[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]

El hombre se llama Serguei y no ha podido dormir en toda la noche.

Unos días antes, mientras esperaba a su dentista en el lobby del consultorio, se había puesto a hojear unas revistas de la mesa de centro. Algunas eran muy viejas y traían noticias que le parecieron del tiempo en que estaba divorciándose de su segunda esposa, aunque, en verdad, eso era dramatizar un poco. Se pasó media hora, o tal vez un poco más, humedeciéndose el dedo anular y simulando leer, con la intención de dejar su mente en blanco y así conseguir que la espera fuese menos tediosa. La última de todo el conjunto era una Playboy de los años sesenta, en perfecto estado de conservación, que de seguro nadie se molestaba en revisar, ya que la secretaria se había tomado la molestia de recortarle todos los desnudos. La abrió casi por el medio, precisamente donde aparecía un relato de John Updike titulado “Amenazas de tormenta”, que de inmediato le llamó la atención por las ilustraciones que acompañaban al texto y, sin darse cuenta, comenzó a leerlo. Iba sobre un muchachito que regresa a su pueblo natal, ubicado en el corazón del Idaho arcádico de primera mitad de siglo, luego de haber combatido en la Gran Guerra. Ya en el pueblo, los deslenguados le informan que su padre había muerto corneado por un toro, y que su madre se ha vuelto a casar con un tal Molloy Cletus, quien, casualmente, era el propietario del toro que había matado a su padre. El muchacho se llama Olivier Marmota y no tiene fuerzas para averiguar lo que ha ocurrido durante su ausencia, no por lo menos aquella noche. Por lo demás, se arrastra, muerto de cansancio, hasta la granja de sus padres, ubicada a casi un cuarto de legua del pueblo, y se encuentra con que la casa está vacía, o eso es lo que parece. Entra a su habitación, cuidando que sus botas de combate no hagan crujir el viejo piso de madera y, tras lanzar el costal con sus pocas posesiones a un rincón oscuro, se avienta a los resortes de su cama, donde, al instante, se queda profundamente dormido, sin siquiera tomarse un tiempo para decir sus oraciones o quitarse el uniforme. Al día siguiente despierta sintiéndose mejor. No había tenido pesadillas y, aunque no recordaba que su colchón fuese tan duro, entiende que, después de todo, es bueno regresar al hogar. Hace un poco de calistenia con disciplina militar, y luego sale de su habitación para buscar a su madre y al nuevo marido de su madre y ponerlos al tanto de su regreso, pero solo encuentra un bebé que solloza en la cocina, dentro de un moisés de mimbre. No hay nadie más en el lugar. En la mesa han dejado un biberón con leche a la mitad. Se salpica unas cuantas gotas en el dorso de la mano y prueba; está buena: ni muy dulce ni muy insípida, ni muy caliente ni muy fría. Se lo da al bebé, quien, ansioso, lo envuelve con sus manitas arrugadas, y así deja de llorar. Permanece un buen rato frente a él, curioseando cada uno de sus gestos, y aunque intenta adivinar a quién se parece no llega a ninguna respuesta que lo convenza. Otra cosa le llama poderosamente la atención: sus bracitos, tan gruesos como sus piernas, están revestidos con tatuajes de tonalidades grises, verdes y azules que dan la sensación de estar en movimiento, estrujándose entre sí para ganar un espacio en esa reducida superficie de piel. Muy pronto el bebé se queda dormido; luego de quitarle el biberón, Olivier aprovecha para salir de la casa.

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La vida en Alaska

Cristhian Briceño
Editorial: Santuario
Páginas: 124
Precio: S/39,00

Es un día holgado y el sol está bien arriba, en lo más alto, intrascendente, escondido en su potente claridad (se le hacen lejanos aquellos días inolvidables que debió soportar en las afueras de Amiens, cuando algunos pocos hombres de su regimiento, borrados por locura o la esperanza, consiguieron ingresar a esa ciudad fantasma donde lo único que resistía en pie era el esqueleto ojival de un campanario). Llega hasta el camino que conduce al pueblo, pero nadie se acerca por él, ni siquiera un perro o una liebre. Por un instante lo seduce la idea de acercarse a alguna cantina e invitarle unos tragos a cualquier parroquiano dispuesto a escuchar sus increíbles historias, pero antes debe buscar a su madre y al tal Molloy Cletus; ambos estaban obligados a explicarle en qué circunstancias había muerto su padre, para que no exista ningún malentendido en el futuro y así la convivencia sea apacible. Primero grita el nombre de su madre; a continuación, silba largo y tendido, con ese silbido robusto y lleno de coloratura que en su niñez le había ganado el apodo de Scottie, un viejo actor de Luisiana que imitaba el silbido de cualquier ave, por exótica que fuese, con solo escucharla una vez en el bosque. Nadie aparece. Piensa: “Quizá hayan ido a comprar la comida de los animales”. Aún silba un poco más y, como todo sigue igual, se dirige al establo. El perfume del estiércol lo sorprende con una bofetada amable, y se complace en sus recuerdos de mucho antes de la guerra, especialmente con aquellos en los que alguna chica bonita del pueblo se colaba en sus pensamientos y debía consolarse detrás del establo antes de irse a la cama. Ya no se criaban pavos y cerdos, como recordaba. Ahora solo había unos cuantos patos y gallinas ponedoras, pero el olor y la cantidad de los desechos acumulados era muy similar al que dejaban los pavos y los cerdos. En medio de los nuevos animales, se encuentra echando de menos los latigazos con que firmaba el lomo de los cerdos, extraña sus bufidos implorantes, sus ojos tan parecidos a los de un ser humano que solo aguarda el estallido del tiro de gracia; desea abrazar a los pavos y sentir el calor nervioso de sus plumajes, y también la sangre que entibiaba sus manos, los domingos, al salir del templo metodista una vez acabado el sermón del pastor Biff, cuando iba colgándolos en ganchos, uno detrás del otro, para que se escurrieran luego del golpe con que les cortaba el pescuezo. De repente, escucha unos golpes secos que provienen del fondo del establo, detrás de una compuerta de madera. Se aproxima, mientras va sintiendo que sus pies se quedan pegados a ese estiércol que nadie en mucho, mucho tiempo se ha tomado el trabajo de limpiar. A través de una fisura sesgada ve a un toro de corpulencia inusual, aunque tiene el pelaje bastante deslucido, los cuernos rebanados y se le nota adormecido por la edad. Trepa a una pared lateral y se sienta sobre ella, deja que sus piernas se descuelguen hasta que sus pies descalzos llegan a rozar los cuernos ahora inofensivos de la bestia. Advierte una mancha blanca, diseminada en su giba, y una argolla en la nariz que ha empezado a oxidarse y parece lastimarlo. Se pregunta si aquel es el mismo toro que había corneado a su padre hasta matarlo. “Lo azotaría de buena gana”, piensa. Pero es un toro viejo, y no cree que se le pueda sacar algo a un toro viejo y cansado, ni aunque le arrancasen el pellejo podría hacerse un buen tambor. Mientras está acariciándole la mollera con el dedo gordo del pie, cree escuchar el llanto del niño, lo cual se le hace muy extraño, ya que la casa había quedado bastante alejada. Se yergue sobre la pared lateral y salta al piso con tan mala fortuna que va a dar a un pozo lleno de estiércol, oculto por las plumas sucias de las aves y por el heno. Queda enterrado hasta la mitad del pecho y empieza a hundirse, a pesar de sus intentos por salir a flote. Aunque intenta gritar, es tal la presión del estiércol que no lo deja, le oprime las costillas hasta clavárselas en los pulmones, y a duras penas logra emitir un gemido lastimero que es sofocado, sin problemas, por el llanto cada vez más ruidoso del bebé. Cuando estaba por volver la página para enterarse cómo seguía la historia, Serguei escuchó la voz de su dentista; cerró la Playboy y volvió a dejarla sobre la mesa de centro.

Tras esa larga noche sin poder dormir, abre los ojos y sigue pensando en todo aquello; un sinnúmero de imágenes veloces se barajan con los sonidos habituales del amanecer y lo desorientan. Sin embargo, no quiere que nada altere el curso del día. Después de haber desayunado huevos fritos con tocino y un vaso de leche descremada, Serguei acompaña a su tercera esposa hasta el pórtico del edificio donde viven y la ve alejarse con dirección a la parada de autobuses; enseguida, se ajusta las cintas de la bata porque siente una áspera corriente de aire frío que pasa acariciándole el mentón mal afeitado, y vuelve a entrar. Decide ponerse encima algo más abrigador e ir la farmacia para comprar algo fuerte y así quitarse el insomnio de una buena vez, pero luego se arrepiente. Tapia puertas y ventanas con cinta aislante y toallas húmedas, y deja abierta la llave de gas de la cocina, silbando en una frecuencia por momentos inaudible que se le hace deliciosa, casi tan relajante como un disco de cantos de ballenas. Pronto, el aire de su apartamento se enrarece y todas las cosas se deforman, igual que en una carretera que atraviesa el desierto, durante las horas de más calor. Recoge un libro de tapa roja que está tirado sobre la alfombra circular del living y, acomodándose en su sillón favorito, se va quedando dormido mientras lee.

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VIDA & OBRA

Cristhian Briceño (Lima, 1986)

En su aun breve carrera, Cristhian Briceño, egresado de Literatura de San Marcos, ha ganado premios como el Copé y el del cuento de las mil palabras. Ha publicado los poemarios Breve historia de la lírica inglesa ( 2012 ) y La comedia inmóvil ( 2014 ), además del conjunto de prosas La trama invisible ( 2013 y 2016 ) y el libro de cuentos La literatura en Alaska ( 2013 ).

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