y la inminencia de una conflagración internacional; se orienta a sus perspectivas financieras: “consideración de si debía comprar bonos de empréstito de guerra”, anota en noviembre. La edición en libro salió recién en 1916, de los talleres de Kurt Wolff en Leipzig.

Antes del fin y la obra inédita
Pietro Citati relata que poco antes de morir, en 1924, Kafka se embarcó en un par de reconciliaciones. La primera con su padre, a partir de una atención suya que lo dejó feliz: una tarjeta postal con la propuesta de tomarse unas cervezas; la otra, con relación a las flores que tanto quería, pero que no introdujo en su literatura. El cuidado que prodigaba a las peonías y las lilas contextualiza una frase de sus últimos días, referida por Citati: “permitiéndose finalmente un salto en la utopía, dijo: ‘¿Dónde está la eterna primavera?’”. Kafka estaba encantado con acumular macetas, no con destruir escritos. 
     ¿Qué preservó Max Brod? Mínimo, tres novelas fundamentales, tres muestras de lo que solemos definir como universos o situaciones “kafkianas”: "El proceso", "El castillo" y "América", publicadas respectivamente en 1925, 1926 y 1927. La primera inicia con el arresto de Josef K, quien ignora por qué lo privan de su libertad. La segunda trata sobre un hombre que es contratado por los señores del Castillo para un empleo que ya no existe. En "El proceso", el protagonista busca el modo de escapar de los laberintos del sistema; mientras que en "El castillo" el objetivo es internarse para encontrar respuestas. La tercera cuenta la historia de un inmigrante europeo en Estados Unidos: tiene 16 años, pero no el mejor futuro por delante. El peruano Renato Sandoval, poeta y traductor de "La metamorfosis", sostiene que la obra de Kafka está hecha “a base de orfandad, miedo, escisión, desgarro y desasosiego”.

La timidez y el fuego
El novelista Ivan Klíma nació también en Praga. Su historia "Amor y basura" está protagonizada por un escritor, sumido en la clandestinidad por la censura estatal, que compone un ensayo sobre Franz Kafka. Él dice: “en un mundo cada vez más dominado por una razón que cree saberlo todo sobre este mundo y más sobre sí misma, Kafka descubrió de nuevo el misterio que suponía para él lo que vivía”. 
     Es adecuada y funcional la perspectiva del misterio. La narrativa de Kafka está asombrada y buceando alrededor de sus temas, como la doble respuesta a un mismo hecho: la impresión que genera y la acción que motiva. La mayoría de las historias de Kafka cuentan un doble cuento; ahí, algunas de las huellas de su maestría y luminosidad. Para cumplir con este fin, se apoya en la ironía, que es una forma de reír de lado. Franz Kafka es un autor que explota los núcleos desde los laterales, no desde el centro (en palabras de Claudio Magris, “es en sí mismo una frontera”). Sus novelas y relatos quizá no son el resultado exclusivo de un espíritu esencialmente abstraído y torturado, sino las páginas de una persona tímida. Si la timidez es la proclividad a eludir el contacto con los demás, la literatura significó para el joven Franz su modo de aproximarse y dialogar. 
     El pedido de quemar sus páginas no era un acto de necedad ni de menosprecio a su trabajo, tampoco una impostura. ¿Cómo podía quemar él lo que significaba su trato con los otros? Esto habría implicado desdén e, incluso, cobardía (las vivencias de Kafka y los párrafos que garabateó pueden ser el reflejo de sus temores, pero nunca el legado de un cobarde). Sin embargo, muerto él, sobrevendría el silencio y no había necesidad de ninguna cercanía; con él fallecían las conversaciones de sus tantas palabras. 
     Hasta que irrumpe la ironía, que tanto atraviesa su obra e irradia el siglo de La metamorfosis y sus otras narraciones, la ironía de que Kafka el tímido no ha terminado de hablarnos. Salvados del fuego sus escritos, sabemos bien que nunca callará. 

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