Un pasaje de "El japonés Fukuhara", de Selenco Vega Jácome
Un pasaje de "El japonés Fukuhara", de Selenco Vega Jácome

No lo conocí personalmente. Su presencia, sin embargo, era constante en el imaginario de mi relación con papá, solo que era una presencia fantasmal. Me hablaba de él como si de un familiar más se tratara, así como se habla del abuelo muerto, o del tío a quien no llegamos a conocer, o de aquel otro pariente fallecido muy joven, pero dotado de un aura de magnificencia que lo había convertido en un ser inolvidable, casi inmortal. El japonés Fukuhara llenaba, de algún modo, ese vacío necesario en la construcción de figuras mitológicas que todo hogar, que toda casa de familia posee. No era un recuerdo más entre nosotros: su presencia alimentaba buena parte de nuestras conversaciones más íntimas.

Se conocieron cuando ambos eran niños. Vivían en los Barrios Altos, en una quinta próxima a la zona más bulliciosa y parrandera de Cinco Esquinas. Era allá por 1950.
El dictador Manuel Odría se aprestaba a celebrar el segundo aniversario del golpe militar que lo había llevado al poder. Para los niños de entonces, sin embargo, era solo el final de un nuevo día de clases. Mi padre asistía al tercer grado de primaria en la Gran Unidad Escolar Hipólito Unanue. Desde hacía unos años (nadie recordaba cuándo, pero podemos fijarlo entre 1941 y 1942), existía entre los alumnos del colegio una tradición respetada por todos, así como se respetan los actos rituales: ciertas tardes, a la hora de salida, había que perseguir y cazar japonesitos, hacerles pagar muy caro por los duros años de la Segunda Guerra Mundial. Ellos representaban el Mal Absoluto, la reunión de los vicios sobre la tierra, más aún que los descendientes de alemanes e italianos (con quienes, por cierto, ningún estudiante del Hipólito Unanue se metía).

El ritual era básicamente el mismo: una nutrida pandilla de escolares, comandada por un líder que, de tanto en tanto, heredaba la posta, se dirigía al colegio japonés, una pequeña escuela privada ubicada allí cerca, y a donde solo acudían descendientes de padres o abuelos nipones. Se mantenían a alguna distancia, dispersos y convenientemente camuflados detrás de gruesos árboles y matorrales. Desde su escondite, con una paciencia propia de cazadores curtidos, elegían a las potenciales víctimas del día (generalmente un japonesito que había cometido el error de dirigirse a su casa solo y no en grupos) y, a una señal del cabecilla (¡Maten al hijo de Hirohito!), comenzaban a perseguirlos en medio de gritos intimidantes y grandes risotadas de burla. No había japonesito que resistiera tan terrible experiencia, según mi padre. Algunos dejaban sus maletas tiradas y huían despavoridos, sabiendo que, de ser atrapados por la turba, serían maltratados, escupidos e insultados, ante la vista y paciencia de los transeúntes, quienes a menudo sonreían al ver aquella justicia a mano propia debido a las maldades de los japoneses en su guerra contra el mundo civilizado.

A veces, solo por novedad (pues en verdad él no tenía plena conciencia de la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias), mi padre acompañaba a estos justicieros infantiles a quienes las sombras del conflicto tampoco habían afectado en lo más mínimo. Lo hizo, como otras veces, aquel día. El japonesito atraído a la trampa era pequeño y delgado, aproximadamente de la misma edad que mi padre. Tenía el rostro, como no podía ser de otro modo, redondo y amarillo, los pelos
hirsutos y negros, los ojos rasgados, aunque no tanto como los chinos, con los cuales casi todos solían confundirlos. Si bien los japonesitos de aquella escuela tenían por norma caminar en grupos para defenderse, este se había separado un momento de sus amigos para ir a comprar. La pandilla del Hipólito Unanue lo había sorprendido, solo, luego de pagar por una papa rellena en un puesto de comida callejero a la salida del colegio.

—¡Agárrenlo, no dejen que se escape! —vociferó quien fungía de cabecilla, mientras con un movimiento lograba confundirlo y lo redireccionaba precisamente hacia esa red humana conformada por el resto de la banda.

No tardaron mucho en atraparlo. Entre dos lo levantaron en peso y lo tiraron al suelo. El japonesito no intentó hacer ningún esfuerzo. Al verse superado en número, al saberse sin posibilidad de escapar, como si fuera algo natural, instintivo, se sometió al grupo de cazadores y permaneció en el suelo. Inmóvil, como si fuera de piedra, apenas se cubría el rostro con una palma abierta, mientras con la otra parecía defender la papa rellena de la maldad de sus perseguidores.

—¡Chino de mierda, te vamos a matar! —disparaban los chiquillos, alentados por el cabecilla de turno. Algunos lo escupían, jugando tiro al blanco. Otros, en su afán de perennizar el momento, de hacer indeleble el castigo, tomaron parte de la tinta de sus lapiceros y la rociaron sobre su camisa y sus pantalones. Antes de irse a buscar otra víctima, el líder lo pateó levemente en las costillas y le ordenó que siguiera tendido: no debía quejarse con nadie, le dijo, y solo podía pararse luego de contar hasta cien. Como acto final, tomó la papa rellena que aún permanecía en una de las palmas del caído y, haciendo una mueca de burla, sin pensar en compartirla con nadie, la hizo desaparecer en su boca de un certero par de mordiscos.

El japonesito permaneció tendido en el suelo durante largo rato, quieto más por miedo y vergüenza que por la orden dada por el líder de sus agresores. La tinta arrojada a su camisa y a sus pantalones brillaba por la reverberación del sol de la tarde y le daba al japonesito un aspecto de delgado arlequín, de extraño ángel caído a tierra. No lloraba, no había lágrimas en sus ojos rasgados. Solo dolor y frustración. Nadie corrió a socorrerlo, los pocos adultos que pasaban por allí lo evitaban, como temiendo ensuciarse con los escupitajos o la tinta de su ropa.

En un momento, tal vez cansado de permanecer en esa posición, el japonesito movió débilmente sus dedos y, apoyándose en ellos, se levantó, siempre con la vista pegada al suelo, como si tuviera miedo de mirar alrededor. Comenzó a recoger sus cuadernos, los útiles que habían sido pateados y desperdigados por la furia reciente de sus perseguidores. El sol caía fuerte y quemaba. Sintió entonces una mano extraña alcanzándole uno de los últimos cuadernos que le faltaban reunir. Era mi padre.

—No te falta nada más —le dijo, mientras ocultaba en un bolsillo de su pantalón la piedra traída para tirársela a los japonesitos, pero que a la hora de la hora había sido incapaz de usar—. La tierra y los escupitajos te los va a sacar tu mamá. La tinta creo que si se te quedará para siempre. Mejor te compran ropa nueva.

El japonesito no le respondió. Solo asintió levemente, ganado por la vergüenza y el asco frente a lo desolador de su aspecto. Papá no entendía bien lo de la cacería ritual, quizás porque había adquirido plena conciencia de las cosas cuando la Segunda Guerra Mundial era una herida pasada que a él no lo afectaba de ningún modo. Muy en el fondo, siempre sintió simpatía por los japonesitos: le parecían graciosos con sus cuerpos pequeños y delgados, sus rostros redondos y, sobre todo, sus ojos jalados que siempre parecían a punto de reír. Este, especialmente, le resultaba confiable, y se solidarizaba con él por el maltrato recibido, por lo injusto de enfrentarlo no uno a uno, como le había enseñado su padre que hacen los hombres, sino en manadas.

SOBRE EL AUTOR

Selenco Vega Jácome (Lima, 1971) es poeta, narrador y ensayista. Es autor de los poemarios Casa de familia (1995), Reinos que declinan (2001); del libro de relatos Parejas en el parque (1998); y de la novela Segunda persona (2009).  Su última publicación es el estudio Del fuego a la espesura del bosque. La poesía de Carlos López Degregori (2015). Acaba de ganar el premio José Watanabe Varas, de la Asociación Peruano Japonesa, con el libro de cuentos El japonés Fukuhara, que será editado próximamente.

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