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Antes de que ella le gritase y le devolviera sus cosas, una tarde en la que se encontraron en una cafetería en la que ninguno de los dos quería estar, en la que no atinaron a pedir nada y no pudieron ponerse de acuerdo, ella estaba muy enamorada de él y él lo estaba de ella. En realidad, él estaba enamorado de ella desde el primer instante, desde aquella noche en que había entrado a la sala de estar en la que se celebraba un cumpleaños y la había visto al fondo, recostada contra una pared, rodeada de hombres que la cortejaban por turnos y, sin embargo, ausente, ocupada solo en extraer del fondo de su copa algo parecido a un mensaje o una premonición. En el recuerdo de él, la sala estaba caldeada y el aire tenía una consistencia viscosa; llegar hasta ella había sido, recordaba, como nadar contra la corriente a través de papilla para bebés y gelatina con grumos. En el recuerdo de ella, sin embargo, la sala estaba helada y ella se preguntaba cómo regresar antes a su casa sin interrumpir a la niñera —que seguramente había acostado ya a la niña y debía de estar haciéndole una mamada a su novio en el sofá de la sala, frente a la televisión encendida — cuando vio acercarse a ella a un hombre no muy agraciado que acababa de entrar, que traía una botella de vino en los brazos y tenía el cabello mojado: más tarde iba a decirle, e iba a acabar creyéndolo ella misma, que se había enamorado de él en ese instante, pero la verdad es que, al verlo aproximarse, solo había reparado en su cabello mojado y se había reprochado que había comenzado a llover y ella no se había dado cuenta. Solo se había enamorado de él tiempo después, sorteando las dificultades propias de la diferencia de temperamentos, de la forma en que él hablaba de su exmujer cuando estaba nervioso o había tenido un mal día y del hecho de que, a menudo, cuando la abrazaba, solía engarchársele su cabello en las mangas o en los dedos y le tiraba de él sin quererlo. A él, ella le gustaba, sin ninguno de estos condicionantes y objeciones: se había enamorado de ella a pesar de la niña y de la incomodidad de los escasos encuentros que ella y él podían permitirse, siempre a horas intempestivas y siempre en la proximidad de un teléfono móvil y de un reloj, calcos negativos de los horarios de la niña, que eran inflexibles y no admitían cambios.

A la niña la había visto por primera vez en una ocasión en que el coche de ella se había estropeado y ella le había pedido que le llevase a recoger a la niña a la casa de su padre; él no había bajado del coche, ella había entrado a la casa y había salido rápidamente de ella con la niña en sus brazos, como en esos filmes de catástrofes en las que los personajes abandonan un edificio en llamas; ambas se habían sentado en el asiento trasero, y él había conducido hasta la casa de ella como si fuese el conductor de un coche de alquiler, alguien ajeno a la unidad mínima que conformaban la mujer y la niña y que no debía inmiscuirse en su conversación; por lo demás, la niña y su madre prácticamente no habían hablado en todo el trayecto, pero a él le había parecido que la niña era tan inteligente como su madre decía cuando esta, al llegar a la casa, le había dicho: “Ahora puedes besar a mi madre si quieres”. Él había sonreído y había aproximado su rostro al de ella, ofreciéndole los labios, pero la mujer lo había besado en las mejillas y había entrado en la casa con la niña, sin invitarlo a que las acompañase.

Él creía que ella creía que él no quería verse entrampado tan rápidamente en una familia: ella creía que él creía que ella creía que a él no le gustaba la niña. Ninguno de los dos tenía razón, a su manera y de distinto modo.

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NARRATIVA

Lo que está y no se usa nos fulminará
Patricio Pron
Editorial: Literatura Random House
Páginas: 172
Precio: S/79,00

A pesar de lo cual, ella había ido probando el terreno, permitiéndole pasar más y más tiempo con la niña, en pequeñas situaciones en las que él la dejaba en la casa o pasaba a recogerla y de las que la clave era que pareciesen concesiones que ella, y no él, le hacían al otro. Al principio él le había llevado dulces, pero la mujer se lo había prohibido; luego había comenzado, a su pesar, a proveerla de aserrín y alimento para roedores: el padre de la niña le había regalado un hámster, una bestia peluda que a él le repugnaba, pero que ocupaba satisfactoriamente todo el tiempo de la niña. A él le parecía que el regalo del padre tenía un significado profundo, pero no sabía si ese significado se relacionaba con la vida que el padre de la niña había creído tener con su madre durante el tiempo en que estuvieron casados, si estaba relacionado con lo que pensaba sobre la madre o si era una referencia a la niña; a veces a él lamentaba no haber estudiado psicología. Una vez, mientras la niña lo peinaba, después de que le contase una historia enrevesada sobre un cepillo de dientes que había contado un secreto —o algo así: no creía haberlo entendido bien y a la niña no pareció importarle —, él le preguntó si el hámster era macho o hembra, pero la niña miró el animal que reposaba en la palma de una de sus manos como una extraordinaria mota de polvo y se quedó perpleja, como si nunca hubiese pensado en ello; él, sin embargo, creyó comprender en ese momento que se trataba de un macho y que en realidad el animal y su existencia frágil y algo irrelevante eran un mensaje que el exmarido de su novia les había enviado, a él, a ella y a la niña, pero especialmente a él, que participaba con el antiguo marido en el juego siempre triste de las masculinidades que se reemplazan unas a otras cuando la situación lo requiere.

Un día, también, cuando se enteró de que la niña dormía con el hámster en su cama, él le planteó una objeción enérgica; más tarde, cada vez que la veía, él tenía la impresión de que la niña olía como el animal: a papeles viejos, sudor y pienso para animales pequeños. Aquella noche, cuando lo discutieron, ella se enfadó mucho.

Al llegar una noche a la casa, sin embargo, ella no estaba lista: el hámster se había perdido y la mujer le pidió que entretuviese a la niña mientras la niñera y ella lo buscaban, así que él se sentó en cuclillas junto a la niña y comenzó a hablarle. La niña no parecía preocupada, estaban en la sala de estar, donde ella tenía su vasto reino infantil, y se entretenía fingiendo preparar un plato en la cocina de juguete que su madre le había regalado la navidad anterior. ¿Qué estás cocinando?, le había preguntado él. Ella le había respondido que estaba cocinando colas de rata y cucarachas negras y gigantes con murciélagos y hormigas; él le había dicho que se las iba a comer todas y ella se había reído. Entre ellos se había establecido una especie de complicidad tranquila que se expresaba en los términos en los que la niña lo prefería, en una larga conversación entre ellos que era enormemente seria y al mismo tiempo graciosa, todo junto y sin ambigüedad alguna. A la sala llegaban los pasos de la madre y la niñera en el piso superior y los sonidos que hacían para llamar la atención del hámster, unos siseos que él no sabía qué impresión producirían en el roedor si este los oía. A él le gustaban los niños, pero había roto con su esposa porque no habían podido tenerlos: ella no había sido el problema —aunque algunos amigos de la pareja solían pensar que sí —, sino él, su temor a no estar a la altura, a no ser un buen padre. Quienes no tenían hijos no podían entender ese miedo, y quienes los tenían tampoco lo entendían, porque estaban inmersos en una experiencia que, de tan aterradora y exigente, excluía cualquier posibilidad de imaginar el miedo: una especie de autohipnosis consistente en la euforia compartida, los pañales y las llamadas nocturnas al pediatra. A él le gustaban las niñas como ella, ya parcialmente criadas, y con una personalidad propia que las hacía resistentes a la influencia que él podía ejercer involuntariamente sobre ellas, con un gesto o con una palabra que las marcase para siempre.

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Patricio Pron (Rosario, Argentina, 1975)

Considerado una de las voces actuales más originales y experimentales de la literatura, Patricio Pron ha escrito cinco libros de relatos y siete novelas. Su trabajo ha sido premiado en numerosas ocasiones, antologado de forma regular y traducido a, por lo menos, ocho idiomas. Es también periodista y crítico literario, y asegura que huye de la literatura formal y de la autoficción.

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