[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]


Nací el día en que los nazis se rindieron ante los Aliados. Mis padres lo consideraron un augurio de vida venturosa, algo así como la encarnación de la paloma de la paz en un niño peruano. El augurio se cumplió: el alma se me emplumó de blanco y desarrollé un pavor innato a la agresividad, aun en legítima defensa. Los puños se me apelucharon y escogí para vivir las artes del silencio oportuno, la contemporización aparente, la bajada de ala para ocultar mi disidencia. De haber visto la luz el seis o el nueve de agosto, mi futuro me hubiera estallado en la cara como las bombas de Hiroshima y Nagasaki. No sé qué hubiera pasado conmigo, qué tan nocivo me hubiera vuelto porque, como hemos podido comprobar, los astrólogos tienen la razón, pero solo en parte.

No somos lo que nos trazan los astros, sino lo que deciden los hechos históricos o cotidianos de alguna trascendencia y que coinciden con la salida de nuestra cabeza por la vulva materna. Podemos nacer durante la caída de un ministro, el atropello del bodeguero del barrio, la pelea de una tía con su novio, el lanzamiento del primer satélite caribeño… Sea cual fuere el acontecimiento que alumbre nuestra venida al mundo tendrá un papel preponderante en nuestra personalidad.

No emití la más mínima gota de llanto. Mi madre había gritado suficiente durante el parto, no iba yo a incrementar la contaminación sonora de la sala con unos chillidos de más. Mi pacto de silencio se extendió durante cuatro años, para desesperación de mis padres, que terminaron convencidos de haber parido no un sordo —porque oía y muy bien—, sino un mudo, un lengua anudada, alguien con un dragón en la garganta que cuidaba mi silencio como al oro y asustaba a las voces para que se quedaran nomás en los pulmones. Hasta que hablé con la corrección de un profesor de castellano, guardando acentos, comas, puntos y comas, puntos suspensivos y toda clase de puntos; en suma, se me descosieron los puntos que me cerraban la boca. “Es que no sabía hablar”, dijo mi madre que dije. Qué explicación contundente, qué ejemplo de temor al fracaso. Mi aprecio por la lengua quieta se me quedó para el resto de mi vida. Hablo poco, aburro, que otros animen; yo soy el ánima de la fiesta, el que no encarna sus palabras. Si fuéramos telépatas, eso sí, telepatearía hasta los codos.

Teníamos una cocker spaniel negra hecha y no derecha, pues andaba, como es obvio, en cuatro patas. Me bastó verla un par de veces para decidir, en la semioscuridad de mi mente en capullo, que gatear significaba animalarse. El instinto de la bipidez se levantó desde lo profundo de mi incipiente humanidad; me puse de pie, me caí sentado, me paré otra vez, caminé un par de pasos y no volví a gatear. Mis padres desconocieron siempre que mi salto del estado cuadrúpedo al bípedo fue el acto de afirmación de un Homo erectus y una decisión puramente consciente.

Mi primer chupón me enfrentó con la mentira; el condenado no segregaba nada, ni agua ni la rica leche materna. Mi mundo había sido hasta entonces la teta de donde manaba la vida; el chupón, en cambio, me la negaba, me engañaba, me hundía en el vacío existencial, en la Nada. Solo el regreso a la teta le devolvía sentido a mi ser en el mundo, porque el mundo era la teta siempre llena, siempre generosa.

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NARRATIVA

El bizco de la calle Roma
Luis Freire
Editorial: Emecé Cruz del Sur
Páginas: 207
Precio: S/49,00

Esa oscilación entre la Nada, encarnada en el chupón falsario, y el Todo, representado por el pecho materno, me mantuvo en vilo durante buena parte de mi lactancia. De allí mi fidelidad a la duda crítica como la madre de mis opiniones. El chupón me enseñó que no existe un Absoluto y socavó mi posibilidad futura de creer en Dios al constatar que la Teta Suprema, dadora de vida y esperanza, le cedía su lugar a un tramposo de plástico relleno de aire. La mamadera que llegó después no alteró mis convicciones, su leche no sabía a madre y su parentesco con el material del que estaba fabricado el chupón engañador acentuó la semilla de mi escepticismo. Eso no significa que la rechazara, ¡tenía que alimentarme! De alguna manera, la variedad de líquidos que mi mamá me proporcionaba, como jugos de varias frutas, agua y leche blanca, me abrió el horizonte de la infinita variedad del mundo. Había otras tetas, otras fuentes de experiencia de las cuales nutrirse.

Las tetas de mi madre, grandes, jugosas, me desalinearon la visión. De tanto mirar para una o la otra, de tanto no saber por cuál decidirme, de tanto poner el ojo izquierdo en la teta izquierda y el derecho en la opuesta terminé bizco, estrábico, virolo; deserté del recto mirar y adquirí el don del ojo oblicuo que escarba donde el decente no se atreve. No era una virtud aprobada por la buena sociedad. Mis padres advirtieron desde un inicio los peligros de la mirada estrábica. Ojos desviados, igual a conducta desviable. La persona de confianza mira con dos, camina con dos, agarra con dos y aquello de que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda no se aplica a la visión. Ya se sabe, los ojos son el espejo del alma. ¡¿Cómo, pues, dividir el alma en dos; tirar una mitad para el lado que nos enfoca y la otra para quién sabe dónde?! El hombre honrado mira de frente. ¡¿Cómo confiar en el que suelta un ojo en plaza, lo libera de responsabilidades, lo manda a buscar lo que no le importa, lo condenable, lo prohibido?!

Mis padres pusieron manos a la obra para impedir que mi ojo esquivo me perdiera. Sin pensarlo dos veces me enlistaron entre los pacientes del doctor Barrère, oftalmólogo belga radicado en el Perú y especialista en enderezar entuertos visuales, sobre todo aquellos que presagiaban un contestatario de comportamientos imprevisibles. Si corregían mi estrabismo, me enderezarían el futuro, soldarían en una el alma dividida, me garantizarían la mirada al frente.

La operación fue un éxito y el ojo esquivo fue puesto a la par del correcto. Sin embargo, Barrère, mis padres y yo mismo ignorábamos que la rebeldía anida no solo en nuestro corazón, sino que también se enquista en los ojos. Por eso seguí y sigo bizco, como los camaleones, solo que en su caso se trata de un acto voluntario y en el mío fue estricta decisión de mis ojos.

                             —El parche de la infamia—
La operación del doctor Barrère implicaba el uso posterior de un parche negro sobre el anteojo del ojo decente para obligar al oblicuo a caminar derecho. Nada más tentador para una pandilla de alumnos de mirar correcto. Se me fueron encima el segundo día de clases en 1.° de primaria (en aquellos años los nidos solo estaban en los árboles). Olieron al único portador de un ojo disidente; yo era el enemigo, aquel que algún día podría contestar lo que ellos miraban de frente. En resumen, hicieron de mis primeros días escolares un infierno. Logré que aflorasen sus demonios, aquellos que nacen con cada niño; aboné sus semillas de malignidad, alimenté su pequeña ruindad.

Se turnaban, no había líderes; cada recreo vomitaba un puñado diferente de matoncitos con la misión de apalearme contra el cemento del patio. Me tiraban al suelo, me molían meticulosamente, me informaban a golpes y patadas que yo no era bienvenido entre ellos: “Renuncia”, “Pide que te saquen del colegio”, me decía cada puñetazo, cada puntapié. Yo no atinaba a defenderme, me dejaba apalear, era mi destino, el lugar en la sociedad propuesto por mis ojos, mejor que me acostumbrara. No encontré un solo cómplice; ninguno de mis agresores se apiadó de mí. Los veinte niños de 1.° de primaria del colegio Inmaculado Corazón mantuvieron siempre la solidaridad de una acusación conjunta.

Luis Freire Sarria estudió Literatura en la Universidad Católica del Perú Y trabajó como periodista cultural en diversos diarios y revistas locales como La Prensa y El Observador. [El Comercio: archivo El Comercio]
Luis Freire Sarria estudió Literatura en la Universidad Católica del Perú Y trabajó como periodista cultural en diversos diarios y revistas locales como La Prensa y El Observador. [El Comercio: archivo El Comercio]

VIDA & OBRA

Luis Freire Sarria (Lima, 1945)

La carrera del escritor y periodista Luis Freire está llena de galardones. Por ejemplo, con El cronista que volvió del fuego ganó la I Bienal Nacional de Novela Corta del Concejo Provincial de Barranco, y con El sol salía en un Chevrolet amarillo, el Concurso de Novela Corta del BCR. Su novela El perro sulfúrico obtuvo el Premio de Novela de El Comercio el año 2009. El bizco de la calle Roma es su más reciente publicación.

MÁS INFORMACIÓN

La novela de Luis Freire se presentará este miércoles 25, a las 19:00, en la Librería Sur (av. Pardo y Aliaga 683, San Isidro).

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