Otra vida para Doris Kaplan: pasaje de la novela de Alina Gadea
Otra vida para Doris Kaplan: pasaje de la novela de Alina Gadea

Supe por Genara que mi madre había abierto minuciosamente un sobre, con el vapor de la tetera hirviendo, para después pegarlo sin que yo me percatara de la infidencia. El contenido la había indignado, le había parecido algo inmoral y erótico:

Doris, tú me gustas, quiero estar más rato contigo a solas, te espero en mi casa para pasar la tarde.

Hay un silencio tenso en medio de nosotras como un abismo con fondo de cuchillos.

Una noche el chico llega a la casa.

—¿Cómo te va? Supongo, tienes nombre.

Ella se encuentra sentada en la sala, sobre un sofá desvencijado. Está disfrazada de sus antiguos tiempos, con una blusa de seda natural color beige, una falda de terciopelo negra y una esmeralda en el dedo anular. Hace como si estuviera ajena a su llegada, fingiendo que lee un intrincado libro de Arnold Toynbee. Sus ojos distantes, con un filo lila alrededor del iris y pintados con sombras oscuras, escrutan los ojos verdes y rasgados del chico.

Con voz gruesa, le contesta: —Me llamo Han señora, Eduardo Han.

—Nombre de chifa, lo que me faltaba. No se te ha ocurrido nada mejor, hijita, que traer a un mayordomo chino a esta casa. Si tu padre estuviera vivo… muy bien señor Chan…

—Han, señora, no soy chino, soy…

—Peor aún, en mi época, uno se metía con gente conocida. ¿Qué haces por la vida? —le pregunta golpeteando el mueble con sus uñas rojas.

—La verdad que nada señora, no me gusta hacer nada —le contesta con una mirada que podría hacerle bajar la cabeza. Pero no la baja, solo siente un escalofrío que la recorre de cuerpo entero y que le calienta la cara.

—¿Cómo, no trabajas? —le dice reponiéndose incómodamente y acomodándose la blusa.

—¿Trabajar? No. Solo me dedico a pensar y leer. Me gusta mirar el mar. Y mirar a Doris, eso es mucho más interesante que trabajar. ¿No le parece? —le dice con sorna.

Noto que no puede evitar sentir la sensualidad de su voz. Por un momento percibiría su olor a incienso y se transportaría a un castillo gótico, sola con ese hombre joven, con el frío afuera y ese calor que emanaba de él, en la calidez de un refugio en un lugar remoto de montañas gélidas e inhóspitas.

—Doris, la visita ha terminado. Dile a tu amigo que puede retirarse. —Se pone de pie hasta que nos ve, en el largo recorrido por la sala, dirigirnos a la puerta. Su voz suena sumamente antipática.

Él camina tranquilamente hacia fuera. Sonríe con sarcasmo, detrás de su cara sin afeitar. Lo despido avergonzada y preocupada de lo que me iría a recriminar mi madre. Al regresar a la sala tengo la sensación de ir a ser ejecutada. Ella me espera como una loca.

—Es la última vez que me traes a este tipo a la casa. ¿Me entiendes?

—Pero yo no quería traerlo mamá, fuiste tú la que me pediste que lo hiciera.

—No me contestes, estoy harta de tus insolencias. ¿Qué es lo que quieres con este infeliz con nombre de chifa?

—Mamá, mejor me voy a acostar, mañana tengo que ir a estudiar.

—Te equivocas, no te vas, te quedas aquí y me escuchas todo lo que tengo que decir.

Y así sigue hasta bien entrada la noche.

Viene a mi mente un tiempo atrás en que sermoneaba a Matías cada vez que iba a salir con alguna chica:

—Recuerda que no hay cosa que desgaste más que el sexo. Piensa que no cualquier mujer merece que tú te acuestes con ella. Además, el sexo es una fuente de desdicha y… no te olvides, puedes contraer una gravísima enfermedad.

Solo por librarme de ella le juro que no lo voy a ver más, que no me gusta y que es un imbécil. Pero se me instala en el cerebro la idea obsesiva de cómo sería acostarme con él.

No bien llego a mi cuarto, saco la cabeza para respirar un poco de aire de mar entre las rejas de la ventana.

Eduardo está esperándome sentado en el murito de la casa de enfrente justo debajo del poste de luz, con una lata de cerveza, leyendo un libro que llevaba en el bolsillo. Bordeamos la una de la mañana, hora del toque de queda. En ese momento enciendo la lámpara y me ve a trasluz de la cortina rosada. Me asomo. Él me sonríe con ironía. Camina hasta quedar debajo de mi ventana y quedamos con señas para vernos al día siguiente.

Comienzo a huir de la casa con cualquier pretexto, me invento clases que no existen. Me pongo a escribir en la revista de la facultad solo con el fin de facilitarme un dinero para comprar cualquier licor barato y tomar todo lo que pueda. Y nos besamos como dos locos. Una tarde mirando el mar en un parque del malecón, apoyados en el pedestal de una estatua, me coge los brazos con violencia y se los abrocha detrás de la nuca tan apretados que me quedan sobrando los antebrazos, su cabeza en mi cuello.

Regreso a mi casa, subo sigilosamente las escaleras y entrando a mi cuarto, antes de cerrar la puerta con cerrojo, alcanzo a avisarle:

—Ya llegué mamá. Hasta mañana.

Respiro aliviada de haber oído por respuesta apenas un leve musitar.

Sin duda ella ha tomado una de sus pastillas para dormir, confiada en que ya se ha deshecho del muchacho.

Ya en mi cama la sensación de los besos y la intensidad del abrazo con ese toque de vehemencia mezclado con su sonrisa me producen un vértigo desconocido. Un cosquilleo. Una palpitación de cabeza a pies.

Al día siguiente, él me espera en la esquina. Me hace subir a su viejo automóvil. Sonriéndome sin decirme nada me toca la pierna debajo de la falda. El pelo le revolotea al viento. Me mira de soslayo en el primer semáforo, acariciándome el muslo sin detenerse hasta llegar a mi ropa interior, hasta que llegamos a su casa. Entramos, no hay nadie. Yo no me resisto. Subimos a su cuarto. El marco de la puerta está desprendido de las bisagras y la puerta puesta a un lado. Él la arrima, trancando el vano. Tan pronto se da vuelta, en un paso grande llega hasta mí, me abraza y me besa. Me baja el cierre del vestido. No tengo brasier. Se agacha y me besa los pechos. Pasa de uno a otro de rodillas, hasta que escucha un gemido y así a medio vestir, me carga y se echa en su cama conmigo encima.

—Hace tiempo que quería estar contigo así —me susurra al oído—. El otro día cuando nos estábamos besando en ese parque, al llegar a mi cuarto no hacía sino pensar en ti y quería más, quería estar contigo de verdad. Se me erizan las piernas y los brazos.

Nos seguimos besando, cada vez más. Me va a terminar de sacar el vestido, cuando lo abrazo y le ruego que no sigamos, siento que mi madre me está mirando y que al llegar a casa sabrá lo que acabo de hacer.

Con la respiración agitada y entrecortada se detiene poco a poco. Pone mi cabeza en su pecho y mirando por la ventana se queda un buen rato, hasta que se tranquiliza. Yo me acomodo el vestido temblando. Me acompaña hasta la vereda y me ve partir en un micro. Después de un tiempo de hablarnos por teléfono nunca más nos vemos.

Novela
Otra vida para Doris Kaplan
Autora: Alina Gadea
Editorial: Borrador
Páginas: 120
Precio: S/ 30,00

SOBRE LA AUTORA
Alina Gadea (Lima, 1966)
Abogada y escritora. En el 2006 obtuvo el Premio Copé de Bronce en la categoría de cuento por su relato “La casa muerta”, que años más tarde le daría nombre a su libro de relatos homónimo, editado por Altazor en el 2014. Es autora, además, de las novelas "Otra vida para Doris Kaplan" (2009) y "Obsesión" (2012), y del poemario "A veinte centímetros del suelo" (2010).

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