Aurelio Miró Quesada Sosa delante del retrato de su abuelo José Antonio, a quien le guardaba un cariño entrañable. [Foto: Archivo El Comercio]
Aurelio Miró Quesada Sosa delante del retrato de su abuelo José Antonio, a quien le guardaba un cariño entrañable. [Foto: Archivo El Comercio]

Por Juan Aurelio Arévalo Miró Quesada

En una de las tantas ceremonias de aniversario de El Comercio mi abuelo definió el periodismo como “aquello que es fugaz y, a la vez, permanente”. Lo escuchaba una multitud de redactores hipnóticamente congregados alrededor del vestíbulo del diario, entre ellos su sobrino Paco (Francisco Miró Quesada Rada), que se fue preguntándose qué habrá querido decir el tío Lelo.

La respuesta llegó a los pocos días cuando Paco se internó en la hemeroteca para preparar la edición de El Dominical por el centenario de Racso. Ahí, rodeado por tomos que reúnen todos los ejemplares de El Comercio desde su fundación en 1839 hasta la fecha, empezó a leer un artículo sobre el átomo, y sintió que recobraba actualidad. Al cerrarlo comprendió lo fugaz. Y entendió que cada nota, por más pequeña que sea, está destinada a ser permanente. Por eso mi abuelo repetía que la hoja de un periódico no está hecha solo con papel y tinta. Está hecha con alma.

Hoy, frente a la hemeroteca, en el corazón de la redacción, tenemos una pizarra donde diariamente colocamos las páginas revisadas por los editores. Ese tablero tiene adherido un artículo escrito en 1957 por mi abuelo titulado “La importancia de los periódicos reside en su sentido espiritual”. Desde allí nos dice que “la simple objetividad, aunque parezca paradójico, resulta muchas veces lo más subjetivo”.

“Tómese un paisaje y hágase pintar por varios; tómese un objeto y hágase fotografiar por muchos; y encontraremos resultados distintos, si se han buscado ángulos propios y se han recogido verdades, deliberadas o indeliberadamente fragmentarias. La media perturba y deforma las cosas. Lo que ocurre es que se equivocan los conceptos. Lo que importa fundamentalmente no es la objetividad sino la veracidad, que puede ser distinto. En todo caso, la objetividad no es una meta sino una consecuencia, es el resultado material de una base espiritual: el sentido ético”.

Y como si se tratara de una concatenación oriental concluye: “Si no hay sentido ético, no hay limpieza de pensamiento; si no hay limpieza de pensamiento, no hay claridad de visión; si no hay claridad de visión, no puede haber objetividad veraz alguna”.

AMQS con su tío Luis y su primo Alejandro en la hemeroteca de El Comercio.
AMQS con su tío Luis y su primo Alejandro en la hemeroteca de El Comercio.

                                      —Testigo del tiempo—
Resolver situaciones complejas con palabras precisas era una de sus virtudes. Su erudición y memoria cultivada por una vida que fue casi tan larga como un siglo le permitían enfocar todo tipo de temas. En palabras del historiador Héctor López Martínez, “él veía las cosas con larga visión, no con breve pasión”.

Cuando Aurelio Miró Quesada Sosa nació, en 1907, El Comercio ya tenía 68 años de fundado. Desde la azotea de su casa veía las máquinas de impresión y por la tardes entraba al patio de la vieja casona para jugar con los linotipos. A los 5 años El Quijote ya era su libro de cabecera. A los 17 publicó su primer artículo en el diario, una nota sobre James Joyce. Luego escribió sobre Jean Cocteau, Marcel Proust y de literatura rusa y japonesa. A los 21 dio la vuelta al mundo y ese recorrido fue el primer acercamiento de la prensa peruana con los misterios del Oriente. Tardó dos años en regresar y un año después viajó por todos los rincones del Perú con el único objetivo de retornar para contar.

De la selva escribió: “La naturaleza crea y devora al mismo tiempo. Los árboles luchan unos contra otros. Para cada animal hay uno contrario que lo hiere. Así la selva crea, pero también destruye; daña, pero al mismo tiempo repara y robustece”.

Fue él quien invitó a Jorge Basadre y a César Vallejo a escribir en el decano. Fue él quien propugnaba la buena pluma como la mejor manera de informar. Entendía a El Comercio como un órgano de docencia cívica. “Lo importante no es solo saber las cosas, sino ponerlas en su sitio”. El valor del Diario no lo medía en cifras.

Yo lo visitaba en las tardes en la vieja casa de Los Eucaliptos y lo encontraba quieto en la salita de su cuarto, mirando el parque cuando prendían las luces. “De chico, me gustaba ver a los faroleros con sus escaleras encendiendo los mecheros”, me contaba. Luego abríamos álbumes de fotos y empezábamos un viaje de recuerdos. Nuestras conversaciones solo se interrumpían cuando llegaban las páginas de la edición de El Comercio. Revisaba línea por línea. Artículo por artículo con absoluto silencio. Era una exhibición de compromiso y responsabilidad bajo presión.

En 1997 El Comercio lanzó su edición online. Cuentan que a la oficina de mi abuelo llegó un mensaje extraño llamado correo electrónico y la secretaria empezó a gritar. “Doctor Aurelio, es un chico de 11 años que dice ser su nieto; está en África y dice que lo extraña”. Era yo desde Marruecos enviando el primer mail que recibió la dirección del diario. Y la respuesta llena de cariño fue seguramente el único mail que envío mi abuelo.

Las transformaciones no le preocupaban en la medida que se mantuviera “la continuidad en lo esencial”, es decir, en los valores éticos que han acompañado al Diario desde su fundación. Su abuelo José Antonio escribió: “No muere quien perdura en el espíritu de sus continuadores”; y él, al llegar a los 90 años, dejó un mensaje para la eternidad: El Comercio tiene una doble responsabilidad. No solo es una empresa considerada una institución nacional, sino el testimonio de una larga tradición familiar. El Comercio es un compromiso con el pasado y el futuro.

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