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Ficción. "Ante todo, no hagas daño", de Henry Marsh - 3
Henry Marsh

A menudo me veo obligado a hurgar en el cerebro, y eso es algo que detesto hacer. Con unas pinzas bipolares, coagulo los hermosos e intrincados vasos sanguíneos que recorren la brillante superficie del cerebro. Hago una incisión con un bisturí pequeño y abro un orificio por el que introduzco una fina cánula conectada al aspirador quirúrgico. El cerebro tiene una consistencia gelatinosa, y el aspirador ha acabado siendo la herramienta principal del neurocirujano. Observando a través del microscopio quirúrgico me abro paso poco a poco por la sustancia blanca del cerebro, en busca del tumor. La idea de que mi aspirador avance a través del pensamiento en sí, de la emoción y la razón, de que los recuerdos, los sueños y las reflexiones puedan formar parte de esa gelati+na, resulta demasiado extraña como para comprenderla. Mis ojos solo ven materia. Y sin embargo, sé que, si penetro por equivocación donde no debo, en la zona que los neurocirujanos llamamos el “cerebro elocuente”, cuando acuda a la Sala de Recuperación después de la cirugía para comprobar mis logros me encontraré con un paciente con secuelas y discapacitado. 
     La neurocirugía es peligrosa, y la tecnología moderna no ha hecho sino reducir el riesgo hasta cierto punto. Para la cirugía cerebral, por ejemplo, suele utilizarse la llamada “neuronavegación”, una especie de GPS del cerebro. Esta técnica utiliza unas cámaras de infrarrojos que, como satélites en órbita alrededor de la Tierra, enfocan la cabeza del paciente. Las cámaras pueden “ver” los instrumentos que tengo en las manos, que llevan bolitas fluorescentes sujetas a ellos, y un ordenador conectado a las cámaras me muestra la posición del instrumental que estoy utilizando en ese momento en el cerebro del paciente, gracias a un escáner realizado justo antes de la cirugía. Eso me permite operar con el paciente despierto y con anestesia local, e identificar las zonas elocuentes del cerebro estimulándolo con un electrodo. El anestesista hace que el paciente ejecute una serie de tareas sencillas, y así podemos ver si causo algún daño a medida que avanza la operación. Si se trata de una cirugía de la médula espinal, más vulnerable incluso que el cerebro, puedo utilizar un método de estimulación eléctrica conocido como “potenciales evocados”, para que me avise si estoy a punto de provocar una parálisis. 
     Aun así, pese a toda esa tecnología, la neurocirugía sigue siendo peligrosa. Cuando mi instrumental penetra en el cerebro o la médula espinal son necesarias la destreza y la experiencia, y uno tiene que saber cuándo parar. A menudo, incluso es mejor dejar que la enfermedad del paciente siga su curso natural y no operar siquiera. Y luego está la suerte, tanto la buena como la mala; a medida que adquiero más y más experiencia, me doy cuenta de que la suerte es cada vez más importante. 
Tenía que operar a un paciente con un tumor en la glándula pineal. En el siglo XVII, el filósofo dualista Descartes defendía que mente y cerebro eran entidades completamente independientes, y situó el alma humana en la glándula pineal. Según él, era ahí donde el cerebro material, de alguna forma mágica y misteriosa, se comunicaba con la mente y el alma inmateriales. No sé qué habría dicho de haber podido ver a mis pacientes observando su propio cerebro en un monitor de video, como hacen algunos de ellos cuando los opero con anestesia local. 
     Los tumores pineales son muy poco frecuentes. Algunos son benignos, y otros malignos. Los primeros no suelen precisar tratamiento. Los malignos, en cambio, acostumbran a tratarse con radioterapia y quimioterapia, y aun así pueden resultar letales. En el pasado se consideraban inoperables, pero con la neurocirugía microscópica moderna las cosas han cambiado. Hoy en día, suele plantearse la necesidad de operar al menos para obtener una biopsia y confirmar la clase de tumor, y así poder decidir el mejor tratamiento para el paciente. La glándula pineal está situada en lo más profundo del cerebro, de modo que la operación constituye, como dicen los cirujanos, todo un reto. Los neurocirujanos solemos observar los escáneres cerebrales que muestran tumores pineales con una mezcla de temor y emoción, como si fuéramos montañeros que contemplan un gran pico que esperamos poder escalar. 
     A aquel paciente en concreto le había resultado duro aceptar que padecía una dolencia muy grave y que ya no tenía control sobre su propia vida. Era director de una empresa de altos vuelos, y había creído que la causa de los dolores de cabeza que habían empezado a despertarlo por las noches era el estrés provocado por haber tenido que despedir a muchos de sus empleados tras el crac financiero de 2008. Sin embargo, resultó que tenía un tumor pineal e hidrocefalia aguda. El tumor obstruía la circulación normal del líquido cefalorraquídeo alrededor del cerebro, y el fluido atrapado incrementaba la presión en su cráneo. Sin tratamiento, se quedaría ciego y moriría en cuestión de semanas. 
     Mantuve algunas conversaciones difíciles con él en los días previos a la intervención. Le expliqué que los riesgos de la cirugía —que incluían la muerte o un grave derrame cerebral— eran menores, en definitiva, que los de no operarse. Él introducía en su móvil de última generación todo cuanto yo le decía, y lo hacía meticulosamente, como si teclear aquellos largos términos —hidrocefalia obstructiva, ventriculostomía endoscópica, pineocitoma, pineoblastoma— fuera de algún modo a devolverle el control de la situación y a salvarlo. Su ansiedad, combinada con mi sensación de profundo fracaso tras una cirugía que había llevado a cabo una semana atrás, hacía que me enfrentara con temor a la perspectiva de operarlo. 
     Lo había visto la noche anterior a la intervención. Cuando hablo con mis pacientes la víspera de la cirugía, trato de no hacer demasiado hincapié en los riesgos, pues son aspectos que prefiero discutir con detalle en alguno de los encuentros anteriores. Intento tranquilizarlos y reducir su miedo, aunque eso signifique que aumente mi propia ansiedad. Para mí sería mucho más fácil llevar a cabo una operación difícil si le dijera de antemano al paciente que es terriblemente peligrosa y que hay bastantes probabilidades de que salga mal, ya que entonces, si en efecto no sale bien, quizá la dolorosa responsabilidad que sentiré será un poquito menor. 
     Su mujer estaba sentada a su lado y parecía muerta de miedo. 

     —Se trata de una operación relativamente sencilla —los tranquilicé con falso optimismo. 
     —Pero el tumor podría ser canceroso, ¿no? —quiso saber ella. 

     Con cierta renuencia, admití que sí. Expliqué que obtendría una biopsia durante la intervención, una muestra de tejido que congelaríamos enseguida para que un patólogo pudiera examinarla de inmediato. Si me informaba de que el tumor no era canceroso, no tendría que intentar extraerlo en su totalidad. Y si se trataba de un tumor llamado germinoma, ni siquiera tendría que extirparlo y a su marido lo podría tratar —y probablemente curar— con radioterapia. 

     —O sea, que si no es cáncer o es un germinoma la operación es segura… —respondió ella, pero dejó la frase en suspenso, vacilante. 

     Titubeé, pues no quería asustarla. Escogí las palabras con cautela. 
     —Sí… La intervención es mucho menos peligrosa si no tengo que intentar extirparlo todo.
     Hablamos un ratito más, y luego les di las buenas noches y me fui a casa. 

Novela: Ante todo, no hagas daño
Autor: Henry Marsh
Editorial: Salamandra
Páginas: 352
Precio: S/ 84,00

Vida & obra: Henry Marsh (Oxford, Inglaterra, 1950)
Es uno de los neurocirujanos más importantes de Inglaterra, especialista en realizar operaciones a pacientes despiertos con anestesia local. En 2004 fue protagonista del documental de la BBC Your Life In Their Hands, el cual ganó la medalla de oro del Royal Television Society; y en 2010 fue condecorado con la Orden del Imperio británico. Actualmente se desempeña como consultor senior de St. George Hospital, uno de los mayores centros especializados en neurocirugía del Reino Unido.

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