Oswaldo Reynoso: Letras en silencio
Oswaldo Reynoso: Letras en silencio
Carlos Arámbulo

1994, las doce del día, calor arrecho, claxon reventando a boca de sol, sudor de duda en las manos; rojo, rojo de algo que te quema en el pecho y llevas en un sobre manila, de oficinista, de empleado aspirante a creador. El temor de la puerta; tocas ¿una? ¿Dos veces? Vuelta y vuelta, cuello estirado ¿estará? Ladra un perro, un enorme pastor alemán que reposa en la entrada como un león chino para espantar los malos espíritus. La puerta tiene que abrirse ancha como la inocencia de pensar que para ser escritor solo hay que escribir y aparece el león chino, cabellera blanca compacta sin línea que la dibuje, “Hola… te estaba esperando. Pasa, pasa”. Oswaldo, el gran Oswaldo Reynoso.
    Muchos años antes, en 1961, como joven narrador, Reynoso publicaba "Los Inocentes". En 1955 había publicado un poemario, "Luzbel", que daba cuenta de su afición por lo contestatario, por lo rebelde porque sí, por actitud, rebeldía que después encontraría expresión política. Oswaldo Reynoso fue un hombre con dolor de Perú, con dolor de adolescente y de lenguaje; un artífice que cuidaba el ritmo y la música en la narrativa, opción que pocos seguirían luego de él, salvo contadas excepciones. Es complicado hablar de él porque Oswaldo, aunque no lo pareciera, era complicado. Un escritor que dibujó la culpa en una obra de más de 50 años, un hombre apasionado y honesto al cual podías rechazar por sus opiniones políticas y querer como un amigo sincero; alguien con quien podías discrepar sabiendo que, aunque no te daría la razón, te escucharía con respeto. Pero, en resumen, era un escritor en el sentido más amplio de la palabra. Trasladó sus obsesiones, inquietudes y deseos, temores y esperanzas a un obra narrativa que puso el lenguaje por delante, y se jugó con él logrando construir una retórica que soportaba lo más bajo o lo más elevado sosteniéndolos a través de la palabra. A veces parecía amargado por el relegamiento de su obra pero, en privado, era un hombre muy jovial y alegre que gustaba de jugar largas partidas de póquer bien regadas: lo dicho, un hombre complicado, como somos todos, sensible, que jamás escribió siguiendo modas o tendencias, solo lo hacía desde el centro de su sinceridad.
    Oswaldo comparte galletas de soda y Coca-Cola, también textos. Oswaldo garabatea y opina mientras el desconocido, sin darse cuenta de lo que hace, marca en un círculo un trozo del texto, esto no debería ir aquí, lo podía mover y sonaría mejor, alargaría la frase. Mirada de reojo y sonrisa. “Sí, sí, marca, marca, no te preocupes”.
    ¿Oswaldo era un provocador? Ese era el resultado, él solamente podía ser honesto y decir su verdad como la dijo el maestro Proust, a quien leyó varias veces. Con "Los inocentes", siguió la línea que inaugurase Martín Adán, con asomos de la poesía de Rilke; era un gran lector y relector de clásicos y encontraba y subrayaba maravillosas lecciones musicales, cuando no las guardaba en su memoria. No era un provocador per se; la provocación la verían los provocados, esos que no querían admitir en el campo de la literatura peruana un libro construido con el lenguaje de los chicos de la calle. Nuestro equivalente literario al neorrealismo italiano está en "Los Inocentes", en Congrains, también; pero la collera (algo que ya no existe) está esencialmente en la obra de Reynoso, en las reediciones de ese amor juvenil culposo y asustado que se combina con la sensualidad de la experiencia mística y la vida marginal. 
    Ese loop infinito de la adolescencia, de la pubertad recurrente con el despertar a la sensualidad y la sexualidad, atraviesa su obra y su vida. Fue un imán literario que compartía su luz con todos: amigos, conocidos, incluso parásitos, que también llegaban. Era común verlo rodeado de gente joven, como él siempre fue. Era un lector generoso, siempre dispuesto a recibir un texto de un autor desconocido. Cuando apareció En octubre no hay milagros, lo acusaron de pornógrafo, pidieron que se lo retire del magisterio; un presentador de televisión dijo que el libro debería estar en la basura y lo arrojó a un tacho delante de cámaras (al menos así lo contaba Oswaldo). Profundo y grave error. La edición, que ocupaba una sala como un invitado no deseado, se agotó pronto. Nada se consume más que lo prohibido, y Oswaldo se había convertido en un autor vetado. Su marginalidad literaria, fuera del círculo predominante en la literatura oficial, se comenzaba a construir. Una voz se enfrentó a su propio crítico oficial: Mario Vargas Llosa defendió el libro de la acusación de pornografía lanzada por Oviedo, y resaltó algo que solo se sabe desde la escritura: lo valioso está en el monto de la apuesta, se puede perder o ganar, pero hay que apuntar alto, y Reynoso lo hacía. 
    Café en la Residencial San Felipe. Veinte años después; ahí está Oswaldo nuevamente, preguntando por qué había desaparecido. “Estaba escribiendo”. “Ah, qué bueno. Yo también te he traído algunos libros últimos míos, pero (los retiene en la mano) antes de entregártelos, debo decirte que tengo miedo de hacerlo, porque por ellos he perdido varios amigos”. “Oswaldo, cualquier cosa que esté en esos libros ya las sé y no podrá evitar que te siga estimando como ahora”. Sonrisa enorme en su ancho rostro coronado con la blanca melena, intacta como su inocencia. Entrega los libros que ya están dedicados.
    Esta marginalidad literaria se consolidaría con la aparición de "Narración" porque, nos guste o no, estemos de acuerdo con la posición ideológica y política de la revista o no, su lanzamiento en el Perú fue un acontecimiento en el sentido que le da Badiou al término: todo cambiaría desde entonces porque desde las páginas de esa revista se construyeron no solamente una opción literaria marcada por abrazar la causa popular, sino también una propuesta retórica: las crónicas. Es cierto también que entonces se discutía más en términos ideológicos que literarios, quizá demasiado, y el Grupo "Narración" alimentaba el debate. Se ha discutido mucho sobre las conformaciones de "Narración", pero, apartada la bruma, es evidente que tres personas son el centro del proyecto: Miguel Gutiérrez, Vilma Aguilar y Oswaldo Reynoso. En este trío, en Oswaldo, se hacía cuerpo una opción apasionada, rotunda. Nunca oí hablar mal a Oswaldo de Vargas Llosa, siempre lo hacía con respeto porque, en algún momento, desde la presidencia del PEN Club, institución a la que Reynoso había condenado desde las páginas de "Narración", el Nobel lo habría defendido del cargo de terrorismo. Creo que en ambos autores existe la misma pasión, alojada en dos extremos políticos irreconciliables. Cada vez que Oswaldo narraba la misma historia, esta vez enriquecida con algún detalle más u otro giro de la historia que no existía en la versión anterior, se percibe esta verdad de las mentiras que es el centro del corazón del escritor, la intención de narrar el mundo haciéndolo un poco mejor, como una historia que se contará por siempre.
    Han pasado veintidós años desde que el muchacho conoció a Oswaldo, casi los mismos que duró el silencio entre "El escarabajo y el hombre" y "En busca de Aladino". Oswaldo acaba de presentar el libro del muchacho. Al finalizar, ya a solas con el autor y el otro presentador, hace una pausa antes de llevarse una cerveza a los labios y dice: “Todos los escritores tienen un tema, el tuyo es la maldad, el mío es la culpa”. 
    Luego vendría el experimentalismo en su versión más avanzada: El escarabajo y el hombre, una fábula alegórica sobre la dimensión humana, sobre el destino del hombre en la tierra. Después de esta novela, rompe nexos con la vanguardia extrema y regresa a la orfebrería del lenguaje. A diferencia de la prosa de Loayza, otro obseso con la expresión justa, Oswaldo es excesivo. Su lenguaje, en lugar de contraerse, se expande como si después del tono de encierro y fatalidad de "El escarabajo y el hombre" necesitase respirar y manifestarse. Entonces nos entrega "En busca de Aladino" un hermoso texto que, a nivel de anécdota, prefigura las últimas obras de Reynoso y un primer acceso a su experiencia china que se volcaría majestuosamente en "Los eunucos inmortales", quizá su novela más notable y la que se lee con mayor fluidez. Al ritmo sincopado de "Los inocentes", la perspectiva múltiple de "En octubre no hay milagros", Reynoso añade el trabajo de la oralidad y la fantasía. El texto parte de un hecho político real, las manifestaciones de Tiena’nmen, y construye otra imagen de la pureza. “¿Qué os aterra de la pureza?”, se pregunta Umberto Eco en "El nombre de la rosa", y se responde: “la prisa”. La pureza en "Los eunucos inmortales" se viste de resistencia, de resilencia, es el canto de cisne del proyecto ideológico de Reynoso traicionado por el viraje de la sociedad china operado por Deng Xiaoping. Creo no exagerar si digo que este libro contiene algunos de los momentos más bellos de la narrativa peruana.
    Luego regresaría, nuevamente, a lo juvenil, a explorar la moral de la piel, que prefiero llamar una mística de la piel, y produciría narraciones relativamente breves, “como para leerse de una sola sentada”, decía. Hay momentos en esta narrativa última que expresan la quintaesencia de la poética de Reynoso, cuidadoso hasta el extremo de la palabra empleada, del ritmo generado. Dejó pendiente su proyecto de volver literariamente a Ayacucho, gran referente espiritual de su obra. 
    Ha fallecido, no muerto, un gran maestro, un querido amigo para muchos y una inteligencia abierta para todos los que aman la literatura. En sus textos hay grandes lecciones de estilo que estarán vigentes por muchos años. En la literatura hay ciclos. Cuando la narrativa se agote de las modas vigentes, regresará a la música, a la prosa cuidada, y ahí estará Oswaldo esperándonos con su inocente corazón expuesto. 

Contenido sugerido

Contenido GEC