Vistiendo la iglesia de barro:El fascinante repaje de Marcapata
Vistiendo la iglesia de barro:El fascinante repaje de Marcapata
Iñigo Maneiro

Katsep, en aguaruna, es la marabunta, las hormigas más agresivas de la selva. No tienen nido ni miedo, y siempre arrasan imparables con todo lo que encuentran en su camino. Una vez entraron a mi casa hecha de pona y cubierta de hojas de palmera. En un instante, me encontré rodeado de insectos inmisericordes que iban ocupando absolutamente todo. Los cuartos, las paredes, el techo, los pisos y las hamacas estaban cubiertos de katsep. Durante horas, tuve que esperar afuera y mirar cómo el techo cambiaba de color mientras millones de hormigas lo colonizaban. Contemplaba cómo limpiaban lo que encontraban a su paso con un mecanismo absolutamente eficiente y ordenado, hasta agruparse y desaparecer en la espesura de la selva, dejando la casa pulcra y nueva.
     Iglesiawasichay, en quechua, se refiere al repaje. Es la fiesta que celebra el cambio de paja del techo de una iglesia jesuita de mediados del siglo XVII que se encuentra en Marcapata, una pequeña localidad ubicada entre Cusco y Puerto Maldonado. 
    La iglesia está hecha de barro, tiene pinturas murales y parte de su piso es de pona. Estoy junto a ella, rodeado por unas 400 personas. Muchas de ellas, como las katsep, ocupan la totalidad del techo en una actividad frenética y ordenada. Todo está cubierto de gente. Durante siete días, contemplo cómo los hombres de Warocani, Yanacocha–Inkacancha, Socapata, Unión Araza, Puyca, Qollana Marcapata, Sahuancay, Collasuyo y Yanacancha cambian la paja en mal estado. Después tomarán sus caminos y regresarán a sus comunidades. Así, siempre. Así, cada cuatro años, en agosto.

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Lidia Caller, ecónoma de la parroquia, me dice: “Ahora es distinto. Antes, el techo se cambiaba cada cinco años; entonces el ichu era fuerte, era waylla. Ahora, con el cambio climático o qué sé yo, no sale tan fuerte, por eso cambiamos la paja cada cuatro. Para eso vienen los comuneros. Es obligatorio participar. Los de las partes altas traen ichu. Los de las partes bajas, nihua”.
     Casi todos los que participan en el repaje son hombres. Lo más jóvenes, en el techo. Los viejitos, alrededor del templo; algunos trabajan el junco nihua. Frotan la fibra hasta convertirla en k’eshwa, la soga que unirá los fardos de ichu a los palos del techo. Otros, en grupos de siete u ocho, forman círculos, dan vueltas mientras lanzan el ichu al aire, lo sueltan, desarman y amontonan en el centro. Después, recogerán el ichu, formarán los fardos y los subirán con la mula para la reparación. Se ven pocas mujeres. Ninguna puede subir a la iglesia o estar en la mesa de autoridades. Las únicas que ayudan son viudas o solteras. Las casadas aparecen ocasionalmente llevando comida y enormes tachos llenos de chicha.
     Cada comunidad tiene un lugar en el techo de la iglesia San Francisco de Asís, marcado por una bandera peruana y un surco, el huacho. Resguardarlo es un honor que se transmite de generación en generación.
     El espacio de las autoridades es una rústica mesa que mira la iglesia y que preside un patrón. Cada comunidad tiene su mesa. Es el lugar de dirección, también de los castigos. En un momento, observo a un joven que es azotado por llegar tarde a la jornada de trabajo. En la mesa, además, se concentran enormes cantidades de gaseosa, cañazo, cerveza y chicha. También hay hojas de coca y ‘lejía’, la cal extraída del arbusto orcocoshco, que se utiliza en el picchado para activar el principio que te da la fuerza, te quita el hambre, te saca el frío del cuerpo y del alma. 
     Finalmente, la mesa es el lugar de la mula. Ahí se pone cuando está ‘cansada’. Me hablan de ella como de algo sagrado y vivo. Es una madera cuadrada, finamente labrada, de unos 40 cm, de la que cuelgan dos ganchos. En ellos se ponen los fardos de ichu que suben, a través de un sistema de sogas, hasta el techo. Cada vez que la mula regresa vacía, la tapan cariñosamente. Me lo explica Lidia: “Vestimos a la mula. Es costumbre. Con la chalina la abrigamos y le tapamos los ojos, como se hace con los caballos cuando recién se doman. Así no patea. La mula es lisa, rebelde, arisca. Por eso, cuando baja del techo, lo primero que hacen es vendarla”. 
     Además, hay cuatro bandas de música. Tocan siempre la misma canción. Día y noche, como si fuese un mantra. Bailamos y cantamos. Lidia no sabe explicarme por qué, pero es unánime la apreciación de que “las bandas de Puyca y Qollana Marcapata son las mejores. Nadie como ellos para componer música y acompañar con su ritmo la labor de los hombres”.
     La fiesta acaba y la iglesia tiene su techo renovado, como hicieron las katsep en mi casa. 

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Marcapata. Su nombre en quechua significa sobre la cumbre. Así es literalmente. Es uno de los lugares del Perú donde más llueve, una localidad que forma parte de la milenaria ruta del oro, la plata y la coca, que está protegida por la montaña Pachatusan, con los ríos Putumayo y Chacubamba bordeando el cerro, y con un horizonte perfilado por infinitos cerros llenos de árboles que apuntan a la selva baja. En el centro, el templo: la iglesia San Francisco de Asís, cuyo repaje acaba de ser reconocido como Patrimonio Cultural de la Nación.

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