[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]

Aunque en los últimos años le había ido lo suficientemente bien como para poder mudarse a otra zona, a él le gustaba Lavapiés, lo consideraba su barrio, allí había vivido desde que llegó a Madrid. Y su compadre, algo fondón, de camisa y vaqueros impecables —cuando no estaba de corbata y traje, casi siempre azul o gris—, se llevaba las manos a la cabeza como incapaz de entender aquel despropósito, que Larrazabal quisiera pagar más dinero por un piso pequeño con tal de estar en ese barrio. Pero después se le pasaba la contrariedad, dejaba de insistir en el asunto y seguían bebiendo cerveza muy fría y trinchando trozos de tamal o porciones de ceviche, a veces un contundente cocido que Mari Carmen, su mujer, preparaba para que no os olvidéis de que estáis en España, joder, decía con su acento madrileño y sus maneras toscamente cariñosas. A veces tocaba un buen restaurante, también, de esos a los que Tejada se había vuelto muy aficionado, descubriendo una dormida veta gourmet que exploraba, de un tiempo a esta parte, con interés y fruición algo más allá de la comida peruana.

En camiseta, sentado frente a su ventana, Larrazabal sintió con fastidio que se le humedecían los ojos al pensar en su compadre. Encendió un cigarrillo y se volvió a mirar a Fátima. ¿Por qué le decían Colorado?, le preguntó aquella primera vez que salieron juntos, durante las fiestas de San Lorenzo. Él le contó. Ella no supo si reírse o enfadarse, abrió mucho los ojos, soltó un bufido, ¡pero qué barbaridad!, y luego lo volvía a mirar y se le escapaba la risa. “Blanquita”, le decía desde entonces Larrazabal acomodando con una de sus manazas los cabellos retintos de la joven. Pero ella decía que no, que no era blanca, y se reía con sus dientes hermosos y grandes, de hembra saludable. Era mora, marroquí, árabe, si prefería. ¿Acaso él no era negro? Negro, sí, negro peruano. Y mitad vasco, añadía pasando un dedo desde la cabeza hasta el vientre, como diseccionándose en dos mitades. ¿Un vasco negro? ¿Dónde se ha visto eso? Y los dos reían. Siempre terminaban con lo mismo. La marroquí y el peruano, la árabe y el vasco.

La mora y el negro, más bien, se ensombreció Larrazabal cuando le vino a la cabeza la imagen del padre de Fátima, el viejo Rasul. ¿Qué diría? ¿Qué diría si supiera que su hijita adorada se acostaba con él? Se tendría que morder la lengua, claro, pero por cuánto tiempo. Larrazabal se incorporó de la banqueta donde estaba sentado y se acercó a la cocinilla para poner a hervir agua. No, definitivamente no le gustaría. “Los moros son unos racistas de los cojones”, le dijo Koldo un día, cuando él empezaba a salir con Fátima. Pero lo dijo con una sonrisa que desmentía la seriedad de sus palabras.

A Fátima la había conocido casi un año atrás porque ella y su hermano Jamal lo fueron a buscar para contarle desesperados lo que había ocurrido con su padre. Como si él pudiera hacer algo, bufó al escuchar la explicación atropellada de ambos, ¿por qué le contaban todo eso?, y estuvo a punto de darles con la puerta en las narices cuando la mano de Fátima aferró la suya, impidiéndole cerrar. Luego lo miró con tal intensidad que Larrazabal se quedó petrificado. Como una liebre frente a una cobra, pensó.

     —Sabemos que ha sido policía en su país. Usted conoce bien cómo se manejan estas situaciones.
Su voz había sonado alarmantemente ronca, casi teatral.
     —¿Por qué no van a la policía?

Los hermanos lo miraron en un silencio cargado de reproche. Claro, era una pregunta estúpida. Larrazabal, como todos en el barrio, sabía bien que Rasul Tarik traficaba con móviles, con cigarrillos, quizá con hachís, aunque Fátima jurara que no, que eso no. El caso es que había desaparecido de camino a su casa —unos chiquillos vieron que lo metían a empellones a un coche gris— y a las pocas horas recibieron una llamada para pedirles dinero. Dinero que no tenían. O que no podían reunir tan rápido…

     —Tiene que ayudarnos —se rompió finalmente la voz de la chica—. Le pagaremos lo que nos pida. Nunca supo por qué aceptó. O mejor dicho sí, se dice ahora, mientras observa cómo empieza a burbujear el agua para el té y enciende otro cigarrillo. Pero siempre se sorprendió de que resultara tan fácil ser persuadido por la morita que veía pasar todas las tardes por su portal, con sus pañuelos y sus faldas largas, y que lo saludaba con una coquetería inofensiva y jovial. “Así de fácil eres, compadre”, se rio Tejada cuando él se lo contó, dándole una palmada burlonamente compasiva en la espalda. Pero que tuviera mucho cuidado de dónde se metía.

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NARRATIVA

El asesinato de Laura Olivo
Jorge Eduardo Benavides
Editorial: Alianza
Páginas: 323
Precio: S/79,00

Y así debió haber sido, pero no fue. Porque sin saber en qué momento, ya tenía a los hermanos en su minúsculo piso y él había sacado una libretita de notas. Y empezó con las advertencias. Lo primero: solo él hablaría de ahora en adelante con los secuestradores. Ni una palabra a nadie. ¿De acuerdo? Había que plantear una cifra que pudieran asumir, sin eso que se olvidaran de volver a ver a su padre. Segundo: debían hacer una lista con todos sus posibles enemigos, con gente del negocio en el que estuviera metido, con sus vecinos, con los familiares de aquí y de allá, de…

—Marrakech —dijo Fátima pasándose un pañuelo por los ojos—. Somos de Marrakech. —Su voz sonaba ahora más serena, y eso le gustó al Colorado. Mostraba temple.
—¿Entendido? —Esta vez miró a Jamal, que fumaba moviendo el ralo bigotillo con cierta hastiada suficiencia. El chico gruñó algo que parecía un sí, pero Fátima le hincó un dedo en las costillas.
—Entendido. ¡Joder! —Saltó el hermano, y se llevó una mano al costado.

Fueron dos días duros. Después de algunas llamadas discretas aquí y allá, de conversar con los chavales que vieron todo y de atar algunos cabos, Larrazabal supo con quiénes se enfrentaba. Al viejo Rasul lo habían secuestrado unos albaneses de allí, del mismo Lavapiés. Pedían treinta mil pavos. No eran de aquellos siniestros profesionales que acechaban urbanizaciones de lujo y se ocultaban en polígonos alejados, con armas y coches preparados. Con esos sencillamente no se podía negociar. Pero esos jamás hubieran secuestrado a un traficante de tres al cuarto de Lavapiés. Estos eran unos aficionados que habían dejado tantas y tan fáciles pistas que hasta Santi, que vendía cupones de la ONCE en la esquina, podría dar con ellos. Pero no podían ir a la policía, claro. Eso no era negociable, le dijo Fátima, y él se encogió de hombros.

¿Con quién cojones hablaban?, preguntó uno, alarmado, cuando Larrazabal contestó la primera vez. Con paciencia, con toda tranquilidad, explico que él era el portavoz de la familia, que de ahora en adelante conversarían con él. El albanés soltó un juramento y seguro se cagó en su madre en su lengua endiablada antes de colgar. Larrazabal vio el horror encendiendo los ojos de Fátima, las manos de la madre elevadas al cielo, la maldición de Jamal cuando entendieron que la conversación se había roto abruptamente. Pero el Colorado les explicó que así era esto, volverían a llamar, que tuvieran confianza en él. Y así fue. A las dos horas el teléfono volvió a timbrar. Esta vez escuchó una voz que parecía de pedernal. Siniestra. Si no reunían los treinta mil euros, que mejor fueran preparando un puto entierro moro. Solo habían podido reunir quince. ¿Qué? Quince mil euros, no tenían más. Pero si les daban más tiempo… Volvieron a jurar y a cagarse en sus muertos. ¡Al viejo lo iban a recoger en pedacitos, marroquianos de mierda!, escucharon todos. Jamal quiso echar de la casa al Colorado, que se dejó empujar mansamente hasta la puerta. La madre lloraba agazapada en un rincón. Pero Fátima soltó dos ladridos en su lengua llena de jotas y asperezas y su hermano se quedó callado. Cuando se volvió a él, su voz era fina como un hilo de acero:

—Siga con la negociación, señor Larrazabal. Confiamos en usted.

Y en la mirada que le dirigió había una súplica pero también una desesperación y una vaga amenaza.

Por fin, luego de innumerables llamadas que se prolongaron durante toda la madrugada y hasta bien avanzada la mañana del día siguiente (“se van turnando, quieren cansarme”), llegaron a un acuerdo. Veinte mil euros. Larrazabal tenía los ojos enrojecidos, la lengua calcinada por los cigarrillos que había fumado sin tregua y una sensación de suciedad atroz en las manos, como si hubiese estrangulado a un animal. Fátima le ofreció una taza de té y Larrazabal olfateó la hierbabuena como si fuera algo inexplicable y sagrado… Sí, así había ocurrido.

Jorge Eduardo Benavides
Jorge Eduardo Benavides

VIDA & OBRA

Jorge Eduardo Benavides  (Arequipa, 1964)


El asesinato de Laura Olivo es la última novela de Jorge Eduardo Benavides, escritor peruano afincado en España. Con ella ganó el XIX Premio Unicaja de Novela, pues, a decir del jurado, esta obra trabaja una intriga muy bien sostenida que bebe en las fuentes del canon clásico de la novela negra. Su obra se caracteriza por tener rasgos del realismo urbano y por incursionar en asuntos fantásticos. También escribe cuentos.

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