Primo Levi: la voz del sobreviviente
Primo Levi: la voz del sobreviviente
Jorge Paredes Laos

Poco antes de las diez de la mañana del 11 de abril de 1987, la señora Jolanda Gasperi subió, como de costumbre, a dejar la correspondencia en el tercer piso del edificio ubicado en el número 75 del corso Re Umberto, en el barrio de la Crocetta, en Turín. El señor Levi abrió la puerta y la recibió con un gesto amable. Ella entregó las cartas, se despidió y bajó con desgano las escaleras hasta su caseta de control, en el primer nivel. Todo parecía transcurrir con normalidad cuando un ruido seco rompió el silencio del vecindario. La señora Gasperi cuenta que fue a ver lo que ocurría a pocos metros, y se encontró con el cuerpo del señor Levi estrellado en el piso de piedra. Tenía el rostro lleno de sangre.

El hombre que había sobrevivido al mayor holocausto del siglo XX se había lanzado desde el departamento en el que vivía con su mujer, su hijo de 32 años, su anciana madre paralítica y su suegra. No había dejado mensajes ni expresado ningún motivo por el que querría quitarse la vida. Es más, se había mostrado siempre como un sobreviviente, como un optimista al que Auschwitz no había logrado doblegar, y por eso se había impuesto la tarea de contar lo que ahí había vivido.

Primo Levi falleció a los 67 años, y su muerte sigue intrigando a sus biógrafos. ¿Fue un suicidio o un accidente? Lo único incuestionable es que su existencia quedó marcada a fuego por ese año —entre 1944 y 1945— que pasó en los campos de concentración nazis. Ahí Levi conoció no solo el papel cruel de los verdugos, sino también la dolorosa conversión de las víctimas en victimarios, eso que llamó “la zona gris”. “Incluso la fraternidad y la solidaridad, último baluarte y esperanza de los oprimidos, agonizan en los campos. La lucha es de todos contra todos: tu primer enemigo es tu vecino, que acecha tu pan y tus zapatos. Es un extraño que comparte tus pesares, pero que se halla lejos de ti; en sus ojos no lees amor, sino envidia si sufre más que tú, miedo si sufre menos. La ley de los campos ha hecho de él un lobo: tú mismo debes luchar para no convertirte en lobo, para seguir siendo un hombre”, escribió en 1973.  

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Procedente de una familia de judíos laicos, Primo Levi nació en Turín en 1919. Su formación académica ocurrió en ese frágil tiempo de entreguerras marcado por el auge del fascismo y del antisemitismo. “Cuando se proclamaron las leyes raciales yo tenía 19 años. Estaba matriculado en el primer año de Química, en Turín. Una providencial y misteriosa disposición transitoria me autorizaba, sin embargo, a terminar mis estudios”, contó en un texto de 1965.

No obstante, su suerte estaba próxima a cambiar. En 1943, cuando las tropas alemanas invadieron el norte de Italia, se desató una razia implacable contra los judíos. Levi se enroló entonces en una precaria resistencia, y en diciembre de ese año, tras una delación, fue capturado por las milicias fascistas, y entregado después a los alemanes. “Tenía documentos falsos y tal vez hubiera podido ocultar que era judío. Sin embargo, acabé por admitirlo en el segundo o tercer interrogatorio”, escribió.

Un mes después fue a parar a un campo subsidiario de Auschwitz y formó parte del ejército de esclavos que las SS exterminaron lentamente a través de trabajo forzado. 

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Primo Levi en una entrevista de 1982, subtitulada al español, donde recuerda sus experiencias en el campo de concentración.

Como lo contó muchas veces, se salvó de la muerte por una cuestión providencial. El campo adonde fue llevado era de trabajo, por eso las condiciones eran menos crueles que en otros. Y por sus conocimientos de química, estuvo a salvo en los laboratorios durante los crudos meses del invierno boreal, mientras sus esqueléticos compañeros —apenas cubiertos con harapos— morían en la intemperie, bajo la nieve. Era casi un fantasma cuando los soldados rusos lo rescataron el 27 de enero de 1945.

Levi se hizo escritor para que el mundo conociera eso que parecía increíble: que seis millones de personas habían sido aniquiladas por el solo hecho de haber nacido judías. Esa misión se inició con la publicación de Si esto es un hombre, en 1947, siguió con La tregua, y concluyó casi 40 años después con Los hundidos y los salvados, donde se vislumbra ya el abatimiento de un hombre que había luchado contra el olvido y la mentira de quienes querían negar el holocausto —término que, además, odiaba por sus connotaciones religiosas—. “La experiencia que hemos sufrido los sobrevivientes de los lager nazis es ya una cosa ajena a las nuevas generaciones de Occidente”, apuntó en la parte final de este libro. Solo unos meses después de terminarlo, sería hallado muerto.

Como afirma el español Antonio Muñoz Molina en el prólogo de la Trilogía de Auschwitz —la reciente reedición de las obras de Levi—, si fue un suicidio o un accidente importa poco. Lo significativo es que su voz múltiple “de escritor, de testigo, de guardián de una memoria imprescindible” siga viva. Más en estos tiempos cuando el mundo parece olvidar que esos totalitarismos genocidas que ensombrecieron el siglo XX no deben repetirse jamás.