Ríe si sabes
Ríe si sabes
Juan Bonilla

Los editores en alemán y francés de Martin Amis  están de acuerdo en algo: la última novela del británico, "La zona de interés", no merece ser traducida. Consideran que podría herir la sensibilidad de los lectores al hacer risas con tema tan grave (y grave en inglés significa tumba) como los campos de concentración. Amis, que visitará Arequipa como uno de los invitados estrella de la primera edición del Hay Festival, no puede creer que en países tan entusiasmados con la libertad de expresión se le censure la novela por su “tema” y prefiere pensar, en una actitud muy british, que tanto a la alemana Hanser como a la francesa Gallimard les parece mala. Pero el asunto de fondo es: ¿se puede hacer comedia de un asunto como el nazismo? ¿Cuáles son los límites del humor, si es que los tiene? Woody Allen dijo que la comedia es la tragedia una vez que se ha dejado pasar el tiempo suficiente. Es una versión de la espléndida primera frase del "18 Brumario", en la que Marx dice estar de acuerdo con Hegel en que los hechos históricos siempre se repiten, aunque Hegel se olvidara de agregar que las primeras veces suceden como tragedias y las segundas como comedias. Parece claro que el factor tiempo es determinante y que a nadie medianamente sensato se le ocurriría hacer chistes sobre la masacre de 43 estudiantes en Iguala (México), aunque todos podemos sospechar que los narcos en sus fiestas y quién sabe si también algunos policías se mondarán de risa sobre la tragedia. De ahí la necesidad, ante cualquier manifestación humorística, de preguntarse desde dónde se emite, quién la utiliza. Cuando es un arma defensiva ante un abuso, una costumbre, una superstición, su efecto puede ser benéfico: humaniza a los gigantes, es decir, los debilita, baja del pedestal a los prohombres, jibariza a los poderosos. Nadie mejor como prueba que don Quijote. Cuando es un arma empleada por el poderoso (el maestro que ridiculiza al alumno tanto como el mafioso que se ríe de su víctima), no tiene otro objeto que la humillación, y por lo tanto pierde una de las esencias mismas del humor: la gracia.
     ¿Cuánto tiempo hay que dejar pasar para escribir en tono cómico sobre un episodio tan siniestro como el III Reich? ¿Cuánto para averiguar la comicidad del 11-S? ¿Se publicaría en el Perú una novela o una película que se permitiera ironías con el terrorismo de Sendero Luminoso? Si el humor tiene como misión, a la par, hacernos ver la vis cómica de todo suceso real y molestar a alguien incapacitado para verlo, ¿no es natural que toda obra con contenido humorístico hiera la sensibilidad de alguien? ¿No es, de hecho, una de las metas de toda obra artística herir la sensibilidad de quien la recibe? Pero ¿hasta qué punto es permisible que un creador se complazca en el mero placer de molestar a una comunidad?

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Un asunto que promete una discusión filosófica a menudo trasciende los argumentos y dispara algo más que los ánimos: dispara armas. Unos asesinos, considerando que había que ajustarle las cuentas a los de la revista satírica "Charlie Hebdo", se presentaron en la redacción del semanario y acabaron a tiros con 13 periodistas franceses: habían hecho burla del fundamentalismo islámico y cometido el sacrilegio de dibujar al profeta Mahoma. El mundo entero se dividió entre los que clamaban “Je suis Charlie” y los que se enorgullecían de decir: “No, yo no soy Charlie”. Hasta el papa Bergoglio pareció atenuar la responsabilidad de los asesinos al decir que “si alguien se mete con mi mamá, puede esperar que yo le sacuda un porrazo”. Hubo mucha gente que decía no justificar la masacre, pero “los Charlie sabían a lo que se exponían”… Ahora el terrorismo ha vuelto a golpear París de manera salvaje. No es hora para chistes, obvio. La tragedia está latente aunque sepamos que nada pone más al descubierto la violencia de los fundamentalistas que reírse de sus dogmas y ridiculizar sus patrañas. 
     En el festival JA! La Risa de Bilbao, evento que cada año trata de reflexionar acerca del papel del humor en la literatura y el arte, estuvieron este año el alemán Rudolf Herzog, autor de "Heil Hitler: el cerdo está muerto", que revela el mecanismo de los chistes durante el III Reich; y el humorista gráfico sudanés Khalid Albaih, que recibió atención mundial por sus espléndidas viñetas durante la Primavera Árabe. Albaih, un hombre con un discurso muy bien pertrechado y sensato, dijo que no, por supuesto que no, él no era Charlie, y fue muy crítico con los humoristas franceses, a los que acusaba de utilizar la libertad de expresión para sublevar a millones de personas sin conseguir con ese movimiento nada más allá de una indignación que, en las mentes dementes, podía provocar necesidad de venganza. No parece que esas mentes necesiten de muchos pretextos a la vista de lo ocurrido en París hace unos días, o en Beirut, o en Kenia este mismo año, con 150 estudiantes muertos; o en Madrid o Londres hace unos años. Pero parece claro que quienes después de los asesinatos de Charlie Hebdo entonaron su “Je suis Charlie” no lo hacían para indignar a nadie, sino precisamente indignados de que a una caricatura se contestase con una masacre. No hacía falta estar de acuerdo con la revista, ni siquiera considerar afortunadas sus viñetas: lo que se proclamaba era la condena a una intolerancia bárbara. La misma que inspiró la masacre parisina del pasado 13. También eran intolerantes los dibujantes de Charlie Hebdo, puede decir quien quiera afearles sus viñetas de Mahoma: pero expresar una intolerancia con un lápiz no es lo mismo, en ningún caso, que expresarlo con una ametralladora. Escribir una novela como "Los versos satánicos" no es lo mismo que decretar una persecución mundial para matar a Salman Rushdie, y si hay que ponerse en algún lado, hay que ponerse del de los que claman “Yo soy Salman”. (Por echarle humor al asunto, podríamos decir que fue una gran suerte que los ayatolás iraníes decretaran esa persecución mundial contra Rushdie, porque gracias a ella Rushdie escribió "Joseph Anton", su libro de memorias, quizá su obra maestra). 

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El fundamentalismo, todo el mundo lo sabe, no puede permitirse ese lujo que es siempre el humor. No hay que olvidar cuál es uno de los eslóganes más tremebundos del EI: amamos la muerte tanto como vosotros amáis la vida. Siempre fue así con el fundamentalismo: su amor a la muerte les da seguridad. Y se prohíbe el humor. No se lo permitió el catolicismo en la Edad Media, no se lo permite el islamismo en esta hora, no se lo permitió el comunismo en los días de Stalin. Al gran Ósip Mandelstam lo mandaron al gulag, no por alguno de sus conmovedores poemas, sino por una caricatura en verso del dictador. La buena noticia es que ninguno ha podido con el humor: lo hubo, a escondidas, en las épocas más duras del catolicismo, del nazismo, del stalinismo, como lo hay hoy, en la hora más dura del fundamentalismo islámico. En el libro de Herzog se estudia el papel de la comicidad en la época de Hitler. “Los chistes políticos no eran una forma de resistencia activa, sino más bien vías de escape para la rabia acumulada del pueblo”, dice. Esa vía permitía que aquel que la utilizaba no sintiera la necesidad de desafiar a la autoridad de otras maneras. O sea, el humor acababa rindiéndole un servicio a la misma autoridad a la que atacaba. Fue Alexander Korda el que tuvo la idea de atacar a Hitler donde más podía dolerle: ridiculizándolo en una película. Charles Chaplin llevó a cabo el proyecto en su gloriosa "El gran dictador". El filme puede catalogarse, sin obviar su calidad, como cine propagandístico. Es sabido que, cuando parecía que los ingleses no iban a poder con los alemanes, Chaplin no dejó de recibir telegramas que le acuciaban: “¡Dese prisa en terminar la película! ¡Nos hace falta!”. A la par, los alemanes hicieron todo lo que estaba en sus manos para tratar de impedir que se terminara. El humor era un asunto muy serio.

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¿Tiene tabúes el humor? Para Herzog el tabú aplicado al nazismo se rompió con "La vida es bella", de Roberto Benigni, una edulcorada visión que parte de una idea maravillosa: un padre judío destinado con su hijo a un campo de concentración decide contarle al pequeño que todo se trata de un juego. Pero a pesar de la opinión de Herzog, y a tenor de lo que ha ocurrido en Alemania y Francia con la novela de Martin Amis, parece que los tabúes siguen estando en buena forma. En realidad su personaje principal no es tanto un nazi como un pícaro al que le ha tocado una mala época para ejercer como tal. Como se sabe, el pícaro se pone a la sombra del poderoso para sacar lo que pueda de provecho, y eso es lo que hace el protagonista de "La zona de interés": es nazi porque le ha tocado serlo, pero no tendría el menor inconveniente en cambiar de dueño. 

Parte Amis de una certidumbre: “Para el futuro, los nazis serán tan exóticos e inverosímiles como los carnívoros de la prehistoria”, dice Golo, el protagonista, al que se le encarga la puesta en marcha de un campo de concentración patrocinado por la empresa que fabrica el Zyklon B con que se gasea a los judíos. La escala industrial es importante en la novela: es la primera vez que se aplica a la destrucción de la humanidad. La estupidez de los nazis queda tan eficientemente retratada que hasta el menos provisto de los lectores se dará cuenta de que si hubieran invertido en sus frentes de guerra lo que en aniquilar a los judíos, quizá hasta hubieran ganado. 
Los detractores de Amis utilizan ese detalle para estipular que el novelista británico da por buena la Shoah, pues gracias a ella, los nazis perdieron la guerra en vez de propagarse por Rusia y conquistar Inglaterra. 

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¿Cuánto tardará el fundamentalismo islámico en merecer una comedia? No lo sé, pero sé que acabará haciendo reír a gente futura. El humor triunfará. No es casual, ni mucho menos, que cualquier lista de imprescindibles de la literatura y el cine tendría que contener numerosas obras, algunas abiertamente humorísticas: desde Plauto a "La conjura de los necios", pasando por "Gargantúa y Pantagrue"l, Chaplin, los hermanos Marx, todo, o casi todo Nabokov, y casi todo, o todo Borges. Puede que porque, muy al contrario de lo que pensaba Eliot cuando dijo que “el mundo no acabará con una explosión, sino con un gemido”, el mundo no vaya a acabarse con un gemido sino con una atronadora carcajada. 
         Aunque ahora estemos en pleno gemido. 

La risa de Amis
La novela de Amis es magistral porque utiliza la comicidad para que se nos hiele la risa. El humor es una herramienta refrigeradora: preserva las obras que la utilizan. “Ríe si sabes” es el lema del Reino de Redonda, islote caribeño del que Javier Marías es monarca. Para este autor, el humor es el mejor antídoto contra la pedantería. Pero el humor también tiene exigencias, la primera de ellas dicta “ríete de ti mismo”. Sin ese paso es imposible recibir su gracia. Y esta gracia es lo que salva la novela de Amis. Sus protagonistas son funcionarios de la barbarie, pero incluso ahí es capaz de crecer la flor del amor y el deseo. Pese a que no se nos olvida ni la época siniestra ni el lugar en el que todo acontece, hay comicidad. Una peligrosa, por supuesto, que no se conforma con contar un chiste. En eso, la novela es aristotélica: si Aristóteles nos convenció de que el arte debía tener un fin preciso, el de la novela de Amis es demostrar que la estupidez clamorosa envileció el mundo durante uno de sus episodios más trágicos. Sucedió como tragedia cuando sucedió, y ahora que sucede de nuevo en la novela de Amis, lo hace convertido en comedia.

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