"Memorias del subdesarrollo", de Edgar Saba
"Memorias del subdesarrollo", de Edgar Saba

La tarde que Liliana de los Bosques abrió la puerta de la oficina y lo vio tumbado, babeando, con el nudo de la corbata ajustado asfixiándole el cuello, la boca abierta, ahí sobre ese suelo helado sin alfombra, gritó: “¡El doctor ha muerto, el doctor ha muerto!”. Habían pasado solo cinco meses desde que se había inaugurado el flamante y moderno centro cultural en la ciudad de Lima del Perú.
    Aunque nunca había estudiado medicina, ya se había acostumbrado a que lo llamaran doctor, pues en este país o se es doctor, ingeniero o maestro, este último título relegado tanto a los directores de orquesta como a los mecánicos o taxistas sin licencia. 
    Liliana de los Bosques era mi amiga, tenía tan solo diecinueve años y, siendo su primer trabajo como secretaria, maldijo el momento en que descubrió el cadáver de su jefe porque pensó que la culparían. Es más, al ver ese cuerpo con la bragueta abierta y el cinturón desabrochado, imaginó la desgracia social en la que se vería inmiscuida por la posibilidad de que las autoridades eclesiásticas la involucraran en un caso vergonzoso de acoso sexual.
    —¡El doctor ha muerto! —repitió insistente—, ¡pero yo no tengo la culpa!
    —¡Qué nadie lo toque! —ordenó tenaz y prepotente Adolfo Rayo, mientras corría por el pasillo que lo conducía al despacho del doctor—.
    Aunque era ingeniero de profesión, había sido seleccionado como gerente administrativo del centro cultural. Llevaba siempre en un bolsillo de su terno una calculadora que le quitaba el miedo que sentía al no ser contador o economista y, en el otro, una güincha que le recordaba que él, ante todo, sería siempre un ingeniero civil. Convicción que había sido puesta en tela de juicio, luego de algunos años de casado, cuando su primera mujer se divorció de él diciéndole que ella se había casado con un ingeniero y no con un artista medio huevón y muerto de hambre.
    El ingeniero Rayo se inclinó hacia el muerto, con delicadeza puso su oído en la parte del pecho donde suponía podría estar el corazón. No oyó nada. Preocupado, sacó la güincha colocando una punta de ella en el extremo de la cabeza y la otra en el dedo gordo del pie. Se dio cuenta entonces de que la pierna derecha estaba encogida mientras que la otra estaba estirada: las piernas no medían los mismos centímetros.
    —¡Por qué me asustan por las huevas! —dijo con alivio—. El jefe está vivo. ¿No ven que no ha estirado la otra pata?
    Detrás de él nos habíamos amotinado la señora Alfonsina Mora, un contador, el técnico Pancho y yo, Lola Rosas, que formaba parte del grupo de las eficientes secretarias sin jefes.
    —Lo mejor será llamar a un médico —ordenó el ingeniero—.
    —He visto en el primer piso al doctor Maximiliano Quérraro —rompí mi silencio, y diluyendo el glacial de pánico que me congelaba, caminé y me dirigí al ascensor para localizar al doctor, quien podría ser el último salvavidas para que ese cadáver o paciente, solo Dios lo sabría, volviese a resoplar de nuevo—. El doctor Quérraro, presto a cualquier caso de urgencia, intentó seguirme el paso atacado por reiterados ahogos asmáticos que provenían, más que de su preocupación, de los kilos de peso extra.
    Cuando llegamos al lugar de los hechos, el ingeniero le preguntó:
    —Dígame, doctor, ¿este hombre está vivo o está muerto?
    —No podría decirle —respondió con timidez Quérraro—.
    —¿Acaso usted no es médico?
    —En realidad soy psicoanalista.
    —Y si eso no es ser médico, ¿entonces qué mierda es?
    —Algo así como dentista.
    Se escucharon, de pronto, unos gases subterráneos que parecían venir de los lodos más profundos de un inconsciente uterino. 
    Pancho, llamado Panchito más que por su edad por su estatura, se abalanzó, sudoroso como siempre, hacia el cuerpo de su director. 
    —¡Así, así, doc, diga algo! ¡Aunque sea repita esa emanación!
    Abrió los ojos lentamente fijando la mirada en un techo pragmáticamente blanco. Empezó a respirar despacio y con sonidos guturales que tranquilizaron al personal. Todos estaban a la expectativa. Aunque Panchito, también llamado así por su infantil tendencia al desatino, arremetió una vez más sobre ese cuerpo catatónico. 
    —¡Ánimo! ¡Ánimo! ¡La vida vale la pena! ¡A usted le queda mucho por hacer! ¡Este país lo necesita y nosotros lo ayudaremos!
    —¿Qué país? —tartamudeó—. 
    —Este, el nuestro, el suyo. Después de tantos años en Europa, ¡usted ha vuelto al Perú!
    —¿A dónde? —y ya la espuma empezaba a salirle por la boca—.
    —Al Perú. Este centro, con usted, terminará convirtiéndose en el Ministerio de Cultura del país.
    Y antes de poder volver a preguntar a dónde, esta vez, como un tsunami, brotó de la boca de aquel hombre yacente una espuma inconmensurable y sin fin. Su cuerpo no paraba de revolcarse como el de un poseído por el demonio o el de un personaje epiléptico sacado de una novela de Dostoyevski.
    —¡Al Perú no! ¡Al Perú, no! —gritaba—.
    Fue entonces que la señora Alfonsina Mora, quien a lo largo de la historia le salvaría muchas veces la vida actuando siempre como ministra de Defensa y del Interior, lo alzó en brazos y lo condujo, sin dudar, atravesando todos los obstáculos, a la clínica más cercana. Con la voluntad que la caracterizaba, su capacidad de acción y su fuerza física, que harían posible que la institución sobreviviera por veinte años, lo cargó, sin esperar a la ambulancia, ni la recuperación anímica de su jefe, ni darle tiempo al ingeniero de guardar la güincha y sacar la calculadora para evaluar cuáles serían los costos de la clínica. Caminó y caminó y caminó como una amazona llevando a su criatura herida.
    Estuvo siete días amarrado a una cama para recuperarse. Si bien los calmantes y antiulcerosos fueron la medicación correcta, la solución a la crisis consistió en instalarle un televisor donde, desde su cama, veía un video propagandístico y repetitivo de las hermosas playas de Máncora. Imaginaba que podría ir ahí siempre de vacaciones. Aunque dicho paraíso formara parte del Perú, creyó durante aquellos siete días que se trataba de la hermosa Costa Azul del Mediterráneo. Se tranquilizaba imaginando que, en vez de estar recuperándose en aquella cómoda y afectuosa Clínica Americana de Lima, se encontraba, bastante más seguro, en un inhóspito hospital de la Seguridad Social de Madrid.

Título: Bertolucci nunca vino a cenar
Autor: Edgar Saba
Editorial: Lápix editores
Páginas: 111
Precio: S/ 35,00

Vida y obra: Edgar Saba
Dramaturgo, guionista y director de teatro. Es miembro de la Sociedad de Autores y de la Asociación de Directores de España. Ha escrito y dirigido obras en el Perú y el extranjero, como "La tempestad", "El rey se muere", "Una vida en el teatro", "La ciudad y los perros" 
y "Un teatro por hacer". En "Bertolucci nunca vino a cenar", Saba hace un recuento de los 20 años que trabajó como director del Centro Cultural PUCP, institución que organiza anualmente el Festival de Cine de Lima y el Festival de la Palabra. 

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