Parejas reales, columna de Jaime Bedoya
Parejas reales, columna de Jaime Bedoya
Jaime Bedoya

Las parejas reales tienen peleas grandes y peleas pequeñas. Varias de estas últimas giran en torno al dominio del control remoto. Pueden ser nocivas porque son las que siempre se repiten y eso aburre. Las peleas grandes son menos pero definitorias: si no se resuelven es porque no vale la pena seguir peleando por el control del televisor.

     Las parejas reales se llaman entre sí mediante los apodos más ridículos y vergonzosos, no pocas veces asquerosos, por lo que no deberían ser revelados en público salvo una situación extrema. Los terceros que los conocen hacen bien en no difundirlos, por aquello de preservar la fe última en la amistad en beneficio de todos. Obsérvese que  cuando están molestas o ante una autoridad competente las parejas reales se llaman por sus nombres de pila como si fueran insultos permisibles.
    
     Las parejas reales tienen máximo veinte dedos entre ambos pares de manos. Pueden ser menos, pero es sumamente improbable que sean más. Cuando recién se conocen igual les faltan manos y dedos y cuerpos para tocarse. Se llegan a conocer porque tenían que conocerse según un designio astral indetenible y les contarán mil veces a mil personas diferentes cómo es que tamaño acontecimiento sucedió. Inevitablemente siempre habrá dos versiones distintas y cambiantes de ese suceso. Los amigos que ya lo han memorizado guardarán afectuoso silencio cada vez que lo vuelvan a oír. La fe última en la amistad.

     Las parejas reales se visten unas a otras. Y se desvisten de la misma manera. Al menos al comienzo. Luego el quitarse la ropa se convierte en un ritual de alivio antes de entregarse al lecho y tomar posesión, primero que nada y nadie, del control remoto. Las parejas reales negocian. Un buen negocio es el derecho a quedarse leyendo con una luz prendida. Otro buen negocio es no descartar el lado amable de ver tonterías burlándose despiadadamente de quienes jamás podrán responderles del otro lado de la pantalla. 

     Las parejas reales practican una religión doméstica de la cual no necesariamente están advertidos. La instauran sin darse cuenta tras intercambio de manías y concesiones que hacen del espacio compartido una diplomacia llevadera y de la compañía ajena un refugio privado. Esa fe laica levanta un templo invisible en el que el registro civil puede o no estar presente: no resulta indispensable registrar ante la ley que se va al baño con la puerta abierta y que se comen sobras ajenas con deleite. Este espacio de confianza suele anhelarse como indestructible. No lo es. Hay veces en que las parejas reales no estaban destinadas a ser parejas reales. Hay veces que no las dejan ser.

     No las dejan ser porque decidir sobre vidas ajenas es necesidad de quien no tiene una propia. Y quien no la tiene no acepta que nadie más lo haga. Entonces se invoca al cielo, a la tierra y a lo decente como recurso para que la intransigencia se vuelva normalidad.

     A los únicos que no les deberían dejar ser parejas reales son a los imbéciles. Si solos ya son peligrosos, cuando se juntan suelen ser nefastos. Las otras parejas, si son tales, realmente los ignoran, ocupadas en la tarea de soportarse con amor, ganas y paciencia.

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