[Ilustración: Kat Menschik]
[Ilustración: Kat Menschik]

El anciano abrió la puerta de par en par y ella empujó el carrito con la vajilla y la cena hacia el interior. Una alfombra gris de pelo corto cubría por completo el suelo y no era preciso quitarse los zapatos al entrar. Parecía más un despacho que una vivienda y se había acondicionado como un amplio estudio. Por la ventana se veía, tan cercana que casi parecía que pudiera tocarse, la Torre de Tokio completamente iluminada. Ante la ventana había un gran escritorio y, junto a este, un pequeño tresillo. El anciano señaló la mesita que había delante del sofá. Una mesita baja de superficie plastificada. Ella dispuso allí la cena. La blanca servilleta de tela y los cubiertos de plata. La cafetera y la taza de café, el botellín de vino y la copa, el pan y la mantequilla, y, por fin, el plato de pollo y la guarnición de verduras.

    —Vendré a recogerlo todo dentro de una hora, señor. ¿Será tan amable de sacar los platos vacíos al pasillo, como de costumbre? —preguntó ella.

El anciano contempló durante unos instantes con profundo interés la comida dispuesta sobre la mesita y, después, respondió como si se acordara de repente.

    —¡Ah, claro! Los dejaré en el pasillo. En el carrito. Dentro de una hora. Si así lo quieres...
“Sí, en este momento, eso es lo que quiero”, se dijo ella.
    —¿Desea algo más el señor?
    —No, nada más —respondió el anciano después de pensárselo unos instantes. Calzaba unos zapatos de piel negra, bruñidos y brillantes. Unos zapatos de pequeño tamaño, muy elegantes. “¡Qué bien vestido va!”, pensó ella. “Y tiene muy buen porte para su edad”.
    —Entonces, con su permiso…
    —No, espera un momento —dijo el anciano.
    —Sí. ¿Qué desea?
    —Escucha, jovencita, ¿podrías dedicarme cinco minutos de tu tiempo? —preguntó el anciano—. Me gustaría hablar contigo.
“¿Jovencita?”. Al oírlo, se ruborizó.
   —Sí. Claro. No creo que haya problema. Es decir, si se trata de cinco minutos —dijo.

¡Pero si ella era una empleada suya que cobraba por horas! No se trataba de ofrecer o quitarle el tiempo a nadie. Además, el anciano parecía una persona incapaz de hacerle daño.

    —Por cierto, ¿cuántos años tienes? —preguntó el anciano, de pie al lado de la mesita, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándola directamente a los ojos.
    —Pues ahora tengo veinte —dijo ella.
    —¿Ahora tienes veinte? —repitió el anciano. Y entrecerró los ojos como si estuviera atisbando por una rendija—. Eso de que ahora tienes veinte debe de significar que no hace mucho que los tienes, ¿verdad?
    —Pues no, señor. Acabo de cumplirlos. —Y, tras dudar unos instantes, añadió—: En realidad, hoy es mi cumpleaños.
    —¡Ah, claro! —dijo el anciano acariciándose la barbilla como si quisiera convencerse de algo—. ¡Ah, claro! Ya veo. Así que hoy cumples veinte años.
Ella asintió en silencio.
    —Hace exactamente veinte años que, en un día como hoy, tú viste la luz por primera vez.
    —Pues sí, en efecto.
    —¡Ya veo! ¡Ya veo! —exclamó el anciano—. ¡Qué bien! ¡Felicidades!
    —Muchas gracias —dijo ella. Pensándolo bien, era la primera vez que la felicitaban aquel día. Claro que, al volver a su apartamento, tal vez encontrara un mensaje de sus padres desde Ōita en el contestador automático.
   —Eso hay que celebrarlo —dijo el anciano—. Es algo magnífico. ¿Qué te parece, jovencita? ¿Brindamos con un poco de vino tinto?
   —Muchas gracias. Es que estoy trabajando y…
  —Por un poco de vino no pasa nada. Además, si te invito yo, nadie va a decirte nada. Solo un sorbito, para celebrarlo.

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NARRATIVA

La chica del cumpleaños
Haruki Murakami
Editorial: Tusquets
Páginas: 78
Precio: S/49,00

El anciano extrajo el tapón de corcho, le sirvió a ella un poco de vino en la copa, sacó otra copa para él de un pequeño armario con puerta de cristal, una copa normal y corriente, y se la llenó de vino.—¡Feliz cumpleaños! —le deseó el anciano—. Que tu vida sea rica y fructífera. Que ninguna sombra la empañe jamás.
Brindaron los dos.
“Que ninguna sombra la empañe jamás...”. Ella repitió para sí las palabras del anciano. ¿Por qué hablaría aquel hombre de forma tan peculiar?
—Veinte años solo se cumplen una vez en la vida. Y son algo tan valioso, jovencita, que no pueden ser reemplazados por nada.
—Sí —repuso ella. Y bebió, con cautela, un único sorbo de vino.
—Y tú, en un día tan importante como este, me has traído la cena. Igual que un hada bondadosa.
—Yo me he limitado a hacer lo que me han dicho.
—Incluso así —dijo el anciano—. Incluso así. Hermosa jovencita.
El anciano se sentó en un sillón de piel que había delante del escritorio. Y le señaló el sofá. Ella se sentó en la punta del asiento, todavía con la copa de vino en la mano. Con las rodillas juntas, tiró del dobladillo de la falda. Y carraspeó. Miró cómo los gruesos goterones de lluvia trazaban líneas al otro lado del cristal. En la habitación reinaba un extraño silencio.

    —Hoy cumples veinte años y, además, me has traído una magnífica comida caliente —dijo el anciano como si quisiera confirmarlo una vez más. Y dejó la copa sobre el escritorio con un golpecito—.¡Qué dichosa coincidencia! ¿No te parece?
Ella asintió, no muy convencida.
    —Así pues —dijo el anciano, palpándose el nudo de la corbata de tonalidad parecida a la hojarasca—, voy a hacerte un regalo, jovencita. Un día tan especial como el del vigésimo cumpleaños requiere un recuerdo también muy especial.
Sentada en el sofá, ella negó precipitadamente con la cabeza.
    —¡Oh, no! No se moleste, se lo ruego. Yo solo le he traído la cena porque así me lo han ordenado.
El anciano levantó las manos con las palmas vueltas hacia delante.
    —¡Oh, no, no! Eres tú quien no debe preocuparse. Es un regalo que no tiene forma. No tiene valor. En fin —dijo, posando las manos sobre la mesa. Y suspiró—. En fin, que voy a satisfacer un ruego tuyo, mi joven y preciosa hada. Voy a hacer que se cumpla un deseo. El que tú quieras. No importa cuál. Cualquier deseo que tengas. En el caso de que tengas alguno, por supuesto.
    —¿Un deseo? —dijo ella con voz seca.
    —Algo que tú quieras. Lo que tú desees, jovencita. Si los tienes, te concederé uno de tus deseos. Este es el regalo de cumpleaños que puedo hacerte. Pero se trata solo de uno, así que tienes que pensártelo muy, muy bien —dijo el anciano alzando un dedo en el aire—. Únicamente uno. Después, no podrás cambiar de idea y echarte atrás.

Ella se quedó sin habla. ¿Un deseo? Impulsada por el viento, la lluvia azotaba a ráfagas los cristales con un sonido desigual. Nada rompía el silencio entre ambos. Entretanto, el anciano la miraba sin articular palabra. En el fondo de los oídos de ella resonaban los latidos irregulares de su corazón.

     —¿Concederme algo que yo desee?
El anciano no respondió a su pregunta. Todavía con las manos unidas sobre el escritorio, se limitó a sonreír. Fue una sonrisa natural y amistosa.
    —Jovencita, ¿tienes algún deseo? ¿O no? —dijo el anciano con voz serena.
Ella me mira de frente.
    —Esto sucedió de veras. No me lo estoy inventando.
    —No, claro que no —digo yo. Ella no es de esa clase de personas que se inventan las cosas—. ¿Y qué deseo le pediste?
Ella mantiene durante unos instantes la mirada fija en mí. Lanza un pequeño suspiro.
    —No vayas a pensar que me creí a pies juntillas todo lo que me decía el anciano. Vamos, que yo, a los veinte años, no creía en cuentos de hadas. Claro que, aun suponiendo que se tratara de una broma que se había inventado sobre la marcha, no puede negarse que tenía su gracia. El anciano tenía mucha clase y yo decidí seguirle la corriente. Aquel día yo cumplía veinte años y no estaba nada mal que sucediera algo fuera de lo corriente. No se trataba de si me lo creía o no.

Asiento en silencio.
—¿Entiendes cómo me sentía? El día de mi cumpleaños iba a acabar así, sin más. Sin que pasara nada, sin nadie que me felicitase, sirviendo tortellini con salsa de anchoas. ¡Y yo cumplía veinte años!
Asiento de nuevo.
—Te comprendo —digo.
—Así que formulé un deseo, tal como me decía —me cuenta ella.

El anciano permaneció unos instantes mirándola fijamente, sin decir palabra. Seguía con las manos posadas sobre el escritorio. Junto a ellas se amontonaban gruesas carpetas similares a libros de cuentas. También había objetos para escribir, un calendario y una lámpara con la pantalla de color verde. Aquel par de pequeñas manos parecía formar parte del mobiliario. La lluvia seguía azotando los cristales de la ventana y, más allá, se veían borrosas las luces de la Torre de Tokio.

Las arrugas del anciano se hicieron un poco más profundas.
    —¿O sea que este es tu deseo?
    —Sí.
    —Es un deseo muy raro para una chica de tu edad —dijo el anciano      —. Lo cierto es que me esperaba otro tipo de cosa.
    —Si no puede ser, pediré algo distinto —dijo ella. Y carraspeó otra vez—. No importa. Pensaré en otra cosa.
    —¡Oh, no, no! —dijo el anciano levantando ambas manos y agitándolas en el aire como si fueran una bandera—. No hay ningún problema. En absoluto. Solo que me has pillado por sorpresa, jovencita. ¿Seguro que no deseas nada distinto? Como, por ejemplo, ser más hermosa, o más inteligente, o rica. ¿No te importa no pedir una cosa de esas? ¿Uno de los deseos que pediría cualquier chica de tu edad?

La joven se tomó su tiempo para elegir las palabras adecuadas. Mientras tanto, el anciano aguardaba paciente y sin decir nada. Con las manos apaciblemente posadas sobre el escritorio.

—Claro que me gustaría ser más guapa, y más inteligente, y rica. Pero si estos deseos se cumplieran, no puedo ni imaginar qué sería de mí. Tal vez se me escapara todo de las manos. Yo todavía no sé muy bien de qué va la vida. En serio. No sé cómo funciona.

Haruki Murakami
Haruki Murakami

Haruki Murakami (Kioto, Japón, 1949)

La fama de Haruki Murakami no se traduce solo en el éxito de ventas que significan sus obras, sino también en los múltiples premios que ha recibido. Ha publicado alrededor de 30 libros, entre novelas, cuentos y ensayos. El primero salió en 1979, y se trata de una novela cuyo título en castellano es Escucha la canción del viento. Sus relatos están llenos de figuras oníricas y hermosas referencias musicales heredadas de la cultura occidental.

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