[Ilustración: Getty Images]
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Jaime Bedoya



Haciendo gala de un sofisticado olfato para el irresistible aroma de lo insignificante, la opinión pública ha sabido poner en agenda un debate deliciosamente prescindible: como ejercer, bajo el amparo de la oscuridad, nuestra obsesión por la masticación de granos de maíz tostados.

Las implicancias del dilema, que por banal no deja de ser un derecho humano, obliga a una complementaria mirada retrospectiva. El primer cine, aquel que inicialmente era mudo, exigía una audiencia alfabeta y por defecto medianamente educada para decodificar de qué se trataba el espectáculo. Esto suponía leer textos entre las imágenes para entender la historia animada proyectada. Comer era algo que hacías en casa.

Cuando llega el sonido al cine la necesidad de atención del público se relaja y las audiencias se democratizan. Llegan el tumulto y el hambre ansiosos a las salas de proyección. Lo hace de la mano de un conflicto que reclama evasión con urgencia: la gran depresión de 1929. Masticar viendo historias increíbles se convirtió en el paliativo de lo peor. Que es la misma razón por la cual algunos preparan canchita para acompañar la contemplación de los penosos descargos ante los dichos de Barata1.

Fue una mujer, una viuda de Kansas llamada Julia Braden, quien, al ver cómo espontáneamente aparecían fuera de las funciones vendedores para ofrecer granos de maíz reventados, tuvo una idea. Llegó a un arreglo con el dueño del lugar para vender canchita en la antesala de la función.

Julia Braden se hizo rica en corto tiempo. A la vez consolidaba a comienzos de los años 30 uno de los maridajes más perfectos de la gastronomía contemporánea: el justo crujido del maíz reventado, su terroir envuelto en salinidad, como pareja exacta del pagar dinero por creerse una historia ficticia en medio de la penumbra: otra metáfora del “a mí no me dieron nada” odebrechtiano.

Las grandes salas de cine, que habían querido acercarse más al señorío y legitimidad cultural del teatro que a una carpa con proyector al servicio de bulliciosos comensales, no querían saber nada de la canchita en sus terrenos. Los granos y migajas se quedaban atascados en las alfombras. Despreciaban la manía alimenticia y como resultado casi todos los cines de lujo quebraron. Se salvaron aquellos con reflejos para entender qué les tocaba hacer: vender cancha, bajar el precio de las entradas, y decir al diablo las alfombras.

La desproporcionada intensidad del debate ha servido, para, así sea en una versión menor, defender los derechos ciudadanos por encima del de los conceptos inanimados. Ese mundo en que las personas deben estar al servicio de un modelo de negocios es inhabitable. Los mejores negocios son los que funcionan al revés.

El debate ha servido también, con algo de tristeza, para la valoración nostálgica. Hace algunos años, ni muchos ni tan pocos, cuando también había canchita y también había oscuridad, no se iba al cine a comer. Se iba a chapar. La película era un pretexto.

1. Según rápido cálculo, con los US$ 8.400.000 que Barata dice haber entregado a los políticos peruanos se podrían comprar 896.000 combos de canchita con bebidas.

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