Jorge Paredes Laos

La televisión entonces era en blanco y negro. Cada sábado en la tarde, en esa caja rectangular que tardaba varios minutos en encenderse, uno se encontraba con la figura de un hombre negro, distinguido, que vestía terno y corbata. Su incipiente calvicie, sus gruesos lentes de carey, y sus tupidos bigotes, más oscuros todavía que su piel, y que no podían ocultar su ancha sonrisa, le daban un aspecto bonachón y profesoral. Parecía un carismático presbítero sureño o un elegante zapateador de jarana. Pero lo que más sorprendía era la potencia de su voz. Tenía un timbre grave que cobraba especial resonancia cuando declamaba sus décimas, unos versos mordaces, melancólicos, rebeldes y chispeantes que había compuesto desde muy joven, en un ejercicio de inspiración autodidacta, pues él apenas había terminado la primaria en una humilde escuela en la hacienda Lobatón, en Lince. Unos versos que entonces ya estaban en los textos escolares y que uno debía aprenderse de sopetón: “Cómo has cambiado, pelona,/ cisco de carbonería./ Te has vuelto una negra mona/ con tanta huachafería…”; o el triste: “¡Ay, canamas camandonga!/ ¿qué tiene mi cocotín?/ mi neguito chiquitín,/ acuricuricandonga/ Epéese a que le ponga/ su chupón y su sonaja…”; o el más popular de todos: “A cocachos aprendí/ mi labor de colegial/ en el colegio fiscal/ del barrio donde nací…”.

Este moreno alto y querendón se llamaba Nicomedes Santa Cruz y en esa época —en la mitad de los años setenta— conducía un programa llamado Danzas y canciones del Perú en la estatizada televisión peruana. Por ahí desfilaban cantantes de valses, polkas y huainos; cultores del tondero, la marinera y el huaylarsh, además de grupos de festejo y de landó. Era una miscelánea televisiva de varias horas de duración, y significó su etapa de mayor popularidad, pues antes ya había alcanzado cierta notoriedad como columnista de diarios —entre ellos El Comercio y este suplemento— y presentador radial.


(Foto: Archivo histórico de El Comercio)

(Foto: Archivo histórico de El Comercio)

Pero el legado de Santa Cruz excedería largamente esta imagen mediática. Provenía de una numerosa familia de artistas negros, que más allá de cultivar la pintura, la poesía, la música y el baile, buscaba revalorar su herencia africana. Rescatar eso que ellos inicialmente llamaban la negritud de la secular marginación y del escarnio a los que habían sido sometidos por siglos, desde que sus ancestros llegaron al Callao en los barcos esclavistas. Por eso la voz de Nicomedes, como la de su hermana mayor Victoria, no era de odio, sino de reivindicación y de protesta. En uno de sus primeros versos conocidos, decía: “De ser como soy me alegro/ ignorante es quien critica/ que mi color sea negro/ eso a nadie perjudica”. Después en una de sus más conocidas décimas, “Ritmos negros del Perú”, declamaba:

De África llegó mi abuela
vestida de caracoles,
la trajeron lo’españoles
en un barco carabela,
la carimba fue su cruz.
Y en América del Sur
al golpe de sus dolores
dieron los negros tambores
ritmos de la esclavitud.

* * *

Nació en La Victoria en 1925, pero desde niño se crio en la hacienda Lobatón, donde su padre era mecánico en la planta lechera. La estirpe de los Santa Cruz —eran diez hermanos, Nicomedes el noveno— es digna de novela. Su padre, Nicomedes Santa Cruz Aparicio, fue un dramaturgo autodidacta que alcanzó fama en Lima cuando llegó a estrenar alrededor de 1912, una tras otra, tres obras teatrales: El confort del hogar, Servicio obligatorio y Un Don Juan criollo. La revista Variedades y el diario El Comercio lo llenaron de elogios y se puede decir que había alcanzado la cúspide después de una vida de incontables penurias.

De pequeño, cuando Lima empezaba a ser incendiada por las tropas chilenas, sus humildes padres lo habían entregado a una familia extranjera que partía hacia Estados Unidos para literalmente salvarle la vida. Tenía nueve años cuando llegó al gran país del norte pero al poco tiempo escapó de la casa que lo acogía. “Solo Dios sabe lo que pasó durante sus casi 30 años en Estados Unidos”, escribió su hijo Nicomedes, en una crónica en la que exaltaba la vida de su progenitor. Lo real es que este niño negro y peruano realizó múltiples oficios para poder vivir. Fue obrero y lampeó toneladas de nieve entre Nueva York y San Francisco; después conoció al célebre Buffalo Bill, y tal vez participó en su espectáculo circense. Con los años aprendió el inglés, el francés y el italiano, y se convirtió en un mecánico experto en refrigeración; adquirió la ciudadanía estadounidense y se aficionó a la literatura inglesa, a Wagner y al mandolín. Esto lo hizo destacar en la Lima de la primera década del siglo XX, cuando decidió volver y descubrió que sus padres habían muerto. Estaba a punto de retornar sin mayores ilusiones a Estados Unidos, cuando conoció a Victoria Gamarra. Ella era hija del escenógrafo, bailarín de zamacueca y pintor negro José Milagros Gamarra, y descendía de una familia de cultores de la música criolla y la marinera.  De esta unión nacieron Rosalina, Pedro, César, Fernando, Octavio, Jorge, Consuelo, Victoria, Nicomedes y Rafael.


Nicomedes con su hermana Victoria Santa Cruz, durante una entrevista para El Comercio en 1961. (Foto: Archivo histórico de El Comercio)

Nicomedes con su hermana Victoria Santa Cruz, durante una entrevista para El Comercio en 1961. (Foto: Archivo histórico de El Comercio)

Tal vez alentados por la rigidez del padre, los hijos aprendieron múltiples oficios, pero con el tiempo la mayoría de ellos fue cambiando sus actividades por el arte. Después de todo, las veladas familiares siempre estuvieron sazonadas por la música, los bailes, los retos verbales y los zapateos. “Fue algo excepcional que fluyó de manera natural. Siempre me ha llamado la atención cómo cada uno de los hermanos realizó una actividad manual pero en algún momento se inclinó por lo creativo”, dice Octavio Santa Cruz, hijo de Fernando y sobrino de Nicomedes, en su departamento de San Isidro.

Los ejemplos están ahí: César, uno de los hermanos mayores, fue un compositor de valses que con el tiempo decidió ingresar al Conservatorio, se convirtió en concertista y formó una orquesta de jazz. Al final de su vida, como quien vuelve a sus orígenes, escribió un libro sobre el vals en el Perú. Victoria fue costurera y aficionada a hacer pequeñas esculturas de cerámica hasta que descubrió el teatro, la música y las danzas afroperuanas, y entonces cambió su vida para siempre. El menor de todos, Rafael, fue torero. Triunfó en España y su hijo, que también llevaba su nombre, fue uno de los mayores estudiosos del cajón peruano. Nicomedes fue el otro caso excepcional: cuando era un despierto adolescente, peleador y enamoradizo, aprendió el oficio de herrero. No le iba mal en el negocio. En los planos de rejas y puertas solía escribir sus primeros poemas, hasta que la demanda disminuyó. Las casas de Lima fueron cambiando el hierro forjado por el aluminio, y él dijo basta. Cerró el taller, y dejó el yunque y la fragua. Conoció al decimista y músico Porfirio Vásquez y comenzó a recopilar las décimas costeñas y a perfilar las suyas. Luego, entró a la peña Pancho Fierro; le presentaron al librero Mejía Baca y a Sebastián Salazar Bondy; publicó sus primeros libros —Décimas (1960), Cumanana (1964) y Canto a mi Perú (1966) —; y con su hermana Victoria grabó discos y escribió composiciones. Así, en una década, entre la mitad de los años cincuenta y sesenta, transformó su existencia. Comenzó a darle valor a la cultura de origen africano en el Perú —y en eso fue un pionero—, e introdujo una voz oculta y silenciada en nuestras letras.

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Nicomedes Santa Cruz en el Aeropuerto junto con Mercedes Castillo Gonzalez, en setiembre de 1970.(Foto: Archivo histórico de El Comercio)

Nicomedes Santa Cruz en el Aeropuerto junto con Mercedes Castillo Gonzalez, en setiembre de 1970.(Foto: Archivo histórico de El Comercio)

En el libro Mi tío Nicomedes, Octavio Santa Cruz recuerda el momento en que su pariente conoció a Porfirio Vásquez, a mediados de los años cuarenta, en Breña. Ambos —Porfirio y Nicomedes— eran vecinos, y un día el joven herrero lo visitó en su casa y quedó maravillado con las décimas de socavón —unas composiciones sabrosas hechas para ser cantadas con los acordes de una guitarra—, tanto así que le improvisó la que sería su primera cuarteta: “Criollo, no: ¡Criollazo!/ canta en el tono que rasques/ le llaman ‘El Amigazo’/ Su nombre: ¡PORFIRIO VÁSQUEZ!”.

Con los años, Nicomedes Santa Cruz siempre recordaría a estos septuagenarios decimistas negros limeños y chancayanos que lo introdujeron en este arte. La décima era una composición poética de herencia española, conformada por diez versos octosílabos, que ya estaba en decadencia cuando Santa Cruz la rescató. Él la supo utilizar para tender lazos entre ese mundo popular negro y el criollo, en un tiempo en que las élites ilustradas buscaban el aporte afro para establecer una identidad mestiza y costeña, en contraposición a la andina. Esto es clave para entender su aporte en un espacio como la peña Pancho Fierro, fundada por José Durand, un personaje de ascendencia europea que comenzó a presentar a estos artistas populares en concurridas veladas. En 1957 la peña cambió de nombre y se le pidió a Santa Cruz una décima conmemorativa (la mencionada “Ritmos negros del Perú”). El investigador Carlos Aguirre, en su ensayo “Nicomedes Santa Cruz: la formación de un intelectual peruano”, encuentra que a partir de ese momento el penúltimo de los Santa Cruz desarrollaría “una aguda conciencia de la compleja y dolorosa historia de los afroperuanos, pero también de sus formas de resistencia cultural, combinada con un testimonio edificante y orgulloso de sus raíces africanas”.

Ahí comenzó a descubrir un movimiento mayor como la ideología de la negritud que, entonces, cobraba auge en el mundo, con pensadores y poetas como Aimé Césaire de Martinica y Léopold Senghor de Senegal. En lo político, comenzó a creer en el cambio social en el Perú. Se entusiasmó como muchos intelectuales con la Revolución cubana y más tarde se sintió cercano al velasquismo.

Por eso, pronto, Nicomedes abandonó la compañía de Durand, al que acusó de querer estilizar la música de origen africano. En 1960, él y su hermana Victoria formaron su propia asociación, a la que llamaron Cumanana, con la clara intención de rescatar eso que consideraban auténtico y que había sido estigmatizado por siglos.

Con fervor, recopilaron cantos y tradiciones populares negras que luego transmitieron en piezas teatrales y discos. Sin embargo, sus desavenencias terminaron con el proyecto común. Aguirre cita una entrevista ofrecida por Nicomedes Santa Cruz a su amigo, el investigador dominicano Pablo Maríñez, en 1982, en la que habla de este episodio: “A Victoria la conozco desde que nací, y sé lo aristócrata que es […] Esta pugna la llevamos al escenario y el desbarajuste fue en la obra Malató  […] Entonces le digo, mira, aquí el negro queda gratuitamente como asesino o hechicero, como estúpido, y eso no aporta nada a nuestra lucha de reivindicación… y adiós. Ahí nos separamos para siempre, en el año 1961”.

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Nicomedes fue colaborador de El Comercio y también firmó artículos para este suplemento. (Foto: Archivo histórico de El Comercio)

Nicomedes fue colaborador de El Comercio y también firmó artículos para este suplemento. (Foto: Archivo histórico de El Comercio)

“Mi tía Victoria y mi tío Nicomedes tenían caracteres distintos”, dice Octavio Santa Cruz. “Ambos eran creadores natos, pero sus personalidades eran diferentes. Nicomedes era muy expresivo, extrovertido; en cambio, Victoria era más racional. Yo creo que la separación era algo inevitable”, afirma.

Octavio, diseñador gráfico y exdirector de la Escuela de Arte de San Marcos, se ha convertido hoy en el portavoz de los recuerdos familiares ante la desaparición de los diez hermanos Santa Cruz, y ha realizado nuevas investigaciones sobre la décima en el Perú que complementan el trabajo realizado por su tío. Según sus recuerdos, Victoria y Nicomedes llegaron a reconciliarse a inicios de 1971. “Entonces —cuenta Octavio— el alcalde de Cañete invitó a Nicomedes para realizar el primer Festival de Arte Negro y mi tío me pidió que lo apoye con el diseño de los logos. Iba a haber una feria culinaria, un concurso de belleza y exposiciones de pintura hecha por artistas negros peruanos y extranjeros. Nicomedes aceptó la propuesta con una condición. ‘Si vamos a incluir baile y música y hay que formar grupos y coreografías, la única que puede hacer eso es Victoria’, le dijo al alcalde. Así volvieron a trabajar juntos, a iniciativa de Nicomedes”.

Luego, en 1974, los dos hermanos coincidieron en un coloquio realizado en Dakar, que reunió a personalidades del movimiento negro mundial. Ambos fueron invitados por distintas organizaciones. Los textos de Nicomedes en la prensa limeña dan cuenta de su emoción. “Volver a pisar la tierra africana después de cuatro siglos. Haber salido en carabela y retornar en avión […] Amanece y por la ventanilla del jet divisamos las costas de Senegal. Pronto pisaremos suelo africano. Pronto estaremos en la Madre Patria ¡África!”, escribe en su columna del diario La Crónica.     

Sin embargo, este encuentro —como explica Aguirre en su ensayo citado—, marcó un punto de inflexión en la vida del decimista. “En Dakar cayó en la cuenta de que realmente desconocía las culturas africanas y se sintió extraño en una tierra en la que, en teoría, debía haberse sentido como en casa. Maríñez (el amigo que lo acompañó en la travesía) cuenta cómo disfrutaron de la cultura festiva y callejera de hombres y mujeres y trataron de sumarse a los bailes pensando que pasarían inadvertidos por el hecho de ser negros. Grande sería su desilusión al percatarse de que todos se habían dado cuenta de que eran extranjeros. Maríñez se refiere a Nicomedes y así mismo como ‘aprendices de africanía’”, escribe Aguirre.

Es probable que entonces Nicomedes sintiera que su trabajo comenzaba a desdibujarse. Más aun con los cambios políticos en el Perú —Morales Bermúdez tomó el poder en 1975—, y él intuía que su éxito en la televisión y en la radio llegaba a su fin. En la entrevista con Maríñez, Santa Cruz cuenta que en esos años pasó algo terrible. La gente comenzaba a burlarse de él. “Veo que me quieren tipificar con ‘La Pelona’ (su célebre décima), como si fuera una especie de grillete, y el grito que le hacen a los negros, ‘uh, uh, uh’, imitando mi voz y todo por calles y plazas como un vejamen y una burla cruel”.

Entonces, a fines de 1980, abandonó el Perú. “Veo que no tengo una producción para este ciclo, ni un público que desee oír la verdad”, le confesó a Maríñez. Partió a España, la tierra de su esposa Mercedes, con sus dos hijos, Pedro y Luis Enrique; y salvo dos esporádicos retornos, nunca más volvió a residir entre nosotros. En España, condujo con gran éxito programas y series en Radio Exterior y en Radio Nacional, y luego fue invitado a México, donde fue condecorado y disfrutó del reconocimiento hispanoamericano. En 1983 volvió a Lima para presentar su encomiable libro de investigación La décima en el Perú. Luego regresó en 1987. Al final de esta década, le diagnosticaron un cáncer de pulmón. Pronto su vida se vio interrumpida en 1992, en Madrid. Tenía 66 años.

“Yo procuro —dice su sobrino— que se le recuerde con su música, con sus hermanos, con su gente negra, con todo eso que amó y quiso”. Por eso organiza cada cierto tiempo recitales —como el del próximo 15 de febrero, en el Icpna de Miraflores— en el que tratará de hacer resonar una vez más su inmensa voz inmortal: “Soy un negro sabrosón/ del cielo favorecido/ tengo dulce el corazón/ porque criollo he nacido”.

Fragmento

“Oiga usté, señor dotor”
( 1961 )

Oiga usté, señor dotor:
No le perdono la ofensa,
los pobres de mi color
conocemos la vergüenza 
y vivimos con honor.

El negro de su chofer
—que es marido de mi hermana—
lo ha invitao a usté mañana
pal santo de mi mujer.
Lo trataré de atender
brindándole lo mejor,
y ya que me hace el favor
de alternar con nuestra raza, 
antes de pisar mi casa
oiga usté, señor dotor

Si viene en plan de turismo
cante, baile, jaranee,
pero nunca me negree
que tengo Fe de Bautismo.
Yo permito el criollismo
pero no la desvergüenza;
por eso, dotor, si piensa
que nuestro pelo se toma,
aunque le acepte la broma
no le perdono la ofensa.

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