Alessandra Miyagi

El 5 de febrero de 1967 fue un domingo caluroso de verano. Alrededor de las cinco de la tarde, Nicanor Parra se encontraba en el patio trasero de su casa de La Reina Alta, en Santiago. Tenía los dedos llenos de tierra y las gotas de sudor le corrían por la frente y el cuello, mientras se dedicaba a la minuciosa tarea de trasplantar una mata de bambú. De pronto, irrumpió una voz familiar: “Don Nicanor, ha pasado una cosa terrible”. El mensajero, pálido a pesar del calor, le traía noticias de la carpa de La Reina. No era la primera vez que Violeta intentaba suicidarse. En enero de 1966, luego de la ruptura con el antropólogo y músico suizo Gilbert Favre, Violeta Parra se había cortado las venas; y pocos días antes de aquel domingo fatal, había vuelto a rebanarse la piel con una navaja. “Ella estaba muy convulsionada emocionalmente, muy desbordada, y se automedicaba, fondeaba unas pastillitas y se las tragaba”, contó tiempo después Alberto Zapicán, su última pareja, quien aquella tarde la salvó de desangrarse haciéndole un torniquete en los brazos. Esta vez, sin embargo, sería diferente.

—¿Dónde no falla una bala?

—Aquí —respondió Zapicán, tocándose la sien con la punta del índice.

Violeta, con los ojos desorbitados y las piernas temblorosas, volvió a entrar a su habitación en la carpa donde sonaba “Río Manzanares”, interpretada por sus hijos mayores, Ángel e Isabel. Habituado a los arrebatos de la cantante, el uruguayo no se inmutó por la inusual pregunta y continuó leyendo y fumando bajo la sombra de un pino. A los pocos minutos llegó el estruendo. Violeta había encontrado el revólver escondido.

“Mi madre es la única estrella/ que alumbra mi porvenir/ y si se llega a morir/ al cielo me voy con ella”, siguieron sonando en la radio las voces de Ángel e Isabel. Por la boca de Violeta corría un hilito de sangre.

En su casa, Nicanor ya intuía el motivo de aquella visita inesperada. “¿Por qué no la llevan a una posta?”, preguntó. El hombre, empleado de la carpa que Violeta había montado en la comuna de La Reina y encargado de poner fuera de su alcance los cuchillos y cualquier objeto potencialmente mortal, solo atinó a bajar la mirada y a guardar silencio. Luego extendió la mano y le entregó al poeta un pedazo de papel salpicado con gotas de sangre fresca: “Esta carta estaba en las rodillas de ella”.

“¿Por qué no te levantas de la tumba/ a cantar/ a bailar/ a navegar/ en tu guitarra?/ Cántame una canción inolvidable/ Una canción que no termine nunca/ Una canción nomás/ una canción/ Es lo que pido./ Qué te cuesta mujer árbol florido/ Álzate en cuerpo y alma del sepulcro/ Y haz estallar las piedras con tu voz/ Violeta Parra”, añadió luego Nicanor a su poema “Defensa de Violeta Parra”, cuya versión aumentada publicó en su libro antológico Obra gruesa (1969).

Hasta el día de hoy, 50 años después de la muerte de su hermana menor, Nicanor Parra conserva aquella carta, pero muy pocas personas conocen su contenido. Quienes la han leído afirman que es feroz, que en ella critica con amargura y desilusión a todos los miembros de su familia, incluidos sus hijos; solo una persona se salva. Y es que Violeta no fue solo música y nervio social: fue también una mujer de temperamento volcánico, acostumbrada a imponer su voluntad sobre la de sus parejas e hijos. Nuevamente, solo uno conseguía domarla, y ese era Nicanor. Y es que más que ningún otro hombre en el mundo, el antipoeta influyó profundamente en la vida y en el trabajo artístico de la antiprincesa.

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Desde muy chica, Violeta Parra (San Carlos, 1917 – Santiago, 1967) supo que lo suyo era la música. Fue la tercera de nueve hermanos miembros de un clan ilustre, cuyo apellido pasaría con el tiempo a ser sinónimo de arte chileno. A los nueve años ya tocaba la guitarra y hacía pequeñas actuaciones en casa organizadas por el padre, profesor de música y aficionado a la poesía. Ninguno de los hermanos —excepto Nicanor— terminó los estudios secundarios, debido a los problemas económicos de la familia; en lugar de estudiar, se dedicaron a cantar en las calles, restaurantes y circos para ganar unas monedas. Aunque duras, estas experiencias infantiles le servirían de entrenamiento para lo que vendría.

“Salí de mi casa un día/ pa’ nunca retroceder;/ preciso dar a entender/ que lo hice a l’amanecida./ En fuga no hay despedida,/ ninguno lo sospechó,/ y si alguien por mí lloró/ no quise causar un mal./ Me vine a la capital/ por orden de Nicanor”. Incitada por su hermano, en la década del treinta Violeta le seguiría los pasos hasta Santiago, donde iniciaría su carrera musical junto a su hermana Hilda, con quien formó el dúo folclórico Las Hermanas Parra. Durante muchos años, Violeta se dedicó a cantar con sus hermanos cuecas, boleros, valses y rancheras de la época en bares y en la radio.

Sin embargo, a principios del cincuenta, se produciría un cambio importante en su carrera. Impulsada una vez más por Nicanor, Violeta cargó con su guitarra y una descomunal grabadora, y empezó a recorrer los barrios de Santiago y del resto de Chile, investigando y recogiendo los cantos folclóricos que luego daría a conocer a través de sus discos y libros. Durante aquellas peregrinaciones, redescubrió la cultura popular, sus expresiones artísticas y su cosmovisión particular, pero sobre todo aprendió de las privaciones e injusticias de las que eran víctimas los campesinos y trabajadores de las clases más humildes. Aunque conoció la pobreza de primera mano, y ya desde hacía unas décadas simpatizaba con el comunismo —su primer esposo, el empleado ferroviario Luis Cereceda, padre de Isabel y Ángel, fue militante del Partido Comunista y quien la inició en el activismo político—, estos viajes atizaron su sensibilidad social. De ahí surgieron himnos comprometidos de ritmos folclóricos como “Yo canto a la diferencia”, “Arauco tiene una pena”, “Por qué los pobres no tienen” o “La carta”. La Violeta combativa alzó su voz, y la oyeron no solo en Chile, sino en el resto del mundo.

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“El arte que crean los negros, los indios, los mestizos, es considerado como un arte inferior. Por lo tanto, ese arte sirve para diferenciar a estos grupos, para segregarlos e incluso, para menospreciarlos... Sin embargo, algunos artistas, grandes creadores, han logrado convertir estos elementos diferenciantes en elementos unificantes. Eso lo han realizado a través del milagro del arte. Tenemos casos en Estados Unidos y en Europa, bastante claros y universalmente conocidos, como Paul Robeson, y compositores como Bartok o Manuel de Falla. Creo que Violeta Parra está en ese nivel”, dijo José María Arguedas en una mesa redonda que se celebró en 1968, un año después de la muerte de Violeta, y un año antes de su propio suicidio.

Gracias al reconocimiento que su trabajo obtuvo en Europa —principalmente en Francia, donde llegó a grabar el disco Guitare et Chant: Chants et Rythmes du Chili (1956)—, Violeta Parra consiguió no solo difundir aquella otra cultura chilena hasta entonces ignorada o menospreciada, sino que logró elevarla a la categoría de ‘arte’ y ‘cultura’, en medio de un ambiente profundamente conservador, donde aquellos conceptos estaban reservados únicamente a los productos y modos expresivos occidentales y académicos.

Parra derribó los muros y le devolvió valor y legitimidad al folclore y la tradición popular como elementos incuestionables de la identidad chilena. Pero además, con sus composiciones propias, sus décimas, sus pinturas al óleo, sus esculturas en cerámica y sus arpilleras —que en 1964 llegaría a exponer en el Louvre—, que nunca abandonaron el ámbito de lo popular, puso de manifiesto que esa otra cultura no era en ningún modo inferior, demostró que con su sencillez y aparente ingenuidad era capaz de estremecer hasta la médula a quien se detuviera a observarla.

Sin embargo, luego del golpe de Estado a Salvador Allende, sus temas más contestatarios fueron censurados por la dictadura. La gente tenía miedo de escuchar sus discos, y sus canciones ya no sonaban en las radios. Estuvo a punto de desaparecer. Afortunadamente, sus hijos, sus hermanos y demás artistas e intelectuales no solo latinoamericanos prestaron sus propias gargantas para traer de vuelta a Violeta. Mercedes Sosa, Fito Páez, Charly García, Chico Buarque, Caetano Veloso, Michael Bublé, Silvio Rodríguez, Robert Wyatt, Joan Manuel Serrat, Miguel Bosé, Tania Libertad, Chavela Vargas, Susana Baca y Eva Ayllón, entre muchísimos otros, han interpretado varias de sus canciones, especialmente las hermosas “Volver a los 17” y “Gracias a la vida”, tan recordadas. Porque Violeta Parra no solo cantó la diferencia y el dolor del pueblo; también, al amor y a la vida. Y aunque ella misma decidió acabar con la suya, su música y su legado no murieron aquel domingo del 67.

El 4 de octubre, fecha de su cumpleaños, fue decretado Día de la Música y de los Músicos Chilenos. No por nada la mezcla del azul, el rojo y el blanco da Violeta.
 


El biopic completo de la vida de Violeta Parra, dirigido por Andrés Wood y estrenado el 2011.
 

Tania Libertad
Cantante

“Las canciones y la figura de Violeta se mantienen vigentes hasta nuestros días porque las razones que la llevaron a componer lo que compuso siguen igualmente vigentes, tanto en el ámbito social como en el de las relaciones de pareja y las inquietudes existenciales; además, estas temáticas fueron abordadas por ella con mucha sabiduría y pasión. El uso de un lenguaje sencillo y hermoso le permitió ser entendida por el público al que quería llegar: los trabajadores, los estudiantes y la gente de la clase popular en general. Esta misma cualidad está presente en sus melodías, por lo que la conjunción de ambas le da un carácter universal a su obra”.

Caroline Cruz
Cantautora

“El mayor aporte de Violeta Parra fue el de difundir el folclore latinoamericano. Fue una mujer inmensamente creativa y sensible que logró retratar con gran lucidez el mundo en que le tocó vivir. Es además una pionera entre las mujeres artistas que alzaron su voz con firmeza y valentía”.