[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]

                                                              I
Antonia Delgado circulaba por la vida con una sola certeza: creía que la muerte era un error que podía corregirse, el único suceso que a pesar de repetirse siempre la sorprendía. Le ponía voluntad y esfuerzo desmedido al asunto, pero nunca había logrado torcerle el brazo al más allá.

De chica, cada vez que su abuela abría las puertas pesadísimas del ropero y descolgaba el vestido negro de mangas tres cuartos, sabía que alguien se había muerto. No era necesario preguntar. Antonia dejaba el balero de madera, el yoyo o el bebote que le había regalado su padre para Navidad y despacito iba a cambiarse a su habitación. Ella también tenía su ropa de velorio: una pollera de pana verde oliva, una camisa de algodón gris que tenía que abotonarse hasta el cuello, unas medias de nylon azul marino y unas botitas que se ajustaban con velcro en el tobillo. No importaba si al muerto se le había ocurrido dejar el barrio en enero o en julio: la ropa siempre era la misma. Así lo había determinado la abuela Lela, que decidía todo lo relacionado con la muerte. Ella era una especie de faraona celestial y punto, no se le cuestionaba nada.

La pasión que doña Lela tenía por los velorios había sido durante años compartida con sus hermanas. Solían levantarse temprano, poner la pava para el mate, acomodar el diario en la mesa debajo de la parra del patio y hurgar minuciosamente los avisos fúnebres; de allí sacaban la información para armar la agenda de la semana. Podía ser un vecino, un conocido, un familiar lejano; toda muerte era útil para desplegar el ritual: sepelios en caravana, sanguchitos en las salas velatorias, hombres y mujeres codo a codo llorando vestidos para la ocasión.

Pasó el tiempo, la hermana mayor se casó y abandonó la comparsa macabra de la adolescencia, pero lo que más le dolió a Lela fue la actitud de su hermana menor. Antes de morir, la muy ingrata dejó una carta de puño y letra en la que daba órdenes expresas: su cuerpo debía ser cremado. Nada de velatorio ni mortaja. Y remarcaba en mayúsculas que a nadie se le ocurriera redactar un aviso fúnebre para los diarios, ella quería morir en la intimidad. Así, textualmente, escribió “morir en la intimidad”. Lela tuvo la certeza de que ese último párrafo estaba dedicado a ella y no se lo perdonó jamás. Pero este traspié no detuvo su ímpetu mortuorio, y siguió atesorando en cajas de zapatos recortes con los avisos fúnebres más destacados, también les heredó a su hijo y su nieta la costumbre de leerlos con pasión desbordada.

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NARRATIVA

Cornelia
Florencia Etcheves
Editorial: Planeta
Páginas: 365
Precio: S/59,00

Le bastaron diez pasos arrastrados para llegar a la cocina y retirar del fuego la pequeña pava de aluminio, un poco abollada tras los años de uso. Vertió el agua en la taza en la que unos minutos antes había puesto un saquito de té, lo apretó contra el borde y exprimió encima la mitad de un limón. El departamento era chico, pero cómodo. Una cama pocas veces compartida; dos mesitas de luz; una mesa de madera de pino pintada de rojo, con cuatro sillas haciendo juego; una mecedora que había sido de su abuela Lela y un aparador que sostenía un televisor viejo, era todo el mobiliario que vestía el monoambiente de Almagro. Cuando lo compró, casi 20 años atrás, le había parecido una mansión. Acostumbrada a compartir el baño con los vecinos del conventillo, ella interpretó ese bañito diminuto como un lujo merecido. Por primera vez en su vida la privacidad iba a formar parte de sus días.

Puso un saquito de té en la taza humeante y dejó los ojos clavados en el agua, que de a poco se iba tiñendo con la infusión. Le llevó un segundo decidir no ponerle azúcar: quería bajar unos kilos, o por lo menos intentar cerrar los botones de los únicos dos abrigos que tenía. El invierno estaba por llegar y su escaso guardarropa le quedaba chico. Las tardes de verano devorando kilos de helado habían hecho estragos en su cintura.

Ese sábado había amanecido nublado y fresco. Una luz tenue se colaba por la ventana. Antonia se sentó a la mesa, se calentó la garganta con dos tragos largos de té amargo, se frotó las manos y, de manera automática, abrió el diario en la página de avisos fúnebres. No se detenía ni por curiosidad en las idas y vueltas presidenciales, ni en las subidas y bajadas del dólar, ni en los artículos que informaban los sucesos en lugares del mundo que nunca conocería. Los avisos fúnebres eran lo único que le interesaba, ahí estaban las historias. Un buen obituario no solo informa qué hombre no cruzará más la puerta de su casa o qué mujer ya no necesitará comprarse zapatos: delata los amores, odios, resentimientos y el dolor de los que quedan. Con una lectura rápida, Antonia detectaba por dónde podía llegar a armarse el escándalo por la herencia o por el protagonismo. Tenía el ojo entrenado para darse cuenta de quién era la amante del homenajeado y sonreía ante la proclama insistente de la mujer verdadera ante los ojos de Dios y de los otros deudos. Le fascinaba imaginarse a las amigas de doble apellido de una mujer que había sido escoltada hasta su hogar celestial disputándose a la mucama huérfana de patrona en pleno velatorio.

Había dejado de leer los fúnebres del diario Clarín, harta de que publicaran muertos que no conocía nadie. Sin embargo, los de La Nación la deleitaban con locura. Los recortaba y los guardaba en folios en orden alfabético; se enorgullecía de tener la saga casi completa de las mejores familias de la ciudad y adjuntaba al simple aviso las necrológicas que muchas veces el editor del diario consideraba pertinente escribir. Esos textos eran sus favoritos, allí se relataban los actos más destacados de ese muerto que se había ganado un lugar de privilegio en el diario. Muchas veces dudaba de la justicia de esas líneas, ¿cuánta verdad se puede decir al describir a una persona mediante sus hechos más honestos y admirables? ¿Se puede saber con solo cuatro o cinco actitudes loables cuánta maldad o bondad habita en un ser humano? Pero bueno, pensaba Antonia Delgado, en definitiva uno se muere una vez; después de años de leer necrológicas, entendía que solían ser injustas tanto en la celebración como en la crítica, y un poco en el olvido.

Ese sábado prometía ser muy productivo. Abrió una cajita de metal que hacía las veces de costurero y sacó una tijera pequeña. El jueves se había muerto un diseñador famoso, y la sección de fúnebres se había convertido en una pasarela. Modelos, actores, actrices, periodistas, nadie quería dejar de poner su firma. “Cómo les gusta figurar a estos”, pensó Antonia mientras movía la cabeza de un lado a otro desaprobando lo que consideraba una falsa pena. La historia que ella buscaba no estaba en esas lagrimitas de tinta, de ninguna manera. Había que descifrar el dolor verdadero y su experiencia la guiaba a los anónimos, a los don nadie, a esos avisos que los morbosos miran por arriba porque buscan ver sufrir al conocido, al que ven en la tele. Y Antonia Delgado no era ninguna morbosa, no señor. Ella era una historiadora de la muerte.

Con la punta de la tijerita señaló un cuadrito breve. Sonrió mientras lo recortaba con prolijidad extrema.


+ Castillo, Nahuel, q.e.p.d. Siempre
nos quedará París: Martín.

Ahí, en una sola frase se decía todo lo que había para decir. Antonia casi pudo imaginar a Nahuel y a Martín caminando abrazados por esa ciudad que tanto había visto en fotos. París, la capital de la moda, testigo de ese amor eterno. Con una plasticola en barra pegó el recorte en una hoja blanca y siguió buscando las señales de los que habían querido de verdad al talentoso Nahuel Castillo. A medida que sus ojos bailaban agudos entre tanta pena impostada, la mujer se iba enojado. Cómo podía ser que la muerte de un muchacho tan lindo y tan simpático arrastrara tanta falsedad: “Siempre te recordaré”, “Nadie como vos”, “Te llevo en mi corazón”. Todas mentiras. Antonia tenía la certeza absoluta de que esas mujeres famosas más temprano que tarde saltarían a los brazos de otro “el mejor del mundo” para enfundar sus cuerpos perfectos con nuevos diseños. “Traidoras”, susurró.

Florencia Etcheves
Florencia Etcheves

VIDA & OBRA

Florencia Etcheves (Buenos Aires, 1971)

Florecia Etcheves es una reconocida periodista de policiales en Argentina, conductora de un sintonizado noticiero. Ganó, dos años consecutivos, el Premio Martín Fierro a la mejor labor periodística femenina. Es coautora de dos libros periodísticos del rubro policial, pero también se ha acercado a este ámbito desde la ficción en sus tres novelas. Antes de Cornelia, publicó La Virgen en tus ojos ( 2012 ) y La hija del campeón ( 2014 ).

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