[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]

Max me llamó temprano. Adivina quién quiere vernos, dijo. Percibí en su voz un entusiasmo luminoso, que no le sentía desde los primeros tiempos. No supe a qué se refería. Tampoco me interesaba. Quise cortar y volver a dormir, tenía sueño. Habían sido días agitados. Habían vuelto a atacarnos. Esta vez, el blanco fue una granja de servidores localizada en La Paz, que Max usa como pieza clave para eso que él llama el “alojamiento de infancias”. Como muchos saben, desde hace años recuperamos fotografías, canciones, videos y textos personales que las redes y los proveedores de streaming le han capturado a la gente —a ustedes—, y que mantienen cautivos, no solo obligándolos a pagar por el acceso —el acceso a sus propias fotos, a las nubes que creyeron propias—, sino también negando de plano la recuperación de ciertas imágenes y retratos del pasado, por razones que al principio nos parecieron arbitrarias o casuales, y que solo después de tiempo empezamos a entender.

—Estoy en pijama, Max —dije.

Le vi la cara en la pantalla. También él se veía fatal.
La granja intervenida en La Paz —un sótano gigante con un ejército de máquinas blancas— era solo un nodo en la constelación, un punto más en un conjunto alimentado con información extraída de miles de nubes, en todas las ciudades del planeta. La nuestra no es una constelación fija. Si hiciera ahora mismo un mapa de nuestro enjambre de datos, en diez segundos ese mapa estaría obsoleto. Max me lo explica de vez en cuando, y solo he llegado a comprender de manera parcial el complejo mecanismo. Piensa en la constelación como algo vivo, orgánico, me dice siempre. La información de cualquier nodo sale de allí inmediatamente al saberse en peligro, como cuando aparece la luz del sol. Por eso, el hecho de que los gendarmes de la propiedad intelectual capturen una de “nuestras” granjas no suele ser problema, pues automáticamente la información se redistribuye por el resto de la red, a otra ciudad si es necesario —y el nodo capturado se queda vacío—. Max es el geniecillo que armó todo eso, y suele reírse contándome todas las veces en que la constelación ha burlado la cacería. Pero esa vez, los atacantes fueron muy astutos: la emboscada incluyó una avería programada del climatizador de la granja. Ese detalle arruinó temporalmente el mecanismo, y dejó acorralada la data (todas esas fotos quedaron encerradas). Fueron horas tensas. Felizmente, un granizo repentino, afuera, enfrió el recinto de los servidores y todo empezó a fluir de nuevo. Los mercenarios que llegaron con la Policía solo encontraron slots vacíos donde segundos antes habían estado alojados miles de tebibytes. Sabemos que solo pudieron ver imágenes residuales: fotos dispersas de niños; niños en caballitos, niños abrazando a Peppa Pig, niños volando en globos aerostáticos.

Me fui a dormir confiado en que vendrían días más tranquilos. Pero allí estaba de nuevo, despierto, ojeroso, con Max en el teléfono.
—Micaela hizo contacto —dijo.
—¿La niña?
—Ya no es una niña.

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NARRATIVA

No somos cazafantasmas
Juan Manuel Robles
Editorial:
Planeta
Páginas: 249
Precio: S/59,00

Micaela Ivanovich. Habían pasado años desde cuando la conocimos y el recuerdo me seguía despertando una sensación de tristeza. No sé muy bien por qué. Nada de lo que hacemos aquí es de vida o muerte; alguna vez hemos dicho que “no hay libertad verdadera sin información libre”, que no hay humanidad “sin el acceso irrestricto a tus recuerdos personales”. Lo hemos dicho para darnos importancia, pero vamos, tampoco es para tanto. No somos tan solemnes como en los comunicados. Sí, claro que recordaba a la niña. Esos ojos melancólicos.

¿Había sido seis años atrás? ¿Cinco? Era una mañana de invierno. La niña nos tocó la puerta; nunca supimos bien cómo entró sola, en uniforme de colegio, al bar en cuyo sótano nos juntábamos por aquel entonces. Sin mayor preámbulo, pronunció estas palabras:

—Desaparecieron a mi amiga.

No nos causó alarma. Más bien, nos dio ternura su entereza. Curiosidad. Gracia. La cámara del techo —la única que teníamos entonces— enfocó su rostro. Algunos de sus datos se revelaron. Tenía diez años, vivía cerca del mar, su padre viajaba con frecuencia. Para su edad, había acumulado una cantidad de fotografías personales que no estaba fuera del promedio: 93 mil. Tenía un tráfico de publicación más bien moderado, de 39 fotos por día. Ese número se elevaría, con seguridad, cuando entrara en la adolescencia. Micaela pertenecía a la primera generación que creció sin tener acceso libre a sus propias imágenes. Como todos los chicos de su edad, muy probablemente no conservaba ni una solo foto impresa.

—Explícate —le respondió Max. Entonces era flaco y no tenía barba.

La invité a sentarse. La niña puso su pesada mochila en la silla giratoria, pero permaneció de pie. Contó su historia.

Como todo el mundo, su padre pagaba por acceder a las imágenes del pasado. No solo eso, sino que, después de mucho insistir, le había puesto a la niña el paquete Premium, el que no tiene límites exploratorios. Pero si bien al principio eso colmó sus expectativas de navegación en el ayer, sus deseos por extraviarse en los recuerdos, al poco tiempo notó algo raro.

—Fue al revisar mis fotos de seis años. Es una edad especial para mí.
(Una edad especial. Lo lograron, pensé. Ahora hasta los niños padecen nostalgia).

—¿Qué pasó?
—Mi amiga Laura. No está.

Max y yo nos miramos. No entendíamos nada.

                                                   * * *
La voz de Max sonaba urgente. En la pantalla, su barba estaba desarreglada y tenía restos de pan.
—Dice que prefiere que vayamos.
—¿Ahora? —pregunté, sin ganas de salir de la cama.
—Sí.
—Pero no la vemos hace cuánto... ¿seis años? ¿Qué pasó?
—Mmm... No sé exactamente. Quiere contarnos en persona. Tiene que ver con esto.

Max me envió el pantallazo. Era un anuncio similar a los que habían aparecido poco tiempo atrás entre usuarios de todo el mundo, y que le había llegado a Micaela. Decía: “No olvides a los que estuvieron antes”.

—¿Y esto? ¿Una nueva colección de memoria? ¿El algoritmo te “regala” un capítulo maravilloso de tu vida, otra vez?

—Sí, pero ahora van más atrás: parientes muertos. “Para que no los olvides”.
—Ajá.
—En el caso de Micaela, se trata de su tía Margarita. Álbum promocional. ¿Puedes creer que han puesto las imágenes con filtro de una foto vieja, como papel gastado?
—Baratos. Nunca dejarán de ser baratos. ¿Pero qué pasa con eso?
—Es lo que ella quiere que veamos. Nos espera en una hora.
—¿Tú qué crees? ¿Guionistas?
—No sé.

Juan Manuel Robles
Juan Manuel Robles

VIDA & OBRA

Juan Manuel Robles (Lima, 1978)

Estudió Periodismo en la UPC y tiene un MBA en Escritura Creativa en Español de la Universidad de Nueva York. Juan Manuel Robles se mueve, con buenos resultados, entre el periodismo y la literatura. Hasta el momento ha publicado tres libros; además, sus reportajes y relatos han aparecido en diversas publicaciones. Es uno de los escritores elegidos de Bogotá 39.

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